Cuando llegaron a la casa, el teléfono estaba sonando. Isobel lo cogió.
—Dígame.
Una voz de mujer preguntó:
—¿Podría hablar con Daniel Hoffman, por favor?
—No estoy segura de dónde está en este momento. No debe de andar lejos, pero quizá me cueste un poco dar con él. ¿Quiere que le diga que la llame?
—Sí, por favor. He probado en su móvil, pero —la voz sonaba divertida—, como de costumbre, no parece que lo tenga conectado y no quiero dejarle este mensaje en el contestador.
—¿Quién le digo que le ha llamado? ¿Él tiene su número de teléfono? —Isobel estaba llena de curiosidad. Daniel no parecía recibir nunca llamadas telefónicas.
—Soy su madre. Él ya sabe mi número.
—Oh, cielos… esto… me alegro de hablar con usted. —Isobel se sentía incómodamente consciente de que sonaba asombrada—. Soy Isobel Grant. Daniel está pintando unos decorados absolutamente fantásticos para nuestro teatro, aquí en Escocia —explicó, decidiendo que la madre de Daniel no debía de tener ni la más remota idea de cuál era el trabajo de su hijo en aquel momento, y mucho menos de con quién estaba hablando.
—Ah, ¿entonces es su retrato el que está pintando… ese del que está tan satisfecho?
—Esto… sí, me ha estado pintando. —Isobel estaba todavía más sorprendida. No se había imaginado que Daniel mantuviera el contacto con su madre. Pensó que todo el mundo parecía saber más de su retrato que ella misma. En voz alta dijo—: Iré a buscar a Daniel. ¿Quiere que le dé algún recado?
—Solo pídale que me llame lo antes posible. Dígale que hay algo que tiene que saber sin falta.
—Ahora mismo voy a buscarlo.
Se dio cuenta de que habría ido a buscar a Daniel de todos modos. Necesitaba hablar con él. ¿Le había enseñado su retrato a Giles y Lorna? «Si es así, tengo una gran cuenta pendiente contigo, Daniel Hoffman», dijo Isobel para sus adentros.
Mick estaba segando la hierba con el tractor del jardín, delante de la casa.
—¿Tienes idea de por dónde anda Daniel? —preguntó.
—Sí, acabo de verlo subiendo a toda marcha por la colina, igual que un motor de combustión a punto de estallar —respondió Mick, sonriendo—. Dudo que lo alcances. ¿Quieres que vaya yo?
—No, gracias —dijo Isobel—. Necesito verlo yo misma.
Mick no hizo ningún comentario, pero la siguió con la mirada, mientras ella subía por el camino junto al arroyo, preguntándose qué podía ser tan urgente que necesitara ir también ella tan deprisa.
Encontró a Daniel sentado junto a la poza con las piedras para pasar al otro lado, debajo de la pequeña cascada, donde lo había llevado la semana anterior. Imaginaba que estaría allí.
—Daniel.
Él levantó la vista, sorprendido y no había duda del placer que apareció en su cara en cuanto la vio.
Isobel le lanzó el paquete de cigarrillos que le había comprado y se quedó de pie, mirándolo, con las manos embutidas en los bolsillos de los vaqueros y los ojos llenos de preguntas.
Flapper saltó, feliz, al agua poco profunda del arroyo, por debajo de la poza, y se dedicó a intentar atrapar con la boca los chorros plateados de agua que saltaban entre las piedras. Estaba convencida de que un día lograría entregarle a Isobel una ofrenda maravillosa, preciosa e inusual, el equivalente canino a atrapar una estrella fugaz, en lugar de las boñigas de vaca secas, con forma de
frisbee
, o los conejos medio muertos, que eran sus pruebas normales de amor.
Isobel respiraba entrecortadamente debido a la rapidez con que se había lanzado colina arriba y el tono de su piel, siempre vivo, era incluso más luminoso que de costumbre. Daniel pensó que parecía furiosa y desdichada. También pensó que era la mujer más adorable y deseable que nunca había conocido.
—Le has enseñado mi retrato a Giles sin que yo estuviera.
—Sí. Deseaba tanto que estuvieras conmigo cuando lo vieras por primera vez, pero supongo que ahora él ya te lo habrá enseñado, ¿no? ¿Te… te gustó Izzy? —preguntó. Casi no se atrevía a mirarla para ver cómo reaccionaba y, sin embargo, era incapaz de apartar los ojos de ella.
—No lo sé, porque no lo he visto. Parecía que Giles estaba hablando de él con Lorna y, ciertamente, no estaba dispuesta a ser la última de la fila en verlo. Me parece que los dos podríais haber esperado a que yo estuviera allí, Daniel. —Sonaba belicosa, pero había un temblor delator en su voz—. Puedes pensar que soy mezquina, pero no puedo soportar que Lorna lo haya visto antes que yo —estalló.
Daniel guardó silencio. Encendió un cigarrillo y dibujó anillos de humo en el aire para darse tiempo antes de responder. Se le ocurrió que sería muy fácil apuntarse unos cuantos tantos contra Giles; la tentación era muy fuerte.
Cuando por fin habló, dijo:
—No estás siendo justa ni con Giles ni conmigo. Vino esta mañana a pedirme que le enseñara tu retrato, como tenía todo el derecho a hacer, porque le había dicho que estaba prácticamente terminado, así que lo coloqué en el caballete para que lo viera. Lo comentamos y entonces él propuso que te lo enseñáramos juntos, en cuanto tú volvieras. Lorna no estaba allí en aquel momento. —Se le ocurrió que era paradójico que, por amar a Isobel, estuviera defendiendo a Giles. Se dijo, sarcástico, que seguramente era a eso a lo que te exponías cuando amabas a alguien de verdad. Pensó que era muy injusto, una especie de estafa.
—Pues puedes estar seguro de que sí que estaba allí cuando yo entré —disparó Isobel—. Fui al teatro para darte tus asquerosos cigarrillos y estaban los dos delante del cuadro, cogidos del brazo. Pero ellos no me vieron. Me fui corriendo.
—Mira, cuando Lorna se presentó allí, Giles no la recibió precisamente con los brazos abiertos —dijo Daniel.
—¿Y dieron su aprobación al retrato?
—Sí… y no.
—¿Qué se supone que quieres decir con eso?
—Creo que a Giles le gustó… en cierto sentido. Parece pensar que te he captado en el lienzo muy bien, pero… —Se echó a reír, con aire contrito, y la miró de aquella manera divertida que tanto había llegado a gustarle—… digamos que le molesta que haya conseguido hacerlo y que haya visto una mirada tuya que él no pensaba que fuera para el público en general.
—Oh. —Isobel estaba desconcertada, sin saber si alegrarse o lamentarlo—. ¿Y qué hay de Lorna? Apuesto a que tuvo algo que decir.
—Acertaste. Hizo algunas de sus acostumbradas críticas venenosas y me tocó bastante las narices. Siente unos celos enfermizos de ti, Izzy. Luego hizo un comentario más sagaz que todos los demonios.
—¿Qué dijo?
—Dijo que el retrato revelaba tanto de mí como de ti. Dijo que mostraba que estaba enamorado de ti.
—¡Dios! ¿Y tú qué contestaste?
—Le dije que estaba absolutamente en lo cierto —dijo Daniel en voz queda.
—¿Dijiste que me querías delante de Giles? ¿Qué te impulsó a hacerlo? ¿Qué demonios dijo él?
—No me quedé para averiguarlo. —Daniel sonrió—. Me largué de allí como alma que lleva el diablo antes de que me atizara. —Luego añadió, con aire serio—: Pero, si eso te sirve de consuelo, también le dije que tú no estabas enamorada de mí, del mismo modo que él tampoco lo está de Lorna. —La observó con una mirada penetrante y perturbadora—. Como tú misma sabes muy bien, si eres capaz de ser sincera contigo misma.
—Ay, Daniel. —Parecía muy preocupada—. Yo ya no sé lo que siento. Mi mundo está patas arriba. No consigo recuperar el equilibrio.
Daniel la miró con una enorme tristeza.
—Yo tampoco. Hace un par de meses, habría hecho una de dos cosas; mejor dicho, habría intentado hacerlas las dos. Habría hecho todo lo que estuviera en mi mano para llevarte a la cama y luego habría huido, alejándome de ti. Pero tú lo has cambiado todo.
—Te han hecho mucho daño en la vida. Me avergüenza haber tenido la frescura de sermonearte sobre eso. Debes de haber pensado que era una santurrona odiosa. No puedo soportar la idea de haberte hecho daño también yo. —Se detuvo de golpe—… Hablando de heridas, casi me olvidaba. He venido a darte un recado, pero verte ha hecho que se me fuera de la cabeza. Nunca adivinarás quién ha llamado.
—¿Quién?
—Tu madre, imagínate.
—¿Ah, sí? ¿Y qué quería?
—Pensaba que te quedarías de piedra. —Estaba bastante desilusionada por su reacción—. Creía que no te hablabas con ella.
—Yo nunca te he dicho eso. Dime, ¿cuál era el mensaje?
—Ninguno, pero quiere que la llames. Dijo que era urgente.
—Siempre lo es… una auténtica reina de la tragedia, esa es mi madre.
—Pero la llamarás, ¿verdad? —insistió Isobel, mientras pensaba lo poco que sabía de verdad de él, pese a que cada vez era más importante para ella… peligrosa, solapadamente importante.
—Claro. —Se levantó, apagó el cigarrillo y lo metió debajo de una piedra. Se acercó a ella y le cogió la cara entre las manos, mirándola burlón—. ¿Decepcionada? —preguntó—. Pensabas que quizá me negara a tener nada que ver con ella. Puede que no estemos muy unidos, pero le echo una ojeada de vez en cuando. Me gusta saber en qué anda, solo para estar tranquilo. Te mueres de ganas de saber cosas de ella, ¿verdad?
—Sí —reconoció, riéndose a su vez, y el sufrimiento por Giles y Lorna, el agravio por el retrato y las preocupaciones por sus hijos se desvanecieron temporalmente de su mente por la fuerza de sus sentimientos hacia él en aquel momento—. Sí, señor Misterios, la verdad es que me muero de ganas. Venga, ofrécele algo a mi curiosidad, pero antes… bésame —exigió, echándole los brazos al cuello.
Cuando Daniel e Isobel volvieron a la casa, casi media hora más tarde, Giles merodeaba por el vestíbulo tratando de parecer, sin conseguirlo, a la vez ocupado y despreocupado.
Le ofreció a su esposa una sonrisa brillante, la misma que ella siempre había adorado, pero que últimamente no recibía.
—Hola, vosotros dos. ¿Dónde diablos os habíais metido? He estado esperando que volvieras, cariño, porque ¿sabes qué? Esta mañana ha llegado el esperado momento de contemplar tu retrato y yo ya he disfrutado de un anticipo.
—Sí, ya me lo ha dicho Daniel —respondió Isobel, que no tenía ninguna intención de facilitarle las cosas.
—Pues vayamos ahora al teatro. Estaría bien que estuviéramos los tres juntos cuando lo vieras por primera vez, ¿no crees, Izz?
—En especial dado que ya has tenido la oportunidad de apreciarlo antes con Lorna.
Giles miró interrogador a Daniel. De alguna manera no esperaba que el pintor se lo hubiera contado a Isobel, aunque suponía que no podía culparlo.
Daniel permaneció impasible. En su interior, se sentía dolorosamente incómodo.
—No, no ha sido Daniel quien me lo ha dicho —dijo Isobel, interpretando correctamente la mirada de su esposo y mirándolo, a su vez, de una manera muy poco amistosa—. He pasado por el teatro esta mañana. Tú y Lorna teníais aspecto de estar disfrutando muchísimo del preestreno; todo muy íntimo para los dos. No quise inmiscuirme.
—Pero Izz, en realidad no fue así. Siento que Lorna lo viera primero, pero te lo puedo explicar.
—Siempre, siempre puedes —dijo Isobel—, pero esta vez no quiero oírlo.
—Pero seguro que quieres ver tu retrato, ¿no?
—Claro que quiero, pero ahora que tú has disfrutado de tu pequeña visita privada, Daniel me lo puede enseñar en cualquier momento. No creo que importe que tú estés allí o no, ¿verdad? —Era lo más hiriente que se le ocurrió decir y, por la cara de Giles, supo que había conseguido su propósito, pero eso no le aportó ninguna satisfacción.
—Me parece que os dejaré para que lo discutáis entre vosotros —dijo Daniel, que no estaba dispuesto a ser el invitado de piedra, mientras sus patronos se lanzaban mutuas estocadas verbales—. Debo llamar a mi madre. Aunque espero que le eches un vistazo, Isobel. Me gustaría saber qué opinas. —Y salió de allí para telefonear en la privacidad de su coche. Es complicado querer darles un buen porrazo en la cabeza a una pareja para que recuperen el sentido, cuando hace un momento estabas besando a uno de los dos.
Los dos le observaron mientras se alejaba, sin estar seguros de qué debían hacer a continuación. Isobel llevaba semanas muriéndose de ganas de ver el cuadro, y ahora se habría echado a llorar de desilusión. Pensó llena de tristeza que lo que tendría que haber sido un momento de entusiasmo compartido entre todos parecía horriblemente manchado, por ella igual que por Giles. Se daba cuenta, incómoda, de que había actuado de una manera despreciable ante los dos hombres.
Giles vio la incertidumbre en su cara, adivinó sus pensamientos y se decidió el primero.
—Por favor, ven, Izzy —dijo procurando no desplegar su encanto esta vez—. Ven por Daniel tanto como por mí, si lo prefieres. Tenernos muchas cosas que aclarar, tú y yo, pero este no es el momento. Vayamos a ver el retrato. Me parece que quizá tengamos algo extraordinario que dejar en herencia a Glendrochatt y a nuestra familia y tú, especialmente, tienes que verlo.
—Oh, bueno, de acuerdo —dijo Isobel, encogiéndose de hombros—. Supongo que será mejor que vaya. —Sabía que sonaba desganada. Estaba lejos de querer hacer borrón y cuenta nueva y se sentía desconcertada, porque ni siquiera estaba segura de desear hacerlo, pero se veía obligada a reconocer que, por muchos otros fallos que su esposo tuviera, la mezquindad de espíritu nunca había sido uno de ellos.
Se dirigieron hacia el Old Steading juntos, pero no cogidos de la mano, con los dedos entrelazados, como solían hacer, incluso después de doce años de matrimonio. Había suficiente espacio para que dos personas caminaran cómodamente una junto a la otra por el camino enlosado que llevaba desde la casa hasta el teatro, aunque su paseo no fue cómodo en ningún sentido: la distancia emocional entre Giles e Isobel parecía un abismo.
Giles sabía que Isobel lo estaba midiendo, comparándolo con Daniel y se preguntaba si ver su retrato, pintado con una percepción tan aguda, no inclinaría la balanza a favor del pintor hasta el punto de que le fuera imposible recuperar a su esposa.
Por su parte, Isobel sabía que sus sentimientos por Daniel, que habían empezado como una simpatía espontánea y pasado luego a un coqueteo agradable, ahora estaban peligrosamente cerca de convertirse en algo mucho más serio.
La diferencia entre ellos era que Giles, aunque con retraso, se había dado cuenta de todo lo que estaba a punto de perder por su propia e insensata infidelidad, mientras que Isobel, enfurecida por su resentimiento contra su esposo y su hermana, todavía no lo sabía. Giles pensó que tendría que jugar sus cartas con todo su instinto e intuición si quería recuperar a su esposa, pero tenía demasiada experiencia como jugador de póquer como para descubrir su mano demasiado pronto. Se preguntó, desanimado, qué hacer con Lorna. Se sentía terriblemente culpable hacia ella, la compadecía y temía por ella, pero todavía temía más por él mismo. Lorna era capaz de cualquier cosa.