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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (38 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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—No puedes robar lo que te ofrecen —dijo, provocando conscientemente a Giles—. He pintado lo que he visto, como ya te dije que haría. Cuando me propusiste que probara a pintar a Isobel, dijiste que solo querrías el retrato si conseguía captar tu visión de ella y entonces te respondí que, tanto si lo lograba como si no, era un encargo, y tendrías que pagarme. Lo retiro. Si no lo quieres, me sentiré muy feliz de quedármelo sin cobrarte nada por él.

Esas palabras penetraron en Giles como puñales. El problema era precisamente que Daniel había captado su visión demasiado bien. Todo lo que Giles más amaba en Isobel estaba allí, a la vista: su talante abierto, su luminosidad y su mirada especial, aquella mirada viva, divertida y cariñosa, que siempre había pensado que le pertenecía exclusivamente a él. Al parecer, también se la había ofrecido a alguien más. Pese a las palabras de Daniel, la cizaña sembrada por Lorna y sus propias y lacerantes sospechas, en lo más profundo de su ser Giles seguía dudando de que se hubieran acostado juntos… No, todavía no. Pero que había chispa entre los dos, eso no lo dudaba. ¿Podía Daniel ser un peligro serio? Unas semanas atrás se habría reído ante esa idea, ahora ya no estaba seguro. Maldijo su propia insensatez. Maldijo su propia vanidad. Ni por un momento había pensado seriamente en que podía perder el amor de Isobel. Ahora se preguntaba, incómodo, si ella sería capaz de embarcarse en una aventura puramente superficial. La idea de que lo que sentía por Daniel pudiera ser serio resultaba terriblemente amenazadora y, de repente, comprender que quizá ella se sintiera profundamente herida le parecía insoportable. Se dijo que había sido imperdonablemente imprudente.

Para complicar más las cosas, aparte de admirar el trabajo de Daniel como pintor —y estaba muy satisfecho de lo que había hecho en el teatro—, Giles había ido apreciándolo y respetándolo cada vez más a lo largo del último mes, pero deseaba profundamente que no fuera así. Habría sido mucho más fácil si hubiera podido permitirse sentir un gratificante odio hacia él.

Y ahora ahí estaba el retrato. Lo desarmaba por completo. Se dijo que era demasiado poderoso para verlo como una estampa de caja de bombones y mucho mejor que un simple retrato bien hecho, porque captaba la esencia de la modelo de una forma extraordinaria. Sabía que no se podría separar de él, bajo ninguna circunstancia.

—Es magnífico —dijo bruscamente—. Lo sé. Y tú también lo sabes, estoy seguro. Estaría loco si no me lo quedara. Tiene que colgar en Glendrochatt; no podría soportar que estuviera en ningún otro lugar.

—Gracias —respondió Daniel, sin saber qué otra cosa decir.

—Los medallones de alrededor —continuó Giles— son también espléndidos. ¿Tomaste muchas fotos de Isobel, aparte de las sesiones con ella?

—Algunas, pero sobre todo usé bocetos rápidos que había hecho, del mismo modo que los hice de ti para el telón. Es decir, todos menos el de arriba, el del traje de noche. —Se echó a reír—. Una noche le pregunté a Isobel si se pondría un traje de gala para mí, pero dijo que tenía el pelo hecho un desastre y que no tenía ganas de arreglárselo. Así que me dejó que cogiera el vestido y las joyas para pintarlos y me dio una fotografía suya vestida con ese traje.

—Eso me parecía. Tomé esa fotografía yo mismo el año pasado cuando fuimos al baile del Black Watch. Siempre la tengo encima de mi mesa.

Giles se sintió aliviado. Odiaría pensar que Isobel se hubiera vestido especialmente para Daniel mientras él no estaba. Se dijo que era como el perro del hortelano y que se había metido en un buen embrollo. En voz alta añadió:

—Dime una cosa. ¿Lo ha visto Isobel?

—No —dijo Daniel, valorando, a su pesar, la sinceridad y generosidad de Giles—. Todavía no lo ha visto nadie. Siempre lo tengo tapado cuando no estoy trabajando en él y siempre lo guardo bajo llave en el cobertizo con todas mis cosas de pintar cuando no estoy en el teatro. Fue idea tuya, tú me lo encargaste, así que pensaba que tenías que ser el primero en verlo.

Algo en la cara de Giles, como si de repente se le hubiera ocurrido una idea, le reveló algo a Daniel. «¡Claro! —pensó—. ¡Claro! Tendría que haberlo adivinado. Lorna tiene un juego de llaves. Ha visto el retrato y le ha hablado a Giles de él.» En voz alta dijo:

—Pero ahora me gustaría que Isobel lo viera.

—¿Qué te parece si se lo enseñamos los dos juntos? —propuso Giles.

—Bien, de acuerdo —aceptó Daniel, aunque ansiaba enseñárselo él solo.

—¿Y qué hay del retrato de Lorna? ¿Cómo va?

—Está muy adelantado. También estoy satisfecho con él, pero no estoy seguro de que a ella le guste.

—¿Cómo es eso?

Daniel vaciló. Conocía muy bien la respuesta, pero no sabía cómo expresarla ante Giles.

—Digamos que mi «visión», como tú la llamas, de Lorna quizá no coincida con la que ella tiene de sí misma —dijo irónico.

—Pero no sientes esa preocupación respecto a Isobel, ¿verdad?

—No creo que ella tenga una visión particular de sí misma. De hecho, en realidad no parece tener ni idea del efecto que causa en los demás, en absoluto… es parte de su encanto.

—No me hace falta que me digas cuál es el encanto de mi esposa —dijo Giles. Después de haber alcanzado una tregua temporal, todo su recelo apareció de nuevo.

—¿No? —preguntó Daniel, con una mirada desdeñosa—. Pensaba que quizá sí que te hacía falta.

Estaban de pie, uno frente al otro, midiéndose con la mirada, cuando se abrió la puerta lateral y entró Lorna.

Para Lorna, la semana en Northumberland había sido un viejo sueño hecho realidad, pero ahora que estaban de vuelta en Glendrochatt todo parecía más complicado. Disfrutó de su momento de júbilo cuando ella y Giles entraron y se encontraron a toda la familia reunida almorzando; pero en esos momentos no estaba segura de cuál era su siguiente objetivo. Su intención original era seducir a Giles para que tuviera una aventura con ella y demostrarle a él, a Isobel y, sobre todo, a ella misma, que si volvía a poner su mira en él no podría, esta vez no, resistírsele. Eso era algo que ya había logrado y triunfalmente. Lorna había disfrutado de tener a Giles en exclusiva para ella, pero era como una adicción; ahora ansiaba cada vez más atención y le aterraba tener que compartirlo con nadie más, incluso con sus hijos; quizá especialmente con ellos. Si se veía forzado a elegir entre ella y ellos no dudaba de que, para Giles, su familia sería siempre lo primero. Se preguntaba en qué posición la dejaba eso.

Permaneció despierta en su apartamento toda la noche del domingo, con el cuerpo pidiéndole a gritos las caricias de Giles y la mente llena de preguntas inoportunas, que le taladraban, sin piedad, el cerebro.

Un
ménage à trois
, aunque al principio le pareció una idea excitante, no tenía atractivo a largo plazo. No podía vivir —no quería vivir— mucho más tiempo en el territorio de Isobel, ocupando un humillante segundo lugar, en todos los sentidos. Pero, por otro lado, si se marchaba a Edimburgo, compraba un piso allí y montaba una empresa en sociedad con Daphne Crawford y Ruby McQueen, ¿la vida como amante de Giles la colmaría lo suficiente? Se dijo, horrorizada, que podía acabar como una lamentable segundona, siempre esperando que sonara el teléfono, sin hacer nunca nada por si acaso Giles decidía pasar a verla. Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Podía tener alguna esperanza de llegar a ser la esposa de Giles? Este era un aspecto que Lorna apenas se atrevía a contemplar. Y si llegaba el caso, ¿sería capaz realmente de desbancar a la hermana de quien siempre había estado celosa, pero a la que se había convencido de que quería? «Podría haber estado unida a Isobel si ella hubiera sido diferente, si me hubiera necesitado más —pensó con el demonio de la autocompasión invadiéndola—, pero Isobel siempre tuvo todo lo que yo quería sin siquiera esforzarse.» Ahora que, con su largamente esperada victoria sobre su hermana, había demostrado que tenía razón, ¿debía abandonar la escena cuando sentía que estaba en auge? La cabeza le decía que eso sería lo inteligente, pero el corazón clamaba por Giles.

Lorna no paró de dar vueltas y más vueltas en la cama.

La mañana no empezó bien para ella. Giles se mostró evasivo, de una manera poco satisfactoria, sobre sus movimientos del día. Lorna notó una sensación de pánico que le decía que, ahora que estaban de vuelta en casa, él ya estaba tratando de distanciarse de ella. Sin su presencia, la oficina parecía un lugar deprimente y poco atractivo. En lugar de tratar a Sheila Shepherd con su habitual afabilidad condescendiente, se mostró desagradable con ella, quejándose por una carta que Sheila había enviado al grupo de ópera para aclarar los planes acordados.

—La verdad es que tendría que haberlo dejado hasta mi vuelta —dijo Lorna, con una brusquedad totalmente injustificada—. Prefiero encargarme yo misma de toda la correspondencia relativa al festival.

Lorna, que se consideraba superior en todos los sentidos a la amable y complaciente Sheila, esperaba una disculpa, pero esta vez se equivocaba.

—Es posible que eso sea lo que usted prefiere, señora Cartwright —dijo Sheila con un tranquilo reproche en la voz con el que Lorna no contaba—, pero no estaba aquí, ¿verdad? Además, nadie sabía cuándo iba a volver. Se lo dije a Isobel y ella pensó que era mejor que les enviáramos una carta enseguida. De todos modos, si quiere, se lo comentaré a Giles.

Eso era lo último que Lorna quería que hiciera.

—Oh, bueno, no se preocupe. Supongo que ya no hay remedio —dijo de mala gana. Después de ocuparse de algunas llamadas pidiendo información, de repente sintió una necesidad tan desesperada de estar con Giles y ver qué estaba haciendo que, apoyándose en un pretexto de lo más nimio, fue a buscarlo.

Joss, que estaba planchando una pila enorme de ropa en la cocina, le dijo dónde lo encontraría. La miró con un aire socarrón y una sonrisa llena de ironía que resultaba difícil de soportar. Lorna tenía varias cuentas pendientes con Joss y estaba constantemente alerta para encontrar la ocasión adecuada para saldarlas. Ver a aquel hombretón planchando las bragas de Amy le revolvía el estómago.

No esperaba encontrarse con el retrato de Isobel al descubierto en el teatro.

—Ah, hola, Lorna… ven a ver el retrato de Izzy —dijo Giles, con una mirada que no tenía nada que ver con el intercambio lleno de intimidad que había venido a buscar—. Ya sé que me dijiste que lo habías visto, pero ahora que está acabado del todo, sería interesante saber qué opinas.

Lorna, tan segura de sí misma, que se enorgullecía de ser capaz de disimular sus sentimientos, notó cómo se iba poniendo roja como un tomate; el rubor empezó en el cuello y se fue extendiendo traicioneramente hacia arriba. Seguro que Daniel estaba ya enterado de que había husmeado donde no tenía ningún derecho a hacerlo.

Contempló la imagen de su hermana, con una sensación de náusea en el estómago, y luego dijo, esforzándose por usar un tono ligero.

—Sí, lo vi de refilón un día, supongo que te olvidaste de taparlo, Daniel, pero no tuve ocasión de estudiarlo en detalle, claro. —Ni Giles ni Daniel dijeron nada, pero su silencio era turbador. Siguió lentamente—: Resulta una pintura muy bonita, claro, preciosa, muy favorecedora, pero para ser sincera, creo que quizá dice más del pintor que de la modelo.

En cuanto las palabras hubieron salido de su boca, supo que había cometido un error.

—¿Y a ti qué te dice? —preguntó Giles.

—Me dice que Daniel se imagina que está enamorado de Isobel —replicó Lorna desafiante, con una necesidad insensata que la empujaba a lanzarse al abismo.

—Sí, eso fue lo que me insinuaste el otro día —dijo Giles—. Bien, Daniel, ¿qué tienes que decir? ¿Está en lo cierto?

—Confío en que se equivoque al decir que el retrato es
bonito
. —Daniel miró a Lorna con un desdén demoledor, acentuando el adjetivo—. Pero, sí, tiene razón en una cosa. Quiero a Isobel. No puedo evitarlo. Pero la propia Izzy es tan sincera que ni en sueños se me ocurriría adularla; sería un insulto. Por suerte, no hay ninguna necesidad de hacerlo. Y solo para que conste, Giles, tu esposa no está enamorada de mí. Ojalá lo estuviera. —Y se marchó del teatro, dejando juntos a Lorna y Giles.

29

Lorna fue hasta Giles, se cogió de su brazo y apoyó la mejilla en su hombro.

—Oh, Giles —exclamó—, te echo tanto de menos que tenía que venir a buscarte. Anoche fue horrible sin ti. Casi no podía soportarlo. ¿Tú también me has echado en falta?

Giles no reaccionó.

—Me alegro de que por fin hayas visto el retrato —siguió diciendo Lorna—, aunque es probable que te resulte difícil hacerle frente. En cuanto lo vi, todas mis sospechas sobre Daniel e Izzy se confirmaron. No creo que Daniel dijera toda la verdad sobre los sentimientos de Izzy. ¿Tú qué opinas? Ahora que lo has visto con tus propios ojos, estoy segura de que entiendes lo que quiero decir, ¿no es así?

—Oh, sí. Lo entiendo perfectamente. Pero no creo que tú fueras totalmente sincera conmigo, Lorna. Fuiste a ver el retrato a propósito, sin que Daniel lo supiera, ¿no?

Durante una fracción de segundo, Lorna estuvo a punto de reconocer la verdad, esperando que quizá Giles la respetara por hacerlo, pero tomando una de esas decisiones extremas que jamás se podrán alterar, lo negó.

Sin decir palabra, Giles se soltó de su brazo y se dirigió al retrato para volver a taparlo. Sentía una necesidad desesperada de encontrar a Isobel lo antes posible. Quería decirle lo mucho que la amaba, lo mucho que lamentaba su estupidez de la semana anterior, que tanto daño y destrucción había causado; quería saber cuáles eran realmente sus sentimientos hacia Daniel, que sospechaba estaban en algún punto entre la celosa acusación de Lorna y la generosa negativa de Daniel. Necesitaba, a toda costa, aclarar las cosas entre los dos, antes de que Isobel descubriera que Lorna había visto su retrato antes que ella.

No sabía que ya era demasiado tarde.

Isobel había prometido pasar por la tienda de periódicos de Blairalder al volver de llevar a los niños al colegio, para comprarle cigarrillos a Daniel, aunque desaprobaba que fumara. Así que, en cuanto llegó a Glendrochatt, fue directamente al teatro para dárselos. No sabía que se le había escapado por unos segundos, pero al oír voces se detuvo en el umbral y lo que vio la dejó destrozada. Daniel no estaba, pero sí Giles y Lorna, no solo cogidos del brazo, sino estudiando, juntos, su retrato. Dio media vuelta al instante y se alejó tan rápido como pudo, sin hacer ningún ruido en las losas del camino con sus zapatos de lona, pero con el corazón latiéndole con tanta fuerza que le sorprendía que no lo oyeran. Flapper, siempre sensible al estado mental de su dueña, la miraba ansiosa y la seguía pegada a sus talones en lugar de lanzarse hacia delante, alborotando.

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