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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (42 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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—Dale un abrazo a Isobel y los niños de mi parte —dijo Daniel, a quien no se le ocurría ninguna razón para prolongar la llamada.

—Lo haré. Hasta pronto, entonces. —Giles colgó.

Daniel, añorando dolorosamente un lugar que nunca sería su hogar, visualizaba todo lo que había en Glendrochatt con tanta claridad que su ojo de pintor conseguía incluso evocar el dibujo de las apagadas y elegantes alfombras del vestíbulo, distinguir con todo detalle las figuritas de la banda de monos de porcelana Meissen de la salita, imaginar el desmoronado montón de libros de dinosaurios de Edward encima del sofá de la cocina y el blazer azul del uniforme escolar y la mochila de Amy colgados de cualquier manera de una silla. Podía oler la glicinia del jardín, el humo de leña, las camas de los perros y los viejos sillones de piel de la habitación de los niños y, con su oído interno, podía oír la música que sonaba casi constantemente en algún lugar de la casa.

Mucho después de colgar, seguía sentado junto al teléfono en el triste piso de Eva, la oncóloga, hija de Carl, que tenía un corazón de oro, unos dientes como lápidas y la clase de piel que siempre parece un poco sucia, aunque sepas que está clínicamente limpia. Olía un poco a alcanfor, posiblemente como precaución contra las polillas, pensó Daniel. Admiraba su intelecto, le gustaba su bondad y suspiraba por una mujer joven y risueña, con un cutis luminoso, que hacía bromas frívolas sobre temas que, en realidad, la afectaban profundamente y que era la esposa de otro hombre.

Carl le había dejado en herencia la casa de Iona y la petición de que actuara como su albacea literario. No esperaba ninguna de las dos cosas, y ambas le parecían fuera de lugar. Estaba desolado y lleno de una rabia desconcertante contra Carl, en parte por cargarlo con propiedades y responsabilidades y por no estar allí para oír sus objeciones, pero especialmente por morirse antes de que Daniel le dijera el gran aprecio que sentía por él. El reconocimiento por parte de Eva, propio de su corazón generoso, de que Carl siempre había considerado a Daniel como el hijo que él nunca tuvo, hacía que se sintiera peor todavía.

—Mi padre te quería de verdad, Daniel. Me lo decía con frecuencia —le dijo, sonriendo.

Con un sentimiento de culpabilidad, Daniel declinó su oferta de prepararle algo de comer; con una muestra de sus esfuerzos culinarios había tenido más que suficiente. Llamó a un amigo de sus días de la escuela de arte y decidieron salir y emborracharse. Cualquier cosa, lo que fuera, para no pensar en Glendrochatt.

Giles y Amy, armados con sus violines, asistieron al baile de junio del Pony Club, como estaba planeado, pero como Mick y Joss no estaban, Isobel decidió quedarse en casa con Edward. Era una excusa perfectamente legítima, aunque podía haberlo arreglado para ir, si hubiera querido. La señora Johnstone habría venido, y también podía haber dejado a Edward con los Fortescue, pero un comentario hecho al azar por Grizelda Murray la había alertado ante el hecho de que Lorna había ido colocando minas a intervalos estratégicos. Isobel no tenía ninguna intención de exponerse públicamente a las especulaciones sobre su matrimonio que obviamente circulaban.

—Oh, Izz. —Fiona parecía consternada—. Sé que Daphnita Catastrofita ha estado llenándole la cabeza a Grizelda con chismes falsos. Ya sabes que Grizelda es estúpida. Pero ¿es que no lo ves? Si dejas que se salgan con la suya, permitirás que Lorna se apunte un buen tanto.

Pero Isobel se mostró inflexible. Giles, que no desconocía los rumores que circulaban y que estaba ansioso por ponerles fin, trató de convencerla para que los acompañara, pero el muro de visible indiferencia que presentaba su mujer lo había irritado hasta hacerle decir:

—¿No crees que ya es hora de que dejes de estar enfurruñada?

En cuanto las palabras salieron de su boca, lamentó haberlas dicho, pero era demasiado tarde. Ahora ya nada habría conseguido que Isobel cambiara de opinión.

Como Giles tenía que ir directamente a la fiesta desde una reunión en Edimburgo, Isobel acompañaría a Amy a casa de los Duff-Farquharson, que se habían ofrecido para llevarla al baile con ellos. Llegó a la casa presa de un considerable nerviosismo, pero la jovial Jilly —Isobel pensó que no era una sorpresa descubrir que estaba encargada de organizar la comida para la fiesta— la recibió efusivamente y llamó a su esposo para que bajara a conocerla. El general Duff-Farquharson, que tenía un claro parecido con un urogallo, era dueño de varias papadas y una voz tan afrutada como su apodo, pero era la cordialidad en persona. Estaba claro que no le guardaban ningún resentimiento por las heridas de su hija y que las hachas de guerra estaban bien enterradas. Era uno de esos hombres enormes que Isobel sospechaba tenían unos pies muy ágiles para bailar las movidas danzas escocesas. Estaba resplandeciente con su
kilt
, listo para cualquier acción que pudiera pedírsele a un padre supervisor, desde rescatar a una marchita doncella a la que nadie saca a bailar hasta arrastrar a la pista de baile a cualquier niño que se resista a participar.

—Plum siempre es absolutamente espléndido con los jóvenes —le confió Jilly, orgullosamente—. No tienes que preocuparte en absoluto por Amy.

La absoluta esplendidez de los dos Duff-Farquharson hacía que Isobel se sintiera frágil. Entregó su aportación de ensalada de fruta y merengues, pero rechazó la invitación para quedarse a tomar algo, porque Edward, que estaba de lo más retraído y poco dispuesto a cooperar, se había negado a decir hola o salir del coche. Isobel no sabía si sentirse aliviada o lamentarlo.

—Sorbe y traga, Ed —le siseó, apremiante, mientras se despedía. No quería que los Duff-Farquharson vieran el hilo de saliva que le caía a Edward por la comisura de los labios, mientras le sonreían por la ventanilla del coche y le decían adiós con la mano. Edward no levantó los ojos, sino que siguió enganchado a su libro sobre los lepidópteros, con sus gafas gruesas, casi pegadas a las brillantes páginas ilustradas; «lepidópteros» era, quizá de forma muy pertinente, su última palabra de moda, de la cual todos los habitantes de la casa estaban más que hartos. Era desconcertante cómo conseguía introducirla en las conversaciones más inverosímiles.

Isobel se fue a casa a ver un vídeo de tiburones, que ya había visto muchas veces antes. Se sentía muy triste. Deseaba desesperadamente que su hijo estuviera girando con los demás niños de su edad, danzando con garbo el
White Sergeant
y ejecutando con entusiasmo
El duque de Perth
, siguiendo la alegre música que tocaban su padre y su hermana gemela. Respondía a las preguntas inacabables de Edward sobre los depredadores piscatorios, de los cuales él sabía mucho más que ella, pero en su fuero interno no dejaba de pensar en Daniel.

Era medianoche cuando llegaron Giles y Amy. La fiesta había sido
FANTÁSTICA
, dijo Amy, con un enorme bostezo. Había bailado todas las danzas cuando no estaba tocando con la banda y ella, Emily y Tara habían conseguido hacer que cuatro chicos se equivocaran mientras bailaban la
Strip-the-willow
, lo cual era genial.

—¿O sea que todo está arreglado entre tú y Tara? —preguntó Isobel, que estaba un poco preocupada por que Amy y Tara superaran la noche, sin más disgustos.

Amy pareció desconcertada.

—Pues claro, mamá. Tara me cae muy bien. ¿No te lo había dicho?

—No —dijo Isobel—, no me lo habías dicho.

Giles intentó abrazarla.

—Dime, ¿cómo ha estado mi amor? —preguntó, pensando que parecía sentirse muy mal.

Isobel lo apartó con un gesto despectivo.

—Bien —respondió con amanerada alegría—. Edward y yo hemos pasado una noche absolutamente brillante. ¿Qué tal la jovial Jilly?

—Encantadora —dijo Giles—, si sientes inclinación por las peonías demasiado exuberantes —dijo, pero no logró despertar ni la sombra de una sonrisa en su esposa.

Había sido un alivio que Lorna no estuviera. Toda la familia encontró que su vuelta era deprimente, pero cuando volvieron Mick y Joss, el ambiente se despejó de inmediato. Todos, excepto Lorna, se alegraron muchísimo de ver que parecían todavía más grandes, más bronceados y en mejor forma que nunca. Las vacaciones de aventura habían sido un éxito rotundo. Habían hecho
puenting, rafting, rappel
, se habían tropezado con todo tipo de animales salvajes y, en general, habían tenido unas vacaciones absolutamente relajantes, según dijeron. Mostraban un enorme desdén hacia la blandenguería de los demás participantes del viaje, por los cuales Isobel sintió una considerable compasión.

Edward, que llevaba días ansiando ver a su adorado Joss y que había vuelto loca a Isobel preguntándole cada diez minutos, como mucho, a qué hora volvería exactamente, fue incapaz ni siquiera de saludarlo al llegar el gran momento. Joss y Mick podían haber sido invisibles teniendo en cuenta el caso que les hizo cuando entraron por la puerta.

Joss ni se inmutó.

—Hablará cuando tenga ganas —dijo tranquilamente y añadió con una sonrisa—: Además, será mejor que disfrute al máximo de su silencio. No durará.

—Oh, Joss, te adoro —dijo Isobel—. Siempre haces que todo parezca tan fácil.

—No tiene sentido hacer que la vida sea más difícil de lo que tiene que ser —dijo Joss, e Isobel se sintió avergonzada.

Mick y Joss habían vuelto cargados de regalos para todo el mundo. Amy estaba encantada con una camiseta cubierta con las enormes huellas de las patas de un león negro, pero como Edward esperaba que le trajeran algo vivo, un escorpión o una tarántula, por lo menos, si no una pitón, se sintió menos impresionado. No obstante, como señaló Joss, puede que las gallinas no hubieran estado tan contentas con la llegada de una pitón. No pasó mucho rato antes de que Edward se lanzara a informar a Joss de las noticias de última hora relativas a la señora Silkie. Le dijo que la señora Silkie estaba empollando y que era muy excitante pensar cuándo iban a nacer los polluelos. Una vez que la idea se alojó en la cabeza del niño, casi no podía pensar en nada más.

Lorna había vuelto de Edimburgo con un aspecto absolutamente glamuroso, pero dando poca información sobre sus planes. Con gran alivio de Isobel, anunció que pronto volvería a marcharse.

—Si te parece bien, Izzy —dijo, toda dulzura.

A Isobel, la idea de dejar suelta a Lorna en Glendrochatt para apropiarse de su esposo, trastornar a sus hijos y hacer estragos entre el personal le había empezado a parecer el colmo de la insensatez, y estaba tentada de decirles a sus padres que, al final, no podía ir a verlos. Sin embargo, no lo hizo porque necesitaba urgentemente tiempo para reflexionar, lejos de casa. Sabía que no podría solucionar sus diferencias con Giles hasta que hubiera visto a Daniel de nuevo.

Antes de que Isobel se fuera, Giles intentó de nuevo reconciliarse con ella.

—Y dime —le preguntó Isobel, que ya conocía la respuesta—, ¿te acostaste con Lorna durante vuestro pequeño idilio en Northumbria?

—Sí —reconoció Giles—. Sí, lo hice. No tengo excusa, Izz y no volverá a suceder, te lo prometo. Te hablaré de ello si estás dispuesta a escucharme, pero quizá sea mejor que primero te pregunte si tú te has acostado con Daniel.

—No —dijo Isobel, pero Giles leyó igualmente las palabras «todavía no» escritas dentro de un globo invisible encima de la cabeza de su esposa. Se separaron sin haber solucionado nada entre ellos.

Lorna volvió a Glendrochatt antes que Isobel. No había dicho nada de cuándo iba a regresar y Giles, que se había ido a pescar durante un par de días al lago con Duncan Fortescue, se quedó muy desconcertado al llegar a casa y ver su Volkswagen rojo aparcado junto a la puerta trasera. Se le cayó el alma a los pies. Desde su punto de vista, el momento no podía ser peor; sería terriblemente fácil que cualquiera que quisiera se imaginara que él y Lorna se estaban aprovechando al máximo de la ausencia de Isobel.

Lorna le dispensó una acogida afectuosa, pero no más, se dijo para tranquilizarse, que la que cualquier hermana cariñosa le ofrecería a su cuñado. Claro que también era cierto que Lorna no era una hermana muy afectuosa.

—Qué bien estar contigo de nuevo, Giles —dijo.

—Yo también me alegro de verte —dijo Giles, automáticamente y luego, para mayor seguridad, añadió—: Lorna, por favor, no pienses que soy un presuntuoso, pero entiendes que todo ha acabado entre nosotros, ¿verdad? Lo que dije el otro día lo dije en serio.

—Pues claro. —Lorna abrió mucho sus grandes ojos azules y lo miró con estudiada inocencia—. Querido Giles —dijo con un tono ligeramente burlón, aunque bromear no era su estilo—, lo dejaste muy claro. Te admiro por ello.

—Es solo que no querría que nadie se hiciera una idea equivocada de nosotros. —Giles, que siempre se había preciado de ser sutil y cortés, tenía la sensación de estar actuando con mucha torpeza.

—Claro que no —dijo Lorna.

Se comportaba con una corrección absoluta; saludando amablemente a Sheila Shepherd y tratando a Mick y Joss, si no con cordialidad, por lo menos sin una hostilidad abierta. Por su parte, dejaron claro que para ellos era como si el escorpión vivo que Edward tanto quería se hubiera materializado en la cocina de Glendrochatt. A Joss le habría gustado coger una de sus chanclas del número cuarenta y cuatro y aplastarla con ella.

—¿Lorna cenará contigo? —le preguntó a Giles, cuando los cuatro tomaban el té con Edward, ya que Amy se había ido a pasar la noche con Emily.

—Sí, gracias, Joss, muy amable por tu parte —dijo Lorna, gentilmente, antes de que Giles pudiera contestar. Joss enarcó una ceja, mirando a Giles, que hizo una mueca y se encogió de hombros casi de forma imperceptible, algo que a Lorna no se le pasó por alto.

—Entonces dejaré algo listo en la cocina para los dos —dijo Joss—. Mick y yo vamos a tomar unas copas con Bruce y Angus.

Durante la cena, Lorna le contó a Giles sus planes para asociarse con Daphne y Ruby.

—No os dejaría hasta octubre, cuando el festival ya esté en marcha —dijo—, y siempre puedo acercarme a echaros una mano si surge algo especial. Pero comprendo que tengo que hacer mi propia vida. Los dos me lo habéis hecho ver, cada uno a vuestra manera. He dejado mi nombre en varias agencias inmobiliarias y, con el tiempo, pienso comprar una casa en Edimburgo, pero de momento le he alquilado un piso en Moray Place a una amiga de Daphne que se va al extranjero durante seis meses.

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