Read Un verano en Escocia Online

Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (44 page)

BOOK: Un verano en Escocia
6.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Lady Fortescue le lanzó a Joss una mirada recién llegada del Polo Norte y dijo:

—Oh, vaya. Qué desafortunado. —Con una voz de congelada dulzura, como un sorbete de limón, y llevó hábilmente la conversación hacia temas más agradables y apropiados. Se quedó estupefacta al ver que Giles se levantaba en mitad de la cena para subir a ver a Amy. Se preguntó para qué estaba el personal empleado, aunque fuera alguien tan poco adecuado como aquel hombretón extraordinario que actuaba como factótum de los Grant. En opinión de lady Fortescue, Joss habría estado mejor esquilando ovejas o reparando carreteras.

Giles necesitó aplicar conscientemente todos sus esfuerzos para vencer su glacial desaprobación. El señor McMichael se puso horriblemente parlanchín después de la segunda copa de oporto y siguió perorando y perorando hasta mucho después de que lady Fortescue y lord Dunbarnock se hubieran marchado. Giles se dijo que quizá nunca más pudiera llevárselo de allí y temió que se convirtiera en parte integrante de Glendrochatt, como si hubiera pasado por las manos de un taxidermista. Cuando, por fin, consiguió hacer salir a su invitado de la casa y meterlo en su coche, Giles estaba absolutamente hecho polvo.

A la mañana siguiente, Amy parecía recuperada. Tocó de maravilla durante su práctica y Giles decidió que estaba perfectamente bien para ir a la escuela. Era un alivio. Las cosas ya estaban bastante mal como para que Isobel volviera a casa y se encontrara con que uno de sus hijos estaba enfermo. Acompañó a Amy en coche hasta el garaje de Blairalder, donde la recogió Grizelda Murray. Edward no tenía que ir a la escuela porque era la jornada de formación del personal de Greenyfordham, así que se entretuvo, feliz, con sus cosas, cerca de Mick, que estaba trabajando en el patio del Old Steading.

Lorna, que quería comprobar que todo estuviera en orden antes de que volviera Daniel, se encontró a Edward sentado en un escalón fuera del teatro, jugando con sus serpientes y dinosaurios. Lo miró con aversión, tristemente avergonzada de la repulsión que sentía y absolutamente incapaz de superarla.

Dentro del teatro, los dos retratos seguían en sus caballetes a cada lado del escenario, exactamente donde Daniel los había dejado cuando lo llamaron con tanta urgencia. Como atraída por un imán, Lorna fue a mirar el suyo; necesitaba convencerse de su propia belleza física, ansiaba una inyección de confianza igual que un adicto, una dosis de
speed
. Lo que vio la golpeó como un choque eléctrico de alto voltaje.

Alguien había embadurnado el retrato con pintura. Había botes abiertos por todas partes y uno de los pinceles más grandes de Daniel, el que usaba para los decorados, estaba tirado en el suelo, con las cerdas apelmazadas de pintura. La cara del retrato estaba completamente irreconocible, era un borrón de colores discordantes. Debajo del caballete, se había formado un charco, cuando los rojos, naranjas y negros habían ido chorreando hasta caer al suelo. Lorna no dudó ni por un momento de quién era el responsable. Salió como un vendaval al exterior, cogió a Edward por el pescuezo y lo puso de pie de un tirón. Luego lo agarró por los hombros y lo sacudió, igual que un terrier haría con una rata.

—¿Qué le has hecho a mi retrato, criatura infame? —gritó.

Mick, que en aquel momento doblaba la esquina, empujando la carretilla, oyó la conmoción y apenas dio crédito a sus ojos.

—¡Suéltalo! —gritó, apremiante, dejando caer la carretilla y lanzándose a la carrera hacia ellos. Lorna soltó a Edward tan de repente que el niño cayó tendido al suelo. La mujer temblaba de arriba abajo y respiraba jadeante, como si acabara de participar en la carrera de los cien metros—. ¿Qué coño te crees que estás haciendo? —exigió Mick, levantando a Edward y dejándolo con suavidad junto a sus juguetes. Se volvió, furioso, hacia Lorna, pero antes de que pudiera hablar, ella le aferró el brazo, hundiéndole las uñas en los fuertes músculos.

—Ven y míralo —chilló, casi arrastrándolo al interior—. Mira lo que ha hecho ese niño. Mi retrato está completamente destrozado. —Y luego rompió a llorar histéricamente.

Joss y Giles llegaron casi al mismo tiempo.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntaron mirando a Lorna y al cuadro alternativamente, sin poder creérselo.

—¡Basta ya! —dijo Giles, pero Lorna, incapaz de parar, siguió chillando—. ¡Para ahora mismo, Lorna! —le ordenó, dándole un bofetón. Se produjo un súbito silencio—. Dios, mío, lo siento —exclamó Giles—. ¿Qué he hecho?

—Solo lo que yo me moría de ganas de hacer desde hace semanas, compañero —respondió Mick, intentando sonreír, sin lograrlo—. Tu cuñada parece creer que Edward ha redecorado su cuadro y no le gusta demasiado el resultado. Por un momento, he pensado que iba a matarlo.

—¿Edward? —Giles estaba estupefacto—. Debes de estar loca, Lorna. Edward nunca haría algo así. No podría, aunque quisiera.

—Entonces, ¿quién lo ha hecho? —preguntó Lorna, con la mano en la mejilla ardiente—. Dímelo, ¿eh? Pues claro que lo hizo él y tú sabes por qué.

—¡No seas absurda! —dijo Giles, desdeñoso—. ¡Si crees que Edward es capaz de sabotear deliberadamente tu jodido retrato porque fue testigo de tu intento fracasado de seducirme en mi propia cama…! —Giles se interrumpió de golpe—. ¿Dónde está Edward? —preguntó.

—En el patio, con sus monstruos —dijo Mick, que había intercambiado una mirada inteligente con Joss, durante el discurso de Giles. Quizá la hostilidad que sentían hacia Giles no estaba tan justificada como creía.

Giles fue hasta la puerta en dos zancadas.

—¡Ed! ¡Ed!

Pero Edward se había desvanecido como si fuera humo.

Lo llamaron a gritos, dando vueltas alrededor del teatro. Se separaron y fueron a buscarlo por la casa y los jardines. Miraron en el castillo, donde se escondió después de la tragedia de las gallinas y miraron también en el corral. No había ni rastro de él.

—Estoy segura de que solo se está escondiendo —dijo Lorna, empezando a sentirse presa del pánico.

—Pues claro que se está escondiendo, joder —dijo Mick—. ¿Tú no te esconderías si alguien te hubiera dado un susto de muerte?

—No fue culpa mía —empezó Lorna, pero Giles la interrumpió.

—No importa de quién fue la culpa. Lo que tenemos que hacer es encontrarlo.

Decidieron actuar sistemáticamente. Cada uno de los tres hombres se encargaría de una zona específica y se reunirían de nuevo en la casa al cabo de cuarenta minutos.

—¿Y yo dónde busco? —preguntó Lorna desesperada.

—En cualquier sitio. En todas partes. Tenemos que seguir buscando y llamándolo —dijo Giles—. No puede haber ido muy lejos. —Pero parecía decirlo más para tranquilizarse que porque estuviera convencido.

—Lorna, mejor será que tú no lo llames —le lanzó Mick, con un desprecio hiriente en la voz. Después de la escena que acababa de presenciar estaba seguro de que, si oía que Lorna lo llamaba, Ed caería en un estado de pánico, lo cual sería completamente contraproducente. La verdad es que no tenían ni idea de lo lejos que podía ir ni de lo que podía hacer. No se podían juzgar las habilidades y reacciones de Edward por los haremos de las demás personas.

Después de cuarenta minutos de búsqueda intensiva sin haber encontrado ni rastro del niño, empezaron a ocurrírseles posibilidades desalentadoras. ¿El bosque? ¿La vieja cantera? ¿El lago? ¿
El lago
?

—Vete a la oficina, Lorna —dijo Giles, apremiante—. Explícale a Sheila lo que pasa y, por el amor de Dios, quédate al lado del teléfono. Yo llevo el móvil. Dile a Sheila que llame a Bruce y Angus y a cualquier otra persona de la finca que pueda encontrar, y que los haga venir aquí. Si no lo hemos encontrado dentro de una hora, llamaré a la policía.

Lorna se marchó, sin decir palabra.

—No puede estar lejos —repitió Giles, incapaz de creer que Edward pudiera desaparecer de delante de sus narices en tan poco tiempo—. Joss, vuelve a mirar en la casa. Comprueba en todos los armarios y en la bodega, y no dejes de ver si está en el corral. Mick, sigue el arroyo hacia arriba. Yo bajaré hasta el lago para mirar en el cobertizo de los botes. Nos reuniremos de nuevo dentro de una hora. Llamadme si lo encontráis.

Giles salió disparado como una bala por el sendero que llevaba al lago.

Daniel, después de conducir lo que quedaba de la noche directamente desde Heathrow, entró con su viejo Volvo por la verja de Glendrochatt, sintiéndose como una paloma mensajera que se acerca a su palomar; solo que no era su propio palomar, se dijo pesaroso. Era más bien un pájaro que encuentra un refugio maravilloso e inesperado después de que un vendaval irresistible lo desvíe de su rumbo.

Había empezado a llover con fuerza y se sorprendió al ver un grupo de hombres sin prendas impermeables hablando con caras muy serias y concentradas cerca del principio del camino, mientras la lluvia los empapaba. Estaban los dos guardas forestales, el viejo señor Burnett, que vivía en la finca y que fue el administrador de Hector Grant durante muchos años; Alec, el pastor, los hermanos Johnstone, Mick, Joss y Giles. «Debe de haber una fuga en una cañería», se dijo Daniel, que se había acostumbrado a lo poco fiable del suministro de agua de Glendrochatt. Pensó que era una lástima, porque tenía muchas ganas de darse un baño. Bajó la ventanilla, recibiendo en la cara toda el agua que podía desear.

—¡Eh, hola! —gritó, alegremente y luego, al ver sus caras, preguntó—: ¿Pasa algo malo?

Giles se acercó.

—Daniel, hemos perdido a Edward. Un suceso desgraciado. Lorna perdió los estribos con él y ha desaparecido.

—Dejo el coche y vengo para ayudaros a buscarlo.

—No —dijo Giles—. No. Puedes hacer algo mejor. Necesitamos a Amy. Los dos tienen una relación extraordinaria y quizá tenga idea de dónde está. Si llamo a la escuela, ¿podrías ir a buscarla?

—Claro.

—¿Sabes dónde está?

—Sí, ya la he recogido otras veces. —Daniel ya daba media vuelta al coche mientras Giles empezaba a marcar el número de la escuela.

La señora Baird esperaba con Amy en la escalera delante de la escuela. Daniel abrió la puerta.

—Entra —dijo.

—Oh, Daniel, ¿qué le ha pasado a Ed?

—No lo sé, Amy. Tu padre me ha dicho que ha desaparecido, igual que cuando el perro de Flavia mató a las gallinas, imagino. —Daniel suponía que esta vez era mucho más grave, pero se dijo que esto la tranquilizaría—. Creo que tuvo una bronca con tu tía Lorna o algo así. Espero que lo habrán encontrado para cuando lleguemos a casa.

—¿Fue… estaba muy furiosa por el cuadro? —preguntó Amy, con voz estrangulada—. ¿Creyó que lo había hecho Ed?

—¿Hecho, qué? ¿Qué cuadro?

—El tuyo. El retrato de la tía Lorna.

—Mira, Amy, no tengo ni idea. Acabo de llegar. —De repente recordó el día de su llegada a Glendrochatt y el enfado de Lorna cuando Edward tiró el bote de pintura—. ¿Por qué? ¿Qué le ha pasado? —preguntó, con voz normal.

—Lo he destrozado —dijo Amy—. Esta mañana temprano. A propósito.

—¿Y por qué lo has hecho? —Daniel la miró un momento. Las lágrimas le caían por las mejillas.

—Porque, porque… —Amy se retorcía las manos, esforzándose por hablar—… porque odio a tía Lorna. Porque Emily oyó que su madre le decía a su padre que la tía Lorna está tratando de apartar a papá de mamá y muchos niños de la escuela tienen cuatro padres y porque… —La voz de Amy se convirtió en un susurro—… ayer, mientras merendábamos, Ed preguntó si volvería a haber una araña en la cama de papá esta noche —dijo.

«¡Qué mala puta! —pensó Daniel furioso, comprendiendo claramente la importancia de las palabras—. ¡Qué puta asquerosa!» ¿Cómo había podido? Luego le pareció que en su cabeza veía una mano, con un dedo que oscilaba bajo el viento como una veleta y lentamente, se volvía para acabar apuntándolo a él.

—Oh, Daniel —dijo Amy—. También era tu cuadro. Lo siento, lo siento muchísimo.

—Mira Amy, el cuadro no tiene ni la más mínima importancia. Y nadie va a separar a tus padres.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —dijo Daniel, respondiendo estrictamente por él mismo, sobre las dos cosas—. A ver, cuéntame, ¿cómo lo hiciste? —preguntó.

—Cogí la brocha grande y abrí todos los botes de pintura para el telón y pintarrajeé toda la cara. Si tía Lorna pensó que había sido Ed debe de estar loca. Nunca habría podido abrir los botes, nunca. A mí me costó mucho —añadió y a Daniel le pareció que detectaba un toque de orgullo, pese a su aspecto acongojado.

—Debe de haber sido todo un gustazo. —Daniel se imaginó la escena—. Pero siento decírtelo, Amy; en realidad no lo has estropeado. Podré limpiarlo porque las pinturas para el teatro son a base de agua y no se mezclan con los óleos que he usado para los retratos. Mala suerte. Apuesto a que no sabes si alegrarte o lamentarlo.

Amy lo miró, dubitativa.

—No me importa por tía Lorna, pero sí que me importa por ti. No pensé en ti en ningún momento mientras lo hacía.

—Gracias —dijo Daniel.

—¿No estás muy enfadado conmigo?

—Claro que no, te lo prometo. Ahora piensa, Amy. ¿Dónde puede estar Edward? Eso es lo que importa.

—¿Con la señora Silkie?

—Seguro que ya habrán mirado en el gallinero. Es el primer sitio que se les habrá ocurrido.

—Pero es que la señora Silkie no está en el gallinero —dijo Amy—. Por eso Edward ha podido ir a verla solo. No se lo dijimos a nadie porque pensamos que la volverían a encerrar. Ha anidado ella sola en un lugar secreto que solo conocemos Ed y yo.

Giles no vio enseguida a Isobel cuando llegó a casa en su coche desde el aeropuerto de Edimburgo, porque estaba de espaldas a la puerta, hablando por teléfono con la policía. Ella entró en la cocina y se quedó atónita al encontrarla llena de hombres, todos calados hasta los huesos y con caras sombrías. Nadie dijo nada e Isobel escuchó aterrada, mientras Giles le explicaba al sargento de la comisaría de Blairalder lo que había pasado.

—Lleva desaparecido tres horas —lo oyó decir—. Sí, todos los que estaban en la finca lo han estado buscando. Ni rastro, no. Con un niño normal, quizá no estuviéramos tan preocupados, pero se trata de Edward… bueno usted lo conoce desde que nació. No es necesario que le explique nada. ¿De verdad? Muchas gracias, sargento Morris. Hasta luego, pues. —Se dio media vuelta.

—Oh, Izz, gracias a Dios que estás en casa. ¿Lo has oído?

—Sí —dijo ella, demudada—. Cuéntamelo todo.

BOOK: Un verano en Escocia
6.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dead Ringer by Jessie Rosen
The Zombie in the Basement by Giangregorio, Anthony
La sombra de Ender by Orson Scott Card
Not So Snow White by Donna Kauffman
Greta's Game by K.C. Silkwood
The Berlin Stories by Christopher Isherwood
Boundary Lines by Melissa F. Olson
Father's Day by Simon Van Booy