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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (36 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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—Pobrecita —dijo—. Mira, hablaré con Emily en cuanto llegue y te llamaré.

Cuando Fiona llamó, Isobel estaba sentada en la cocina tomando el té con Mick, Joss y Daniel. Edward estaba delante del televisor viendo un vídeo de Walt Disney mientras comía huevos revueltos, procedentes de sus gallinas bantam. La semana anterior había llegado un envío con seis nuevas aves, cinco gallinas y un magnífico gallo, con el cariño y las disculpas de Flavia y Brillo. Edward estaba encantado.

Isobel se apresuró a coger el teléfono.

—Ah… bien eso lo explica todo —dijo, cuando Fiona le transmitió la versión de lo sucedido que le había dado Emily—. Gracias, Fee. Oh, Dios, supongo que, de todos modos, tendré que llamar a la jovial Jilly Duff-Farquharson y pedirle perdón de rodillas.

—Me parece que descubrirás que es muy comprensiva —dijo Fiona—. No es ni la mitad de insufrible que tú imaginas. A mí me cae bien.

—No me digas —gimió Isobel—. No quiero saberlo. Me vas a decir que debajo de esa fachada de jefa de exploradoras, llena de iniciativa y espíritu de equipo, late el corazón de una mujer encantadora, cálida y generosa.

—Algo parecido —dijo Fiona riendo—. En cualquier caso, buena suerte. No dejes de llamarme con las noticias de última hora.

Isobel subió al piso de arriba.

Amy estaba tumbada, boca abajo, en la cama. Isobel se sentó junto a ella.

—Me parece que ya sé cuál ha sido el problema, cariño —dijo con voz suave—. Emily le ha contado a Fee lo que pasó. Todo fue por Edward, ¿verdad?

Amy se incorporó. Estaba horriblemente pálida.

—Oh, mamá —gimió—, ¿por qué Dios ha hecho a Edward como es? Es muy injusto.

—A mí también me cuesta aceptarlo —respondió Isobel, con tristeza, deseando poderle entregar a su tormentosa hija una bandeja llena de certidumbres consoladoras, de color de rosa—. Pero la verdad es que no lo sé, tesoro. No puedo creer que Dios quiera que los niños sean como Edward y creo que Él quiere a Ed tal como es, y eso mismo es lo único que todos nosotros podemos hacer. Lo siento, pero no hay respuestas fáciles. —Acarició el enredado cabello de Amy, apartándoselo de la cara—. Cuando tenía tu edad, mi abuelo solía decirme que tenemos que aprender que la vida no es justa, y luego tratar de ser tan justos con los demás como podamos. Pero es tremendamente difícil. ¿Quieres contarme lo que pasó?

Amy se sentó, apoyó la barbilla en las rodillas y revivió los sucesos de la tarde.

—¿Por qué llorabas de esa manera en clase de religión, Amy? —preguntó Christopher Murray. En su opinión, las chicas lloraban por las cosas más raras, pero no era el caso de Amy Grant, que era casi igual de buena que un chico. A él también le aburría la religión, aunque le gustaba la bonita señorita Preston, que daba esa asignatura.

—Yo no lloraba —dijo Amy, aunque sí que había llorado.

—Sí que llorabas —dijo Tara—. Yo también te he visto y sé por qué llorabas. Es porque tienes un hermano raro, igual que el niño tullido de la historia de la Biblia que la señorita Preston nos leía.

Amy estaba muy poco preparada para el efecto que la historia había tenido en ella. Solo sabía que le había hecho pensar en Edward y que, de repente, se había sentido abrumada de angustia. El hecho de que aquello hubiera sido visible para alguien más le resultaba insoportable.

—Edward no es raro —dijo rabiosamente, dirigiendo una mirada fulminante a Tara—. Además, tú no lo conoces.

—Sí que lo conozco y es raro. Lo vi el otro día en casa de los Fortescue. Es un bicho raro; tiene una pinta rara, habla de una manera rara y es raro. —Tara torció la boca, hizo una mueca y puso los ojos bizcos—. Pero mamá dice que todos tenemos que ser especialmente amables con él porque es un retrasado y no es como los demás —añadió con tono de superioridad moral.

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate! —gritó Amy apretando los puños—. Tú no sabes nada de nada.

—Tu hermano es un bicho raro, un bicho raro, un bicho raro —salmodió Tara, que tenía más de una cuenta que saldar con la popular Amy, tan segura de sí misma… y en ese momento Amy se lanzó sobre ella como un misil de crucero.

—Fue espantoso, mamá —decía Amy ahora—. No quería hacerle daño de verdad a Tara, pero pensaba que iba a estallar. Solo por un minuto, cuando le pegué, fue maravilloso, y luego no podía parar y era horrible. Ahora la odio porque me obligó a hacerlo.

—Mira, cariño, supongo que yo también le habría pegado si hubiera tenido tu edad, y es probable que incluso ahora hubiera tenido ganas de hacerlo, pero no está bien y el odio no soluciona nada. Tendrás que pedirle perdón.

—¿Y ella qué? ¿Cómo pudo decir aquellas cosas tan horrorosas de Ed? —preguntó Amy—. Ella también tendría que pedir perdón.

—Sí, es verdad. Pero eso es algo que tienen que decidir su madre y ella. No creo que se sienta muy bien por lo que ha hecho y, de todos modos, le diste una paliza impresionante. —Isobel miró la apasionada cara de su hija y se estremeció pensando en lo que el futuro podía depararle a aquella niña tan vehemente, dotada y profundamente leal. Dijo—: Amy, tienes que darte cuenta de que las personas que no están acostumbradas a Ed lo encuentran un poco… amenazador al principio. Vas a tener que aprender a aceptarlo, porque cada vez será más difícil, no más fácil.

—¿Amenazador? Ed no le haría daño a nadie.

—Nosotros lo sabemos, porque lo queremos y sabemos que es especial, pero es muy diferente y, con frecuencia, la gente tiene miedo de lo que no comprende. No saben cómo reaccionar.

—Ninguno de mis amigos ha dicho nunca que Edward fuera un bicho raro.

—La mayoría lo conocen desde siempre. Tara es nueva aquí; a veces es difícil romper el hielo y hacer amigos. Puede que piense que todos os confabuláis contra ella.

—Tara quiere que Emily sea su mejor amiga, en lugar de la mía —murmuró Amy.

Isobel suspiró.

—Bueno, eso es algo que tendréis que solucionar entre vosotras, pero no peleándoos. Mira, Amy, Tara se portó de una manera horrible al provocarte burlándose de Ed, pero la forma de tratar con personas así es intentar hacerles comprender, no darles una paliza. ¿Sabes que la tía Lorna también tiene miedo de Ed? No sabe cómo actuar con él y eso la pone nerviosa y, aunque sé que no puede evitarlo, sigue resultándome difícil soportarlo y a ella también. ¿Te sirve de ayuda saberlo?

Amy tragó saliva.

—¿Cuándo volverá papá? —preguntó con una voz apenas audible.

—Pronto —dijo Isobel, mientras pensaba que no le importaría darle unos cuantos puñetazos bien dirigidos a su infiel esposo. «¿Por qué no está aquí para ayudarme a enfrentarme a todo esto?», pensó furiosa. Estaba muy bien predicar el perdón, pero en su interior, había un violento fuego que la consumía y que no tenía nada de agradable.

—Me parece que voy a vomitar —dijo Amy de repente, saliendo a la carrera hacia el lavabo.

Isobel le sostuvo la frente mientras ella tenía náuseas y arcadas y, finalmente, vaciaba el contenido del estómago.

—Ya está, toda tu rabia se ha ido por el desagüe —dijo Isobel, deseando poder librarse tan fácilmente de su propio nudo de ira, aquel nudo alojado de forma permanente en algún punto del pecho—. Ahora te sentirás mucho mejor, cariño.

Le limpió la cara con una esponja y la llevó a la cama grande, la suya y de Giles, algo que siempre se consideraba un premio especial cuando los niños eran pequeños.

—Iré a por tu libro. Lee un buen rato y viaja a un mundo diferente. Eso es lo que yo procuro hacer cuando estoy muy triste.

—¿Crees que Daniel querría subir a verme? Cuenta unas historias geniales.

—Seguro que sí. Iré a preguntárselo —Isobel se preguntó, no sin satisfacción, qué pensaría Giles de la petición de su hija.

Al final, Isobel no tuvo que llamar a los Duff-Farquharson. La jovial Jilly fue la primera en telefonear para pedir disculpas y le dijo que la propia Tara se lo había contado todo y que estaba muy avergonzada de sí misma.

—¿Cómo está Tara? —preguntó Isobel, después de haberse disculpado profusamente por la conducta, propia de un gato salvaje, de su hija.

—Un poco afectada, pero se le pasará. Es posible que haya aprendido algo. ¿Qué tal si reunimos a las dos niñas en un terreno neutral, cuando las cosas se hayan calmado un poco, pero antes del baile del Pony Club?

Más tarde, Isobel reconoció ante Daniel que Jilly Duff-Farquharson no podía haber sido más amable ni más generosa, pero añadió:

—Sin embargo, eso no significa que tenga que gustarme ni que me entusiasmen sus planes tan joviales y bien organizados.

Daniel le lanzó una mirada muy divertida.

El pintor subió a hacer compañía a Amy e Isobel se sintió mucho más animada cuando, al ir a decirle a la niña que podía bajar a cenar en pijama, oyó unas alegres carcajadas que salían de su dormitorio. Daniel estaba obsequiando a Amy con historias de las diversas peleas en las que se había metido de niño.

—Amy y yo tenemos un plan, si tú estás de acuerdo —dijo Daniel—. Como está castigada sin ir a la escuela mañana, creo que tendría que hacer algo educativo. Yo nunca he estado en Edimburgo. ¿Qué te parece si mañana os llevo a las dos en coche a pasar el día, almorzamos allí y luego vosotras me enseñáis los lugares de interés?

—Di que sí, mamá —rogó Amy.

—Me suena más a premio que a castigo —protestó Isobel—. No te lo mereces.

—No lo volveré a hacer y pediré perdón —suplicó la niña, zalamera.

—¡Hum! —Isobel se esforzó por poner cara de desaprobación, pero aceptó, claro.

Pasaron un día fabuloso. En el coche, cantaron a voz en grito y Amy puso a prueba con Daniel su última cosecha de chistes escolares, quien fingió, amablemente, no saber cómo acababan. Por su parte, le proporcionó algunos nuevos, de un gusto deliciosamente dudoso.

—¡Por amor de Dios, Daniel! ¿Qué tratas de hacer? —preguntó Isobel—. No quiero que la expulsen otra vez de la escuela.

Empezaron el ataque cultural en Holyroodhouse, donde Amy se regodeó morbosamente en la placa de bronce que señalaba el lugar del asesinato de Rizzio. Había estado leyendo
A traveller in time
, de Alison Uttley, y estaba muy metida en todo lo que tuviera que ver con María, la reina de los escoceses, aunque le parecía muy decepcionante no poder verla desapareciendo a través de una pared.

—Mamá nunca me deja quedarme en Edimburgo por la noche y dar uno de los paseos fantasmales —le dijo, quejosa, a Daniel—. Es un rollo.

—Si vieras un fantasma, te morirías de miedo —se burló Isobel—. Te conozco y, después, te pasarías la mitad de la noche en nuestra cama, durante semanas. —Mientras volvían hacia el coche de Daniel, explicó—: Bien, ahí tenéis, los dos, un poco de historia en marcha. Aquel edificio de allí, que antes era la sede de las cervecerías Scottish & Newcastle, está a punto de ser derruido para construir nuestro nuevo Parlamento escocés. Podréis contarle a vuestros nietos que recordáis cómo era en los viejos tiempos.

Daniel le guiñó el ojo a Amy.

—Me parece que tu madre se las da de guía de la ciudad —dijo—. A lo mejor tendría que conseguir un puesto en la oficina de turismo, si lo de los conciertos no sale bien.

—La próxima vez que esté en Holyrood, dentro de unas semanas, no me reconocerás —afirmó Isobel—. Iré de punta en blanco, vestida con mis mejores galas, porque Giles está de servicio en la fiesta del Royal Garden de este año.

—¿Qué clase de servicio?

—Bueno, como su padre antes que él, es un arquero —explicó—. Oficialmente, los arqueros forman parte del cuerpo de guardia de la reina y se turnan para atenderla en las reuniones de Estado cuando viene a Escocia; aunque no servirían de mucho en caso de emergencia porque, en las ceremonias, llevan arcos, pero no flechas. Giles se lo tiene muy creído cuando se pone el
kilt
—dijo riéndose—. Él y Duncan Fortescue y otros más practican el tiro al arco, de vez en cuando; se lo toman tremendamente en serio y son muy competitivos con los resultados. Es hilarante; son como niños pequeños jugando a ser Robín Hood.

Isobel decidió que, a continuación, fueran en coche al centro comercial Saint James.

—Aparcar en Edimburgo puede ser una pesadilla —dijo—, pero podemos dejar el coche en el aparcamiento que hay allí y coger un taxi para no acabar absolutamente hechos polvo al final del día.

De camino a través de la explanada, por debajo del castillo, Amy le señaló a Daniel el Pozo de las Brujas.

—Allí quemaron en la hoguera a trescientas mujeres —le dijo, con los ojos redondos de horror—. Las acusaban a todas de brujería. ¡Imagínate!

—Prefiero no hacerlo. Me gustan demasiado las mujeres, en especial esas fascinantes brujas blancas que te hechizan de forma irresistible. —Y miró a Isobel.

—¿Conoces alguna de verdad? —preguntó Amy, impresionada.

—En realidad sí que conozco una, pero son muy inusuales —dijo.

—Venga, vosotros dos, daos prisa. Nos queda mucho por ver. —Isobel siguió andando apresuradamente, negándose a devolverle la mirada a Daniel. Notaba cómo el corazón le latía, desbocado, y sabía que no era por la cuesta que subía al castillo; y se sentía a la vez culpable y eufórica.

Visitaron la gran sala de banquetes y la favorita entre las favoritas de Isobel, la pequeña capilla de Santa Margarita.

—Siempre me gusta venir aquí —dijo—. ¿No es una maravilla? Venga, Amy, cuéntanos lo que sabes de ella.

—Margaret era una antigua reina de Malc y la hicieron santa después de morir, porque hizo buenas obras para los pobres.

—Suena igualita a la señora Duff-Farquharson —dijo Daniel.

A continuación, bajaron a las mazmorras para ver el Mons Meg, el enorme y famoso cañón del siglo XV, hecho con largas barras de metal unidas mediante flejes.

—No podemos volver a casa y no decirle a Ed que hemos visitado a Meg —dijo Isobel—. Pero es un alivio que no esté con nosotros. Tiene una fijación tan grande con ese condenado cañón que nunca conseguimos seguir adelante, ¿verdad, Amy? Sabe mucho más sobre él que yo, pero siempre tiene que hacer las mismas preguntas veinte veces.

—A mí, los cañones me aburren —comentó Amy, con una mueca—. Vayamos a ver las joyas de la corona. A Emily y a mí nos encantan.

—Si Daniel está con nosotros en agosto, tendremos que traerlo al Tattoo —le dijo Isobel a su hija, deseando que sí que estuviera.

Después de agotar los placeres del castillo, bajaron por las escaleras, increíblemente verticales, con Amy saltando y contando los escalones, hasta llegar a la terraza Johnston y desde allí se dirigieron al Grassmarket para tomarse una bien merecida pizza.

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