Authors: Laura Gallego García
«Una ofrenda», se le ocurrió de pronto.
Se inclinó sobre los pescados para verlos mejor. Y entonces una sombra tapó la luz.
Zor se apartó de los peces de un salto y esgrimió el cuchillo. Qué estúpido había sido: había caído en la trampa y ahora lo habían cogido desprevenido.
En el hueco de la entrada se recortaba una silueta familiar; una criatura de cabeza deforme y extremidades anormalmente largas, que se acuclillaba sobre el suelo de madera. Ahora que la veía mejor, Zor fue consciente de la fuerza que insinuaban aquellos miembros nervudos. Con puñal o sin él, el muchacho llevaba las de perder en una pelea contra aquella cosa. Además, al estar atrapado en aquella cabaña, con el engendro bloqueando la puerta, no podía escapar volando.
La criatura se adelantó un paso. Zor alzó el cuchillo.
—Aléjate de mí —le dijo.
El engendro no pareció impresionado. Zor lo vio agacharse para recoger el pescado.
—Eso, quédatelo. Puedes comértelo, si quieres, pero déjame en paz.
La cosa ladeó la cabeza y se le quedó mirando como si lo entendiera. Entonces, avanzó un poco más. Zor retrocedió, pero su espalda chocó contra la pared de troncos. Maldijo para sus adentros.
El engendro, sin embargo, seguía sin atacarlo. Zor lo vio alzar las manos con la cestilla del pescado y alargarlo hacia él.
—Cmmma —dijo.
Zor abrió la boca, desconcertado. La criatura insistió:
—Cmmma —y le ofreció los peces.
—¿Quieres que me los coma? —preguntó Zor, perplejo. Para su sorpresa, el engendro asintió enérgicamente.
El muchacho se relajó, sólo un poco.
—¿Por qué? —preguntó con recelo—. ¿No querrás engordarme para comerme tú?
Los hombros escuálidos de la criatura se convulsionaron, y Zor oyó cómo de su garganta escapaba un curioso sonido gutural. Se estaba riendo de él.
—Stttás dddabl —le dijo—. Cmmma y punta fffuurrta.
Zor entornó los ojos. No se trataba de su imaginación, estaba hablando.
—Repite eso.
—Stttás dddabl —insistió el engendro—. Cmmma.
Maravillado, Zor se dio cuenta de que entendía lo que le estaba diciendo. Tenía una forma curiosa de pronunciar las vocales, y hacía retumbar todas las demás letras, como si las arrastrara, pero estaba hablando, en definitiva, y estaba hablando en su propio idioma. Le había dicho:
—Estás débil. Come.
—¡Hablas! —exclamó el muchacho, todavía perplejo.
El engendro enderezó los hombros y la cabeza, y a Zor le pareció que su incredulidad lo ofendía.
—Ccclaru qu'abbblo.
—Perdona —se disculpó Zor.
La criatura volvió a ofrecerle los pescados, y el muchacho negó con la cabeza.
—Gracias, pero no tengo hambre.
El engendro se encogió de hombros, se sentó en el suelo y comenzó a comérselos él. Se había situado de costado, y la luz que entraba por el hueco de la entrada recortaba su perfil. Zor observó su larga mata de pelo revuelto, su frente abultada y su mandíbula prominente. Y algo más.
Tenía pechos. Era una hembra.
—No me lo puedo creer —murmuró para sí mismo.
Había ido a parar al cubil de un engendro hembra que no solamente tenía una remota apariencia humana sino que, encima, era inteligente y hablaba... a su manera, claro, pero hablaba. Y no era agresiva. No lo había atacado, le había traído comida y además... Zor respiró hondo al comprenderlo... lo había sacado del cenagal y lo había arrastrado hasta la cabaña mientras estaba inconsciente.
—Oye... tú —le dijo, y la cabezota dejó de masticar y se volvió hacia él—. ¿Me has salvado la vida?
La criatura asintió con energía. Zor no supo qué decir.
—Bueno, pues... gracias —se le ocurrió después de unos instantes.
—Dd'nnnaddda.
—¿Ésta es tu casa? —preguntó con curiosidad, y el engendro volvió a asentir—. ¿Pero la has construido tú? —inquirió Zor de nuevo, fascinado, y la criatura negó con la cabeza.
—S'ccabbbania Dgg.
—¿Cómo dices?
La criatura lo repitió, intentando pronunciar bien todas las sílabas:
—Is cabbbania Dagg.
—¿La cabana de Dag? —repitió Zor, creyendo no haber oído bien—. ¿Del viejo Dag?
Ella volvió a asentir.
El muchacho se recostó contra la pared, tratando de pensar. Su abuelo había vivido en el Desierto desde que él podía recordar, pero alguna vez le había contado que se había trasladado allí huyendo de la Ciénaga. La casa era lo bastante vieja como para haber sido su antigua vivienda, pero eso no explicaba por qué nadie, aparte del engendro, la había ocupado desde entonces. Si, como parecía, era una criatura inofensiva, resultaba extraño que los humanos no la hubiesen echado de allí. Recordó entonces que Ruk y sus amigos le habían dicho que Dag llevaba años muerto. Quizá estuviesen hablando de otra persona que también se llamaba Dag.
—¿Te refieres al viejo Dag, al que murió hace años?
El engendro hizo algo raro. Primero asintió vigorosamente y luego negó con la misma energía.
—¿Sí o no?
—Vvejjju Ddagg —dijo—. Ssul'unnno.
—¿Sólo hay un viejo Dag?
Ella asintió.
—Pppro nnu mmmurtto.
—Que no murió —tradujo Zor, y la criatura negó con la cabeza.
—Nnnu mmurtto —insistió—. Sssi fffue.
—¿Se fue? ¿A dónde?
El engendro se encogió de hombros.
—Sssi fffuee —repitió—. Cunn ninnnio. Ninnio cunn alas.
El corazón de Zor empezó a latir con más fuerza. Cada vez le resultaba más fácil comprender la extraña forma de hablar de la criatura, pero temió que su imaginación le estuviese jugando una mala pasada.
—¿Se fue con un niño? —quiso asegurarse—. ¿Un niño que tenía alas?
El engendro se volvió hacia él y le dedicó una amplia sonrisa. Señaló las alas de Zor y después apuntó a su pecho con un largo dedo ganchudo.
—Ninnio cunn alas —asintió—. Tttú.
Zor sintió que el corazón le daba un vuelco. No había lugar a dudas: la criatura estaba hablando de él mismo, de su abuelo, de su historia.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó, temblando.
—Iu'ssstabb'aqquí —dijo ella—. Dagg nnnu mmi vvía —se detuvo un momento y lo miró, expectante.
Zor comprendió que quería asegurarse de que comprendía lo que le estaba diciendo.
—Estabas aquí —tradujo—. Pero Dag no...
—Nu mmi vvía —repitió ella.
—¿No te veía?
—Iu'ssscunndddía —asintió la criatura.
—¿Te escondías de él? —preguntó Zor, y ella afirmó de nuevo.
—Nu mmi vvía. Ppru ssabbía qqu'iu'stabb'aqquí. Mmmi ddabba ccummdda —y lo miró de nuevo.
—Dag no te veía, pero sabía que estabas por aquí cerca, ¿no? Y te dejaba comida. ¿Sabía qué... quién eras?
Ella se encogió de hombros. Zor se acomodó sobre el suelo de tablas, fascinado. Si decía la verdad, él había vivido en aquella misma casa con su abuelo cuando era... ¿qué? ¿Un bebé? Y por aquel entonces, aquella extraña criatura ya rondaba por allí, vigilante. Su abuelo era consciente de ello y no solamente no la había echado de allí, sino que, incluso, la alimentaba. ¿Sabía que estaba dando de comer a un engendro? Tal vez...
Zor observó a la criatura, que lo miraba, con su cabezota deforme y sus enormes ojos abiertos de par en par. Era ciertamente monstruosa, pero no parecía peligrosa.
—Pero, si se fue, ¿por qué hay quien piensa que está muerto?
Y ella procedió a contarle, a su manera y gesticulando mucho para que Zor la comprendiera, qué era lo que había pasado aquella tarde en la que el viejo Dag, cargado con un pequeño bulto alado, había dado la espalda al mejor refugio que nadie había construido jamás en la Ciénaga.
Por lo que el muchacho entendió, lo primero que hizo Dag aquel día fue destrozar el interior de su propia casa, como si hubiese sido atacada. Después se hizo un corte en el brazo y manchó sus mantas con su propia sangre. Incluso se molestó en dejar un rastro desde el camastro hasta la puerta.
—Ppur aqquí —indicó la criatura, señalando el suelo. Estaba demasiado oscuro para que Zor pudiera descubrir si queda algún resto de sangre, pero de todos modos entendió perfectamente lo que el engendro le estaba contando: su abuelo había simulado ser víctima de un ataque y después había desaparecido.
—¿Por qué haría algo así? —se preguntó en voz alta.
—Pppra qqui nnu sigggnn —respondió ella.
—Para que no le siguieran. Para que nadie lo buscara en ninguna parte —comprendió, mientras la criatura asentía con energía—. Y por eso se tapaba la cara cuando venía a la Ciénaga a hacer trueques. Pero, ¿por qué no quería que nadie lo encontrara?
El engendro no se molestó en responder con palabras. Se limitó, una vez más, a señalar al propio Zor.
—¿Por mí? —se sorprendió el muchacho, y ella afirmó otra vez.
La contempló, atónito. Le estaba contando muchas cosas, detalles de su propia vida que jamás habría imaginado. Podría estar mintiendo, claro; pero parecía inofensiva, inocente, incluso, lo cual no cuadraba mucho con lo que él sabía de los engendros, aunque sí con la criatura que tenía frente a sí. Sin duda era un engendro; pero también era pacífica y, lo que era más extraño... inteligente.
Se preguntó, de pronto, si tendría un nombre.
—¿Cómo te llamas?
El feo rostro del engendro se iluminó con una sonrisa de felicidad.
—Cccssa —respondió.
—¿Cosa? —repitió Zor, creyendo que no había oído bien, pero ella asintió con energía y se golpeó el pecho con el puño.
—Iu Cccssa —insistió.
—¿Cosa? Pero... pero... —Zor calló, confundido; la criatura parecía tan orgullosa de tener un nombre que le supo mal decirle que era un apelativo degradante—. ¿Quién te llamó así?
—Ammmu —respondió ella—. Innn ccuvvva.
—¿Tu amo? —dijo Zor, asqueado; no quería ni imaginar qué clase de amo habría tenido aquella criatura—. ¿En la cueva? ¿Y dónde está esa cueva? —preguntó, un poco preocupado, no fuera a ser que aquel amo estuviese más cerca de lo que sería deseable.
Entonces ella empezó a describirle un lugar del que Zor no había oído hablar jamás. Le explicó que se encontraba lejos, muy lejos, y cuando Zor le preguntó si estaba en la Ciénaga, en la Cordillera o en el Desierto, Cosa negó con la cabeza y le dijo que la cueva a la que se refería estaba mucho más lejos.
—¿Más lejos? No hay nada más lejos que eso en Gorlian —dijo él, extrañado, pero Cosa sacudió la cabeza.
—Nnnu Ggurlannn.
—¿Que no está en Gorlian? Oye, todo está en Gorlian. Gorlian es el mundo, no existe nada más.
Pero Cosa se rió de él, y Zor empezó a temer que no era una criatura tan inteligente como había creído. La vio arrastrarse hasta la entrada de la cabaña y quedarse allí, acuclillada sobre el porche, balanceando su cuerpo contrahecho mientras las primeras luces de la mañana se derramaban sobre ella, atravesando el pesado manto de niebla. Con un suspiro, Zor salió también y se sentó a su lado.
—Cuéntame más cosas —le pidió—. Sobre ese amo tuyo, y el sitio del que procedes.
Cosa le contó entonces un galimatías acerca de un lugar donde había más seres como ella. Todos parecidos y todos diferentes a la vez. Bajo tierra y sobre tierra, le dijo, o al menos, eso fue lo que Zor entendió. Los Amos cuidaban de las criaturas, pero sólo ella tenía un nombre, porque era especial. Porque ella sabía hablar, y entendía, pero los otros no. Y por eso su amo le había regalado un nombre. La llamaba Cosa. «Ven aquí, Cosa repugnante», o «Apártate de mi camino, Cosa inmunda», le decía. Entonces un día, sin saber por qué, los Amos la metieron en un saco y se la llevaron de la Cueva Seca a un lugar distinto.
—Sstttu —le explicó, abarcando el paisaje de la Ciénaga con el brazo.
Allí también había Amos, le contó, pero eran mucho más crueles, hombres salvajes que la atacaban en cuanto la veían. Se debía a que había muchas criaturas sin nombre en Gorlian. Y esos seres sin nombre, le contó, deberían estar en jaulas, como en la Cueva Seca, y no sueltos por ahí. Por eso los Amos de Gorlian tenían que defenderse de ellos, y cuando Cosa llegó, la tomaron por uno de los seres sin nombre y la atacaron también. Cosa aprendió a esconderse de la mirada de los Amos de Gorlian. Pero el viejo Dag intuía su presencia y, aunque nunca la vio, le dejaba comida y le hablaba. «Te he guardado un poco de sopa, por si tienes hambre», le gritaba a la oscuridad. Y después se iba y le dejaba el cuenco en el porche. Cosa tardó mucho en atreverse a aceptar sus regalos, pero Dag confió en ella desde el principio. «Tengo que irme de viaje», anunciaba en voz alta, sabiendo que en algún lugar, oculta a su mirada, Cosa le estaba escuchando, «pero volveré. Cuida de la casa.» Y Cosa vigilaba y protegía la cabaña de la curiosidad de los extraños. Cuando Dag se fue con el niño cargado a la espalda y destrozó el interior de la casa, le dijo: «Si sigues ahí, la cabaña es tuya, si quieres quedártela. Pero ten cuidado, porque vendrán otras personas a reclamarla. Y no serán tan amables como yo». Cosa permaneció escondida y no se atrevió a mostrarse ante Dag, ni siquiera entonces. Tampoco ocupó la cabaña cuando él y el niño se marcharon. Pero tiempo después vinieron unos hombres buscando a Dag y descubrieron que no estaba. Al ver el estado de la cabaña creyeron que había sido víctima de un ataque. Investigaron un poco por los alrededores, pero no vieron a Cosa, que seguía bien escondida. Luego volvieron a la cabaña, y ella los oyó discutir. Se peleaban porque cada uno de ellos quería quedarse con aquella casa tan buena. Y acabaron enfadándose tanto que se pelearon
de verdad
y se mataron unos a otros. Cosa tuvo que sacar sus cuerpos fuera y echarlos al lodo para que no ensuciaran la cabaña. Luego vinieron más hombres y vieron los cuerpos, y pronto se corrió la voz de que había algo muy peligroso rondando la cabaña del viejo Dag. Enviaron a un guerrero a ver de qué se trataba. Sorprendió a Cosa dentro de la cabaña, pero estaba muy oscuro y no la vio con claridad, y cuando ella avanzó hacia él, se asustó tanto que salió corriendo de la cabaña, dando gritos de espanto.
Y desde entonces, nadie más había vuelto a acercarse a la casa.
—Cccrenn qu'isstttá'nncannntadda —concluyó—. Qqqu'il ffannttasmmma ddi Ddag sstttá'qquí.
—¿De verdad? —sonrió Zor—. Bueno, mejor para ti —podía imaginarse a Ruk y a sus amigos huyendo despavoridos del «fantasma» de su abuelo.
Cosa le devolvió la sonrisa. Zor la observó por primera vez bajo la luz del día. En efecto, a pesar de su inteligencia y de su carácter apacible, no dejaba de ser un engendro. Su cabeza era desproporcionadamente grande, con una frente abultada que emergía por entre los mechones de su cabello, de un color gris sucio. Su nariz era chata y bulbosa, y tenía un ojo más alto que otro. Su boca era pequeña —quizá por eso le costaba tanto hablar—, y por ella asomaban dos hileras de dientes desalineados. La mandíbula inferior, proyectada hacia delante, también era demasiado grande. Y sólo tenía una oreja. La otra era apenas un bulto que asomaba entre la maraña de pelo gris.