Authors: Laura Gallego García
—Gorlian —susurró.
—Sí —asintió la joven—. Como ves, no te he engañado. Te dije que te conduciría hasta Gorlian, y he cumplido. La esfera estaba exactamente en esta habitación, tal y como te había dicho.
—¿Acaso debería agradecértelo, sucia bruja traidora? —gruñó Ahriel—. No tienes ni idea de todo el daño que has causado, ¿verdad?
Marla la miró un momento, con semblante inexpresivo. Después, sin pronunciar palabra, alzó la esfera por encima de su cabeza y la arrojó violentamente contra el suelo.
Ahriel contempló, horrorizada, cómo la bola de cristal se rompía en mil pedazos, y con ella, el pequeño mundo que contenía en su interior. Por un momento no fue capaz de reaccionar; había creído vivir una escena parecida en el infierno, cuando aquel diablillo la había engañado, y todo había resultado ser una cruel mentira. Por tanto tardó unos instantes en asimilar que ahora era real, que una de sus peores pesadillas acababa de materializarse ante sus ojos. Sin poder creerlo, se quedó mirando los fragmentos humeantes que quedaban a sus pies, tratando de digerir el hecho de que todo lo que había conocido en Gorlian... los engendros, los presos, la Ciénaga... su hijo... habían sido destruidos de un solo golpe.
—¿Ves?, ya está —dijo Marla con indiferencia—. Siempre me has echado en cara que hubiese creado ese lugar, ¿verdad? Pues bien, ya no existe. ¿Estás contenta ahora?
Ahriel parpadeó para contener las lágrimas. Cuando su mente asimiló lo que acababa de pasar, la ira estalló en su interior con tanta furia que un tremendo alarido de rabia subió por su garganta y escapó de sus labios. Y, a la vez que gritaba al mundo su furia y su dolor, su cuerpo logró liberarse del hechizo. Llena de cólera, alzó la espada y se abalanzó sobre Marla, dispuesta a acabar con su vida de una vez por todas.
Shalorak lanzó una exclamación de advertencia y se interpuso entre la joven y la espada de Ahriel. Sin embargo, el arma no llegó a atravesar su cuerpo, sino que chocó contra una barrera invisible, y la violencia del impacto la lanzó hacia atrás.
—¿Os encontráis bien, mi señora? —preguntó Shalorak, solícito.
«¡Os dije que debíais matarlos!», gritó Furlaag desde el infierno. «¡Acabad con ellos ahora que aún podéis!»
Pero era demasiado tarde. Aprovechando la distracción de Shalorak, Ubanaziel también se había liberado del hechizo y enarbolaba su espada, junto a Ahriel. Los dos se encararon a Marla y su leal servidor. Mientras tanto, los tres acólitos continuaban murmurando su letanía, conscientes de que, si se interrumpían, el ritual fracasaría.
El joven sectario alargó un brazo ante Marla para protegerla de los ángeles.
—No podéis hacer nada —les aseguró—. Las puertas del infierno se están abriendo, las siete al mismo tiempo. Tenemos gente en Ridea, Árganos, Sin-Kaist, Erlanda, Parsan y Vol-Garios —hablaba con total tranquilidad, pero, a medida que fue pronunciando nombres, el semblante de Ubanaziel fue tiñéndose de horror y desconcierto—. No podréis detener el ritual.
—Pero ¿cómo...? ¿Cómo es posible que unos simples humanos...?
Shalorak dejó escapar una breve carcajada.
—Porque yo no soy un simple humano, ángel —dijo—. Y porque el maestro Fentark aprendió bien las lecciones que los demonios le enseñaron.
El Consejero retrocedió un paso, aún con la espada en alto y la mirada clavada en Shalorak.
—Ahriel —dijo en voz baja—, debes marcharte. Yo me quedaré a cubrirte la retirada.
—¿Cómo? —pudo decir ella; aún sentía un sordo dolor en el corazón, le temblaban las manos y tenía los ojos arrasados en lágrimas—. ¿De qué estás hablando?
—Tienes que volver a Aleian y avisar al Consejo de que se están abriendo las siete puertas del infierno. Que se preparen para luchar.
—Pero...
—Ve, Ahriel, ahora —la apremió él—, porque dentro de muy poco, los límites entre ambas dimensiones serán lo bastante difusos como para que Furlaag tenga poder aquí. Y entonces no habrá nada que hacer.
—Ya no hay nada que hacer, ángel —replicó Shalorak, muy tranquilo; sin embargo, sus ojos seguían clavados en la espada de Ubanaziel, que se alzaba amenazadoramente ante ellos.
—¡Vete! —gritó Ubanaziel—. Y tú, Shalorak —añadió—, no intentes detenerla, porque en cuanto dejes de prestarme atención, atravesaré el corazón de tu adorada reina.
—No te atreverás —repuso el joven, pero frunció el ceño con preocupación—. Te mataré en cuanto muevas un solo músculo.
Ubanaziel esbozó una sonrisa feroz.
—¿Piensas acaso que temo a la muerte, yo, que he estado dos veces en el infierno y he regresado para contarlo? Créeme: si me matas, me llevaré a tu reina conmigo.
Ahriel retrocedió un par de pasos, sin dejar de mirar a Shalorak y a Furlaag, cuya imagen temblaba de furia y de impaciencia. No sintió la magia negra del joven acólito recorriendo su cuerpo para inmovilizarla, por lo que dedujo que Ubanaziel estaba en lo cierto, y que él prefería dejarla escapar antes que arriesgarse a que Marla corriera peligro. Consiguió llegar hasta la puerta pero, antes de salir, se volvió para mirar al Consejero, consciente de que, en cuanto ella se marchara, Ubanaziel quedaría a merced de sus enemigos.
—¡Vete! —insistió él, y Ahriel inspiró hondo, asintió y salió de la sala.
Cuando cerró la puerta tras de sí, oyó el aullido de rabia del demonio y una orden seca de Marla, pero no se detuvo para averiguar qué sucedía a continuación. Desplegó las alas y, con un vuelo rasante, se precipitó escaleras arriba.
Recorrió los túneles hacia la salida, maldiciéndose por su estupidez y su ingenuidad. Habían caído en la trampa de Marla de la forma más tonta...
«Ha sido demasiado fácil», había dicho Ubanaziel al salir del infierno. Naturalmente: Furlaag los había dejado marchar a propósito. Había obligado a Ahriel a luchar contra Vultarog sólo por diversión y para guardar las apariencias, pero en todo momento había pretendido dejar escapar a Marla, porque ella llevaba encima un objeto del infierno que impediría que la puerta de Vol-Garios se cerrara del todo y permitiría a los Siniestros abrir las siete a la vez, sin necesidad de que los ángeles los ayudasen. Eso era lo que había pactado con Shalorak, el joven nigromante, que llevaba ya tiempo invocando a Furlaag para negociar la liberación de Marla.
Evidentemente, los Siniestros, o la Hermandad de la Senda Infernal, o como quiera que se llamasen, hacía ya tiempo que conocían la ubicación de las siete puertas del infierno. Quizá el ritual que Ahriel había interrumpido meses atrás en Vol-Garios no tenía por objeto invocar sólo al Devastador, sino también fusionar ambos mundos. Porque, si los demonios habían compartido con ellos el conocimiento necesario para abrir cualquiera de las siete puertas, ¿por qué iban a centrarse en la única de ellas para cuya apertura precisaban la ayuda de un ángel?
«Qué estúpida fui», se repitió Ahriel, furiosa consigo misma. «Naturalmente que necesitaban a Marla; nos necesitaban, a ella y a mí, para abrir la puerta de Vol-Garios, la única que escapaba a su control. Esos hechiceros eran aún más poderosos de lo que sospechábamos.»
Y, por supuesto, tanto ellos como los demonios sabían que Ahriel no tardaría en ir a buscar a Marla. Abriría la puerta de Vol-Garios otra vez, y ellos se encargarían de que no volviese a sellarla. Estaban en sus manos.
«Bueno, no volverán a engañarme», se dijo, con los ojos llenos de lágrimas, «porque ya no tengo nada que perder. Gorlian ha sido destruido y, si mi hijo seguía vivo, desde luego ya no lo está.»
Y esa idea la desgarraba por dentro. Sabía que era muy difícil, casi imposible, que aquella criatura hubiese sobrevivido en Gorlian todos aquellos años, por lo que a lo largo de su búsqueda se había esforzado por no hacerse ilusiones. Sin embargo, inevitablemente, se las había hecho. Aunque fuera de forma inconsciente, había decidido que no daría a su hijo por muerto hasta que no regresara a Gorlian y registrara aquel minúsculo mundo palmo a palmo, sin resultado. Entonces, y sólo entonces, asumiría que lo había perdido para siempre.
Cuando Marla había estrellado aquella esfera contra el suelo, también los sueños de Ahriel se habían roto en miles de fragmentos. Con Gorlian no había muerto su hijo —ni siquiera sabía si seguía vivo o no al romperse la bola de cristal—, sino toda esperanza de recuperarlo alguna vez. Y Ahriel no estaba preparada para afrontar aquello. No tan pronto.
Algo en su interior le susurraba que la vida ya no tenía sentido. Sin embargo, se obligó a sí misma a recordar que el mundo estaba en peligro y que tenía una misión que cumplir. Por tanto, se esforzó por reprimir la angustia y el dolor que se habían apoderado de su corazón y, mientras escapaba por fin de la caverna y se zambullía en el cielo azul, se preguntó qué les diría a los demás ángeles, y cómo iba a explicarles que les había fallado y que por su culpa, por su egoísmo y su obstinación, el mundo se hallaba al borde de una guerra contra toda la estirpe infernal.
Por alguna razón, aquello no le pareció tan terrible como la imagen de la esfera mágica quebrándose en mil pedazos.
Poco antes de que los ángeles y su prisionera llegasen al enclave secreto de la Hermandad, cayendo así en la trampa preparada por Marla y los suyos, Zor se había precipitado fuera del trastero en pos del Loco Mac y de Cosa. Se encontró en un túnel subterráneo y, pese a que se trataba de una amplia y alta galería iluminada por antorchas, se sintió decepcionado. ¿Era aquél el famoso «mundo exterior» que Mac tanto añoraba? Zor miró a su alrededor con desconfianza. Si sus amigos no se equivocaban, se hallaban en un lugar donde los nigromantes criaban engendros e invocaban a demonios. Y, aunque Cosa recordase a sus «Amos» con cariño, Zor no podía obviar el hecho de que éstos la habían dejado abandonada en Gorlian.
Por fortuna, el corredor parecía estar desierto. Pero tampoco había rastro de Mac y de Cosa. ¿Dónde se habrían metido? Echó a andar pasillo abajo, con precaución, y se detuvo ante una puerta cerrada, detrás de la cual se oía un murmullo apagado. Apoyó la oreja sobre la puerta y escuchó voces, sí, pero no eran las de sus amigos. La primera era una voz suave que hablaba en susurros inquietos; la otra sonaba mucho más grave, áspera, incluso, y había algo en su tono que a Zor le produjo escalofríos, como si una profunda maldad impregnase cada una de sus palabras. De hecho, tenía la sensación de que aquella segunda voz se escuchaba con mucha más claridad, como si, en lugar de estar detrás de la puerta, resonase en el interior de su cabeza. Frunció el ceño, extrañado, y trató de entender lo que decían, pero en aquel momento captó un sonido de pasos acercándose a la puerta y, sobresaltado, se apartó con presteza y buscó un lugar donde esconderse. Como el trastero quedaba ya demasiado lejos, entró en la primera habitación que vio, un dormitorio vacío y desangelado cuyo propietario parecía haberse marchado mucho tiempo atrás. Zor entornó la puerta y espió por la rendija.
La puerta de enfrente se abrió para dar paso a un individuo vestido de pies a cabeza con una túnica negra. Una capucha del mismo color cubría sus facciones, pero, cuando el desconocido se giró un momento, Zor pudo entrever su rostro: se trataba de un joven de cabello rubio y ojos oscuros; una expresión seria y pensativa se reflejaba en sus atractivas facciones, aportándoles una mayor madurez de la que su edad sugería. Su boca, sin embargo, esbozaba una leve sonrisa que no le inspiró confianza.
El joven cerró la puerta tras de sí y se encaminó pasillo arriba. Zor se atrevió a asomar la cabeza sólo cuando supuso que estaría ya lejos, y lo sorprendió mucho verlo entrar en el trastero del que él y sus amigos habían salido sólo unos momentos antes. Volvió a su escondite y aguardó, en silencio, a que el desconocido de negro volviera a pasar frente a él. Acechando por la rendija de la puerta entreabierta, lo vio regresar a la habitación de la que había salido, abrir la puerta y volver a entrar. Y Zor descubrió, temblando como una hoja, que lo que había ido a buscar al trastero era la prisión de Gorlian, pues la inconfundible esfera relucía entre sus manos.
¿Qué podía hacer? Había perdido a sus amigos y Gorlian ya no estaba oculto en el trastero, sino que había caído en manos del joven encapuchado. Quizá éste sólo pretendía echar un vistazo a la esfera y devolverla a su sitio después, pero, de todas formas, Zor se resistía a perderla de vista.
—Esto es lo que quieren —oyó de pronto su voz, suave y serena. Al otear por la rendija descubrió que el desconocido de negro había olvidado volver a cerrar la puerta tras él.
«¿De veras?», resonó la otra voz, y Zor constató, inquieto, que parecía retumbar en el fondo de su mente. «Sentía curiosidad. Los ángeles vinieron a buscar a Marla sólo para recuperar ese objeto. Nunca imaginé que esa humana fuese capaz de crear algo tan sorprendente.»
El joven de negro rió con suavidad.
—Marla es capaz de eso y de mucho más, Furlaag. Si hubiera tenido la oportunidad de seguir aprendiendo del Maestro Fentark...
«Fentark está muerto, ya lo sabes», cortó la voz con aspereza. «Y no lo olvides nunca. No olvides de dónde obtuvo su poder, ni cuál fue el precio que pagó por fracasar en lo único que le exigimos que hiciera a cambio de él.»
—Yo no soy como mi maestro —replicó el hechicero—. Puedo llegar más lejos que él, y no os debo nada...
«No por tu magia, cierto... o, al menos, no directamente... pero sí por la vida de ella, ¿no es verdad?»
El joven calló un momento, y Zor intuyó la rabia oculta tras su silencio.
—No nos demoremos, pues —dijo entonces—; si ya han salido del infierno, no tardarán en presentarse aquí. El ritual debe comenzar cuanto antes. ¿Va todo según el plan? ¿Continúa abierta la puerta de Vol-Garios?
«Hace rato que se han marchado, pero la abertura no está sellada del todo, lo noto», respondió su interlocutor, con oscura satisfacción.
—Espléndido —asintió el encapuchado—. Los demás están ya preparándolo todo en la Sala de las Grandes Invocaciones. Volveré a llamarte desde allí, y cuando lo haga estarás un paso más cerca de tu libertad.
«Más te vale, Shalorak», fue la respuesta, y Zor se estremeció de pies a cabeza, «porque, si algo sale mal, encontraré la manera de vengarme, y será Marla quien pagará. Recuérdalo.»
—Lo recordaré, Furlaag —repuso el joven con sequedad.
Zor intuyó que aquello era una especie de despedida, y pensó que sería mejor estar lejos cuando salieran de la habitación, de modo que abandonó su escondite para dirigirse sigilosamente a las escaleras que descendían al final del corredor. Cuando pasó frente a la puerta entreabierta no pudo evitar echar un breve vistazo... y se le encogió el estómago de terror.