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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (43 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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—Has estado muy ocupada —Giles se sentía inundado de alivio.

—¿Verdad que sí? —respondió Lorna, suave como poliéster—. En cuanto decido algo, siempre me ha gustado actuar con premura.

Después de cenar, le propuso que tocaran unos duetos.

—Pero no mucho rato —dijo—. Tengo ganas de acostarme temprano.

Giles no estaba seguro de que fuera buena idea y decidió que actuaría sin tapujos si le parecía que Lorna tenía algún plan, pero después de haber tocado agradablemente juntos durante una hora, más o menos, Lorna dijo que estaba cansada y que se iba a su apartamento. Giles le dio un beso de buenas noches, tan superficial como si hubiera sido una vieja tía soltera, la acompañó a la puerta y se llevó a los perros a dar un paseo. No habían estado tan cómodos juntos desde hacía siglos, y pensó que era un buen augurio para las semanas que faltaban hasta el concierto de gala de Flavia, cuando Isobel y Lorna todavía tendrían que colaborar. Se dijo, agradecidamente, que por lo menos su parte de aquel lío estaba solucionada. Encerró a los perros y lo cerró todo con llave. Antes de irse a la cama, entró a ver a Edward, aunque no había mucho que ver, salvo un bulto debajo del edredón, desde donde salía un tremendo ronquido. A nadie de la familia le gustaba compartir habitación con Edward, que parecía estar en erupción, igual que un volcán, toda la noche.

Giles entró en su vestidor, donde había dejado la bolsa de viaje, pero en aquel momento no podía tomarse la molestia de deshacerla. Se desnudó y tiró la ropa de cualquier manera encima de la cama individual que, ni siquiera en el estado de neutralidad armada en que vivían ahora Isobel y él, había ocupado. Luego se dio un baño largo y relajante en el enorme cuarto de baño que había entre su vestidor y el dormitorio. El cuarto podía estar helado en invierno, pero aquella noche la temperatura era perfecta. Aunque las ventanas estaban abiertas de par en par, las cortinas ni siquiera oscilaban, de tanta quietud como había. Giles no se molestó en encender las luces; en Escocia, la media luz de las noches de verano duraba casi hasta el alba y si, además, había luna como aquella noche, nunca llegaba a ser completamente oscuro. Todo estaba tranquilo, pero de alguna manera, todas las cosas y todos los lugares parecían resonar y estar huecos sin Isobel. «Tenemos que arreglar las cosas —se dijo Giles—; soy un idiota. Lorna, Daniel, que los cuelguen a los dos. Nunca me lo perdonaría si perdiera a Izzy.» Entró en el dormitorio, resuelto, pero lleno de ansiedad, muy consciente de la ausencia de su esposa, y se metió en la cama.

Pero la cama ya estaba ocupada y cuando se deslizó entre las sábanas, un par de brazos le rodearon el cuello, un cuerpo desnudo se pegó al suyo y unos labios se abrieron junto a los suyos.

—¡Oh, cariño! —susurró Giles—. Has vuelto.

En un instante, demencial e imposible, pensó que era Isobel y supo que no lo era.

Se soltó bruscamente, casi escupiendo a Lorna como si se le hubiera atragantado y lo estuviera ahogando.

—¿Qué coño estás haciendo aquí? —preguntó, furioso.

Ella soltó un gemido de angustia.

—No, Giles, no. Por favor, no me apartes de tu lado. Estamos muy bien juntos y tú lo sabes. Te quiero tanto. Quédate también a Isobel, si tienes que hacerlo, es decir, si ella todavía te quiere, pero no me eches. No puedo soportarlo. Haría cualquier cosa por ti. —Ahora hablaba a gritos.

Trató de agarrarle la mano, pero él se la arrancó, con un gesto desabrido, golpeando la lámpara de la mesita de noche, que se estrelló contra el suelo con gran estrépito. Todos los libros se cayeron de la mesita.

—¡Te dije que se había acabado y lo aceptaste! ¡Basta ya, Lorna!

—Nunca lo acepté —dijo ella apasionadamente—. Y nunca, jamás lo aceptaré. Te dejé que tuvieras tu pequeño ataque de mala conciencia, que te lo sacaras de dentro, porque sabía que pronto recuperarías la razón. Si me haces el amor, sabrás que no podemos vivir el uno sin el otro. Por favor, Giles, por favor.

De alguna manera, Giles consiguió mantenerla a raya, asombrado de lo fuerte que era, horrorizado ante su desesperación. Entonces Lorna soltó un chillido horrible y pareció quedar congelada, convertida por la luna en una estatua de alabastro. La puerta, que siempre dejaban entreabierta por la noche, por si los niños llamaban, estaba abierta de par en par.

A los pies de la cama, mirándolos a los dos, con el dedo en la boca, estaba Edward.

33

Giles se levantó de un salto, cogió la bata y estuvo junto a Edward en un segundo, horrorizado de que su hijo hubiera presenciado aquella escena.

Por un momento, Lorna se quedó como hipnotizada, igual que un conejo bajo la mirada de un hurón. Luego se tapó rápidamente hasta la barbilla con la sábana y miró a Edward con algo aterradoramente próximo al odio en los ojos.

—Criatura horrible —siseó—. ¿Cómo te atreves a espiarnos?

—¡Lorna! ¡Cállate! —dijo Giles, cortante—. ¿Qué pasa, Ed? ¿Has tenido un sueño?

—Gallinas —dijo Edward.

—¿Qué pasa con las gallinas?

—Rompen.

—¿De qué estás hablando?

—Huevos… rompen —dijo Edward—. La señora Silkie. Huevos.

Giles lo miró.

—Edward, es medianoche. No me digas que has venido a preguntarme si podemos ir a ver si los polluelos de esa condenada gallina tuya ya han salido del cascarón.

Edward le sonrió alegremente, como si, por fin, Giles hubiera adivinado la solución de un acertijo especialmente divertido, que era realmente lo que, desde su punto de vista, había hecho. Los dos largos hoyuelos que a su madre tanto le gustaba ver, aparecieron como grietas en sus mejillas. Asintió encantado, con el mismo aspecto que tenía en el dibujo que Daniel le había regalado a Isobel y que ahora, enmarcado, colgaba junto a su lado de la cama, el lado donde ahora estaba Lorna.

—¡De ninguna manera! —dijo Giles, esforzándose por parecer severo, pero sintiendo que estaba a punto de echarse a reír histéricamente—. No había oído nunca semejante tontería. No vamos a ver a las gallinas hasta por la mañana.

—¿Cuándo será por la mañana?

—Aún falta mucho rato. Ahora te vas a ir directamente a la cama y no quiero que hagas ni el más pequeño ruido o me enfadaré de verdad.

—¿No vas a castigarlo? —preguntó Lorna, con voz temblorosa.

—¿Castigarlo? Por supuesto que no. Debemos de haberlo despertado. No me extraña, con todo el jaleo que estabas armando. Si se despierta por la noche, no tiene ni la más remota idea de la hora que es.

—Sabe a la perfección la hora que es. He oído a Izzy practicando con él.

—Oh, Lorna —dijo Giles, verdaderamente exasperado—. No significa nada para él. Seguro que ya lo has entendido a estas alturas.

—Lo que entiendo es que es un niño malvado y desagradable y que está muy malcriado. —Lorna estaba fuera de sí.

Giles la miró con horror y aversión.

—Ahora voy a llevar a Edward otra vez a su habitación —dijo con voz gélida—. Te aconsejo que tú también te vayas a la tuya ahora mismo… y te quedes allí. —Sin dedicarle ni una mirada más, hizo que Edward diera media vuelta y saliera del dormitorio.

Cuando volvió, cinco minutos más tarde, Lorna se había ido.

Una vez bien arropado en la cama y con instrucciones firmes de no volver a levantarse, Edward se quedó dormido casi de inmediato, pero ni Giles ni Lorna pegaron ojo.

La misma pregunta les daba vueltas en la cabeza a los dos: ¿Edward podría contarle a Isobel lo que había visto? Y si podía, ¿se lo contaría? Lorna deseaba desesperadamente que pudiera y lo hiciera; le parecía la única esperanza que le quedaba. No creía que Isobel perdonara fácilmente a Giles si creía que había estado haciéndole el amor a Lorna en su propia cama, ante los ojos de su hijo, y eso era lo que, con un poco de ayuda, creería.

Giles deseaba desesperadamente que Edward no pudiera ni lo hiciera, aunque tenía muy claro que debía contarle a Isobel lo que había sucedido exactamente en cuanto tuviera ocasión. También tenía muy claro que era imperativo que Lorna abandonara Glendrochatt, y decidió que era su única posibilidad de salvar su matrimonio.

«No tenía ni idea —pensó Giles con un sentimiento de revelación—, del caldero de emociones que hierve bajo el controlado exterior de Lorna. Da miedo y es patético. Es profundamente desdichada y yo nunca había pensado en ella de esa manera. ¡Qué obtuso he sido!»

Lorna no se presentó a desayunar en la cocina, pero con frecuencia se tomaba su propio café con tostadas en el apartamento antes de ir a la oficina. En apariencia, todo era normal. Edward se fue, como de costumbre, en el autocar de Greenyfordham y Fiona había prometido traer a Amy de vuelta por la tarde, después de la escuela. Isobel llegaba al día siguiente y un fax para Giles, desde Nueva York, le anunciaba que Daniel también esperaba volver a Glendrochatt, aunque no estaba seguro de la hora.

Giles no podía evitar preguntarse si Daniel e Isobel habían estado en contacto. Isobel había telefoneado desde casa de sus padres, en Francia, y había hablado con Amy y Edward, pero se las había arreglado para no hablar con su esposo, pasándole rápidamente el teléfono a su madre para que pudiera charlar con sus nietos, como tanto le gustaba hacer.

—Habla primero con la abuelita, cariño —propuso Isobel alegremente, cuando Amy le dijo que Giles estaba esperando para hablar con ella.

—¿Eres la abuelita viva o la abuelita muerta? —preguntó Edward muy interesado cuando le llegó el turno.

—La viva, cariño —respondió la madre de Isobel, muy divertida.

Isobel llamó de nuevo desde el hotel en Praga.

—Dale un abrazo a papá, a Mick y Joss y a la tía Lorna —le dijo a Amy, metiéndolos a todos cómodamente en un mismo paquete, según pensó Giles, cuando Amy le transmitió el mensaje—. Diles que lo estoy pasando muy bien y que Praga es un lugar tan mágico como todo el mundo dice. Los abuelitos os envían montones de abrazos. —Le preguntó a Edward por el bienestar de las gallinas y de la «señora veloz con las largas orejas», su nombre privado para Flapper, pero solo su respiración entrecortada le dijo que estaba al otro lado del teléfono, porque en esa ocasión, el niño no estaba de humor para conversar.

Todo parecía tan normal que era imposible intuir si había cualquier turbulencia emocional en cualquiera de los dos extremos de la línea.

Amy se puso a practicar en cuanto Fiona la dejó en casa, porque se había saltado la sesión de la mañana. Giles pensó que parecía inusualmente apagada y su interpretación lo reflejaba. Se preguntó si Edward le había dicho algo sobre la noche anterior, pero comprendió que los dos niños no habían tenido oportunidad de estar juntos y a solas.

Se sentía muy mal consigo mismo y tenía un dolor de cabeza espantoso.

—¿Te pasa algo, Amy? —preguntó—. ¿Estás bien?

La niña lo miró sobresaltada.

—Sí, estoy bien —insistió, pero él estaba seguro de que no le decía la verdad—. ¿Por qué? ¿Me he equivocado en este trozo? —Sonaba beligerante.

—No, lo has tocado maravillosamente, en especial los primeros compases, pero tenemos que acordarnos de empezar con el arco bajo. Pasemos al siguiente trozo.

Pensó que quizá solo estaba cansada. Probablemente, ella y Emily se habían pasado la mitad de la noche cotorreando. Acortó la práctica por el bien de los dos.

—Anda, ve a merendar con Ed. Iré a veros a los dos dentro de un rato. A lo mejor, podría leerte en la cama, cuando hayas hecho los deberes.

Decidió tomarse paracetamol antes de enfrentarse a más vida familiar.

Amy encontró a Edward en la cocina. Joss estaba preparando huevos revueltos. Lorna estaba sentada a la mesa, tomándose una taza de té y tratando de conversar con Edward. No conseguía absolutamente ninguna respuesta.

—¿Pan tostado o sin tostar, Amy? —preguntó Joss.

—No tengo hambre, gracias.

—Como quieras —respondió Joss con tranquilidad. No creía en obligar a comer a los niños si no tenían ganas, sobornándolos con demasiadas cosas donde elegir o convirtiendo la hora de las comidas en una batalla campal. Pero también él pensó que Amy parecía muy decaída; quizá echaba de menos a su madre. Se dijo que era una suerte que Isobel volviera al día siguiente. Tenía ganas de que Lorna se marchara. En lugar de su indiferencia habitual, aquel día parecía muy nerviosa e incómoda. No acostumbraba a estar presente cuando los niños merendaban y no se explicaba por qué, de repente, le prestaba tanta atención a Edward. De todos modos, siempre lo ponía nervioso. Observó que tampoco Amy parecía precisamente entusiasmada con la presencia de su tía.

—¿Cuándo volverá mamá? —preguntó Edward por enésima vez.

—Mañana —contestó Joss, pacientemente, también por enésima vez—. Estará aquí para meterte en la cama y arroparte mañana por la noche. No esta noche, Ed, sino mañana.

—Entonces, ¿esta noche habrá otra vez una araña negra de patas largas en la cama de papá? —preguntó Edward.

El efecto de la pregunta fue dramático. Lorna se atragantó y se puso roja. Se tiró el té por encima de su inmaculada camiseta de color azul hielo. Amy se puso blanca como el papel.

—Haces un montón de preguntas tontas, Edward —dijo Joss, con tono tajante—. Acábate la merienda.

Lorna se precipitó fuera de la cocina.

Fue desafortunado que Giles hubiera invitado a lord Dunbarnock, lady Fortescue y al señor McMichael a cenar aquella noche para hablar de las actividades encaminadas a recaudar fondos. Incluso para una cena informal, Violet Fortescue llevaba su tremendo collar de perlas, que tenía tantas vueltas que le daba el aspecto alargado de las mujeres jirafa cuyo cuello se ha estirado debido a los aros que llevan de forma permanente.

Fue una comida incómoda. Lorna exageraba el papel de anfitriona, y Giles era muy consciente de una abierta hostilidad hacia él por parte de Joss y Mick, algo de lo más inusual. No le dieron ninguna explicación, pero no era necesario. Giles se preguntó qué les habían dicho y quién se lo había dicho.

Joss entró en el comedor cuando estaban tomando el segundo plato para anunciar que Amy acababa de vomitar. Neil Dunbarnock pareció caer presa del pánico, igual que si hubiera entrado en contacto con la peste bubónica y solo un esfuerzo sobrehumano de voluntad le impidió salir corriendo de la casa y dirigirse a toda velocidad a la consulta del médico, en su Alvis descapotable de los años treinta. ¿El germen de la niña podía ser contagioso? ¿Qué nivel de higiene había en la cocina de Glendrochatt? El bacilo
E. coli
podía acechar en más de una grieta, esperando para saltar encima de los incautos. Nerviosamente, apartó el resto del pollo a la páprika a un lado del plato, mientras por su mente pasaban, alarmantes, imágenes de salmonela.

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