Un verano en Escocia (45 page)

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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

BOOK: Un verano en Escocia
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Pero en aquel momento se oyeron voces.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —Amy entró como un huracán en la cocina y se lanzó en brazos de su madre—. ¡Mira! —dijo.

De pie en el umbral, detrás de ella, estaba Daniel, con un cuerpo pequeño, flácido y mojado en los brazos.

Por un momento, nadie se atrevió a hablar ni a moverse. Edward parecía sin vida. Luego Daniel dijo, vacilante:

—Está bien. Por lo menos me lo parece. Respira pero no quiere hablar.

Isobel acudió corriendo hasta él. Acarició la cara de Edward con un dedo, como si fuera algo muy frágil.

—Ed… soy mamá. Todo irá bien, cariño. Estoy aquí.

Miró a Giles y, luego, de nuevo a Edward. Giles fue hasta ella, le apoyó las manos en sus hombros y miró a su hijo; mientras le temblaba un músculo de la cara.

—¿El hospital o el doctor Nichol? —preguntó.

—Prueba primero el doctor Nichol. Si no está, tendremos que llevarlo al hospital, pero será mejor que le quite enseguida la ropa mojada. ¿Puedes llevarlo arriba, Daniel?

Ya habría tiempo para las explicaciones más tarde. Amy los siguió.

Solo fue cuestión de unos segundos quitarle a Edward toda la ropa empapada y meterlo en un baño caliente. Giles subió casi inmediatamente para decir que, por suerte, el doctor Nichol estaba en su consulta y vendría enseguida. Metieron a Edward en la cama grande de Giles e Isobel, y Amy se acurrucó a su lado. Edward estaba totalmente callado. No parecía saber quién era ninguno de ellos.

Daniel miró el estrecho círculo familiar centrado en torno a aquel cuerpecito que no mostraba reacción alguna. Ninguno de ellos se dio cuenta de que salía silenciosamente de la habitación y se iba al piso de abajo.

En la cocina, Joss estaba llamando a la comisaría para decir que ya habían encontrado a Edward. Dijo que Giles llamaría más tarde al sargento Morris.

Lorna estaba de pie, junto a la ventana.

—¿Crees que tendría que subir con ellos? —le preguntó a Daniel.

—Ni te acerques —le espetó Mick, rabiosamente, lanzándole una mirada amenazadora.

Daniel vio cómo se le crispaba el rostro.

—No creo que en estos momentos nos necesiten ni a ti ni a mí, Lorna —dijo y sintió una involuntaria oleada de piedad hacia ella. Pensó que eran dos extraños mirando al interior de una ventana iluminada.

—No creo que haya tenido otro ataque —dijo el doctor Nichol—, aunque, de todas formas, le daremos el diazepam. Por el momento, parece que el pecho está limpio, pero lo vigilaremos con mucho cuidado. No queremos que vuelva a coger una neumonía. —Miró a Isobel y Giles, compasivo. Les tenía muchísimo afecto y admiraba la manera en que sobrellevaban el problema de Edward, cada uno a su manera—. Me temo que os espera una temporada un poco difícil. Ha vuelto a encerrarse en sí mismo, ¿no es verdad? Es su manera de responder a la conmoción.

—Pero ¿volverá a ponerse bien?

—Creo que sí. Espero que sí. Puede que lleve un poco de tiempo. La verdad es que no lo sé. Le escribiré a la doctora Connor y le pediré consejo. Supongo que querrá verlo.

—Habíamos adelantado tanto con él, mucho más de lo que nunca nos habíamos atrevido a soñar. —Las lágrimas bañaban las mejillas de Isobel—. No puedo soportar empezar esa lucha otra vez —murmuró—. No creo que pueda hacerlo.

Giles la abrazó estrechamente.

—Sí que puedes, Izz —dijo—. Tú puedes hacer cualquier cosa. Lo haremos juntos.

—Vendré a verlo mañana. —El doctor Nichol tenía un nudo en la garganta—. Es duro, este pequeño, un superviviente nato. Saldrá adelante. No hace falta que me acompañéis. Ya conozco el camino.

Tanto Giles como Isobel le dieron las gracias efusivamente a Daniel.

—El mérito es solo de Amy —respondió él, sinceramente—. La idea de Giles de ir a buscarla fue muy acertada. Ella es la estrella.

Se decía que nunca olvidaría el momento en que habían encontrado a Edward en el bosque, hundido en un hueco entre las raíces de un árbol muy frondoso, ovillado como si fuera un ratón invernando, enterrado, totalmente silencioso. La señora Silkie, que normalmente era una dama muy vocinglera, también estaba callada, protegiendo sus huevos de los intrusos.

Quienes lo buscaban debieron de haber pasado junto a Edward repetidas veces.

Lorna llamó a Daphne y se marchó a Edimburgo por la noche.

—Gracias por toda la ayuda que nos has prestado, pero nos dejas ahora mismo para empezar tu sociedad con Daphne, ¿no es verdad, Lorna? —afirmó Giles, con cara inexpresiva, sin alterar la voz. Ella se lo quedó mirando durante un largo momento, en silencio, luego bajó los ojos y se fue al apartamento a hacer las maletas.

—Oh, Giles —dijo Isobel, dubitativa—. No estoy segura de que podamos hacer eso.

—Acabo de hacerlo —respondió Giles tajante.

Al cabo de dos días, Edward parecía recuperado físicamente de su terrible experiencia, pero seguía sin decir palabra. Jugaba con sus monstruos, enrollaba trozos interminables de papel y los ponía en línea o se quedaba simplemente sentado con el dedo en la boca, balanceándose lentamente hacia delante y hacia atrás. La paciencia y la amabilidad de Joss con él eran conmovedoras. Isobel le dijo que la señora araña se había ido y le pareció que se producía un parpadeo de reconocimiento en sus ojos vacíos, introvertidos. Tenía que ver a la doctora Connor la semana siguiente, pero tanto Giles como Isobel se sentían prudentemente optimistas sobre el resultado a largo plazo.

También empezaban a ser prudentemente optimistas respecto a su propia relación. Había cosas de las que todavía resultaba demasiado doloroso hablar, heridas que no podían ignorarse, pero que tampoco podían curarse sin más. Aun así, los dos sabían que sus prioridades habían recibido una fuerte sacudida y que tenían suerte de contar con una valiosa segunda oportunidad para procurar enderezar su relación.

Daniel se quedó tres días más, trabajando sin parar para acabar el telón. Luego, de repente, anunció que se iba.

—Pero volverás pronto, ¿verdad? —preguntó Isobel.

—No lo creo —dijo Daniel, en voz baja—. Pero he pasado dos meses maravillosos. Hazme saber cómo sigue Ed.

Isobel y Giles, juntos en la escalinata de Glendrochatt, le dijeron adiós con la mano, como habían hecho con muchos otros invitados que se iban.

—¿Triste, Izzy? —preguntó Giles, suavemente, sintiendo que se le hacía un nudo en la garganta al ver la desolación en su cara.

—Sí —respondió, a punto de echarse a llorar—. No tengo derecho a disgustarme, ningún derecho en absoluto. Daniel me dijo una vez que siempre había evitado amar a nadie, pero creía que a mí me quería. Sé que está mal, pero, oh Giles, no puedo evitar que me duela que pueda marcharse así, sin más.

—Se marcha porque te quiere —dijo Giles—. Yo lo sé, aunque tú no lo sepas.

Daniel fue desde Glendrochatt a Iona y pasó la noche en la casa, que parecía llena de la presencia de Carl. Con un día gris y en calma, mientras caía una fina llovizna, llevó las cenizas de su maestro a la bahía de Saint Columba, como establecía el testamento.

Las piedras de la playa, moteadas como huevos de ostrero, parecían apagadas al no haber la suficiente luz que hiciera destacar sus colores. Las rocas por encima de la bahía parecían negras. Daniel vio aparecer una cabeza redonda y oscura en el mar, a unos veinte metros de la orilla, desaparecer y resurgir, hacia la derecha, pero más cerca. Daniel y la foca se observaron con la misma curiosidad. Luego el animal desapareció y, cuando volvió a verla, estaba mucho más lejos.

Esparció las cenizas al borde del agua, donde la marea se las llevaría mar adentro. En su cabeza, oyó las palabras de advertencia de Carl:

«El amor verdadero puede cobrarse un alto precio», le había dicho el anciano.

—Tenías razón, como de costumbre —dijo Daniel, en voz alta, dirigiéndose a Carl—, pero quizá vale la pena. Ya te lo contaré.

34

A principios de julio, como si de aves migratorias se tratara, empezó a llegar a Glendrochatt el habitual tropel de visitas veraniegas, de forma que los Grant apenas estuvieron a solas, lo cual, dadas las circunstancias, quizá fuera bueno.

La señora Johnstone pasaba mucho tiempo haciendo camas y quejándose de la cantidad de los que ella llamaba, desdeñosa, «todos esos que solo se quedan una noche», que usaban un número enorme de sábanas limpias y multiplicaban la colada. Joss e Isobel se sentían como si, constantemente, estuvieran planeando y preparando comidas para un regimiento, pero un buen día, Isobel se dio cuenta de que, de nuevo, empezaba a disfrutar recibiendo a sus amigos en Glendrochatt, un placer que había perdido recientemente, cuando la perturbadora presencia de Lorna se cernía como una sombra oscura sobre la casa.

A principios de las vacaciones escolares, Isobel y Fiona fueron a Edimburgo con todos los niños y, mientras la inestimable Caro los llevaba al zoo, Isobel, empujada por Fiona, se cambió completamente de peinado y se cortó el pelo muy corto.

—Ay, Fee, me siento como desnuda —dijo, llevándose las manos a la nuca y mirando dubitativa su propia imagen.

—Pues tienes un aspecto absolutamente fantástico —dijo Fiona, con firmeza—. Me encanta cómo se te riza el pelo alrededor de la cara. No sé por qué nunca lo has llevado corto antes.

Se reunieron con los niños para almorzar y Amy y Emily se mostraron absolutamente entusiasmadas con el aspecto de Isobel.

—¡Genial, mamá! —exclamó Amy—. ¿Puedo cortármelo yo también?

—¡Jesús! ¡Te hace parecer muchísimo más joven! —dijo Caro, con sus diecinueve años, llena de admiración.

Isobel torció el gesto. No creía que, con treinta y tres años, pareciera tan vieja.

—Me alegro de que lo apruebes —dijo. Edward con el dedo embutido en la boca, miraba a su madre, inexpresivo, sin decir nada—. ¿A ti también te gusta mi pelo, cariño? —preguntó Isobel, en un arrebato, pero Edward volvió la cabeza hacia otro lado, osciló y se negó a mirarla. Isobel hizo ver que no le importaba, pero se habría dado de bofetadas por haber aumentado las inseguridades de Edward, precisamente en aquellos momentos. Además, se sentía cada vez más nerviosa al pensar cómo iba a reaccionar Giles.

Cuando finalmente llegaron a casa, después de pasar una tarde agotadora comprando zapatos nuevos para las niñas, discutiendo y tratando de alcanzar alguna especie de compromiso entre los que Amy y Emily consideraban a la moda y los que sus madres pensaban que eran prácticos, Giles se quedó mirando a su esposa, asombrado.

—¡Izz! ¿Y tu precioso pelo? ¿Qué has hecho?

—Es mi nueva imagen. ¿Qué te parece?

—A mí me gustaba mucho como era antes.

—Pues tenías una forma muy extraña de demostrarlo —dijo Isobel, cortante, con una chispa de desafío en los ojos.

Giles se echó a reír al ver su expresión.

—Bueno, espero que llegaré a acostumbrarme —le dijo bromeando, dando una vuelta a su alrededor, como si ella fuera una obra expuesta en una galería de arte.

—No quiero que te acostumbres. Si alguna vez te acostumbras a mí, me lo cambiaré enseguida por algo todavía más drástico —lo amenazó, medio en serio, y luego añadió preocupada—: ¿De verdad no te gusta, Giles?

Él se sintió conmovido por su aspecto vulnerable. —Estás absolutamente irresistible —le aseguró y la besó para demostrárselo.

Fue un alivio enorme saber que Lorna había decidido volver a Sudáfrica durante un tiempo. Dijo que acababa de enterarse de que todavía le quedaban asuntos por solucionar allí y que, de cualquier manera, quería volver a ver a varios amigos. A todos les pareció una solución que cubría las apariencias, y tanto Giles como Isobel desearon ardientemente que se quedara allí.

Giles recibió también una carta de Daniel. Después de leerla se la pasó a Isobel, muy consciente de que no había conseguido apartar los ojos de ella desde que reconoció la letra del sobre. Era una carta curiosamente formal, casi forzada. Le daba las gracias a Giles por haberle hecho dos encargos tan interesantes, esperaba que el festival fuera un enorme éxito y decía lo mucho que había disfrutado de su estancia en Glendrochatt. Enviaba abrazos para todos y se interesaba especialmente por Edward.

—Cielo santo —dijo Giles—, ¿puedes creértelo? Si hasta tiene dirección, por una vez. ¿Qué puede haberle pasado? Es un cambio que debería constar en los anales de la historia.

Isobel leyó la carta con lo que esperaba pareciera un aire indiferente, aunque no engañó a Giles, que la observaba. Daniel decía que había alquilado una casa cerca de la comunidad Camphill, en el sur de Inglaterra, donde creció; que estaba pensando en comprarla, construir un estudio y establecerse allí definitivamente, pero todavía no había decidido qué hacer con la casita de Carl en Iona. Más tarde, cuando Giles se fue al despacho, Isobel releyó la carta varias veces, buscando claves para descifrar cualquier mensaje secreto que pudiera estar oculto entre líneas, sin saber si sentirse aliviada o decepcionada cuando no encontró ninguno. Estuvo tentada de quedarse la carta y guardarla para seguir estudiándola furtivamente más adelante, pero después de librar una lucha interna, la volvió a dejar en el escritorio de Giles.

A principios de septiembre, llegaron noticias de dos cambios importantes a los que tendría que enfrentarse la familia Grant un año más tarde. El ayuntamiento había acordado asignar fondos para que Edward fuera a la escuela Camphill, cerca de Aberdeen, cuando llegara a la edad de doce años y ya no pudiera seguir en Greenyfordham. La idea de que Edward se marchara a un internado despertaba en Isobel una gran inquietud, pero la doctora Connor la convenció de que era lo mejor para él. Había empezado a hablar de nuevo e iba recuperando lentamente parte del terreno perdido, pero era un esfuerzo difícil y angustioso. También Amy se iría en septiembre. Había ganado la codiciada beca de música para Upland House. La propia Amy estaba entusiasmada y Valerie estaba encantada. Sin embargo, Giles sabía que, aunque se sentía enormemente orgulloso de su hija, le iba a resultar muy difícil ver cómo aquel pequeño pájaro cantor suyo desplegaba las alas y echaba a volar.

—Ay, cariño, va a ser el final de una época y la verdad es que me asusta —le dijo Isobel—. Solo nos queda un año más para seguir los cuatro como estamos ahora.

—Pues entonces tenemos que sacarle el máximo partido —respondió Giles, serenamente, tendiéndole la mano.

Mick y Joss anunciaron que habían decidido marcharse nuevamente de viaje, cuando acabara la temporada del Old Steading, a finales de noviembre, aunque prometieron que volverían. Nadie se podía imaginar la vida en Glendrochatt sin ellos, y la familia no quería ni pensar en su partida.

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