Un cadáver en los baños (38 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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—El chanchullo de cortar más de la cuenta. Se le dijo a Milcato que lo impidiera —dije.

Lario puso mala cara.

—No, se trataba de algo mucho más lucrativo, no sólo el viejo truco de la arena gruesa. No me preguntes qué era. Yo no cotilleo con los marmolistas.

—¡Esos principios! —se mofó Eliano.

—Que te jodan —le respondió Lario con una sonrisa—. Luego, ¿qué me dices de Lupo y Mandúmero?

—¿Los dos? —me sorprendí.

—Por supuesto.

—Mandúmero tenía un amaño con mano de obra falsa. Eso ya lo saqué a la luz.

—¿Así que Falco es el próximo a quien van a estrangular con ese collar apretado? —preguntó Eliano con demasiado entusiasmo.

—¡Bueno, os tiene a ti y a tu hermano para que cuidéis de él! —se rió Lario—. Además, por toda la obra se sabe que Pomponio quería crucificar a Mandúmero pero que Falco lo prohibió. Por lo tanto, aunque a Mandúmero sigue sin caerle bien, sabe que mi tío tiene un lado sensible.

—Cuéntame más cosas sobre el asunto de Mandúmero —le dije—. Y dime por qué incluyes a Lupo.

—Mandúmero llevaba décadas con este engaño de los números falsos. Es probable que ni siquiera se acuerde de cómo se trabaja honestamente. Lupo tiene su propio ardid.

—¿Qué? He repasado concienzudamente los registros de la mano de obra, Lario, y no he encontrado nada sospechoso.

—Era de esperar. El dinero para pagar la mano de obra extranjera proviene del erario público. Ellos pagan a Lupo; Lupo proporciona los trabajadores. Pero lo que hace Lupo es vender los trabajos al mejor postor.

—¿Cómo funciona?

—Para que los contraten en las cuadrillas de extranjeros, los trabajadores tienen que sobornar a Lupo. Una vez aquí, llenos de esperanza, están muy lejos de su casa como para que no los contraten. Por lo tanto, él fija sus propias condiciones. La mayoría le dan una tajada de sus pagas. Algunos se las arreglan para sacar a escena esposas o hermanas que hacen de putas para él. No es quisquilloso. Admite que le paguen en especie.

—Eso es más que tres sacos de cebada y un cesto de ajos —dije con un suspiro.

—El erario obtiene aquello por lo que paga. ¿Importa eso? —preguntó Eliano.

—Sí que le importa a un emperador que quiere un reino famoso por su justicia —expliqué.

—¡Eso es un tanto idealista!

Lario y yo, ambos plebeyos, nos quedamos mirando a Eliano fijamente hasta que se apoyó, nervioso, en el brazo del diván.

—No me sorprende que pienses eso —le dije con frialdad—. Pero esperaba que un hombre de tu inteligencia no sería tan tonto como para decirlo.

El hermano de Helena cambió otra vez de posición.

—Creía que eras un cínico, Falco.

Me llevé las manos al cinturón.

—¡Oh, no! ¡Espero constantemente el bien en el mundo, créeme!

XLIV

Durante el espinoso silencio que siguió, mi hija Julia se puso triste. Como siempre, gritaba a voz en cuello. Lario empujó su carrito de juguete con la punta del pie. La distracción no funcionó. Julia despertó a Favonia, que se unió a la batahola. Me moví y cogí en brazos al bebé, provocando con ello que Lario se tapara la nariz a causa de la repugnancia.

—¡Apesta, Falco!

—Me recuerda a ti a su edad —repliqué—. ¿Dónde está la gente de mi casa, a todo esto? ¿Qué habéis hecho vosotros dos con las mujeres de mi hogar?

—Helena Justina fue a hablar con el rey. Se llevó a tu hermana de carabina.

—¡Y me lo dices ahora! Se supone que disponemos de una niñera. ¿Dónde está la holgazana de la señorita Hispale?

—Ni idea.

—¿Aulo?

—Yo diría que se ha puesto elegante y ha salido para desmayarse en brazos de Lario… pero Lario está aquí.

—Se va a llevar una desilusión igualmente —se burló Lario—. Tengo principios.

—De todos modos, la chica de la taberna te dejó demasiado agotado —me mofé—. ¿Por qué Helena está hablando con Togi?

—Él mandó llamarte. No estabas aquí. Me ofrecí voluntario para reemplazarte —se quejó Eliano—, pero mi hermana no lo admitió.

Esbocé una sonrisa al deducir que Helena había sido contundente como de costumbre.

—Sólo es una chica, ya sabes. Tú intenta hacerle frente.

Me lanzó una mirada de menosprecio y no se dignó responder.

Dejé a los muchachos al cuidado de las niñas (con pocas esperanzas de que cambiaran el pañal) y me fui volando hasta las dependencias reales. Los pocos miembros del séquito, vestidos con sencillez, que estaban de servicio parecían sorprendidos de que sintiera la necesidad de molestarme en aparecer por mi cuenta cuando alguien tan competente como Helena ya me estaba representando. Aun así, me dejaron entrar.

—Cuando estuve en Roma… —empezaba a decir el rey cuando entré. Vi en él al precursor de una larga tradición de visitantes britanos a tierras extranjeras que nunca olvidarían la experiencia. Viendo lo que tenían en casa, no era de extrañar. Un clima cálido y seco (o incluso uno cálido y húmedo), un ritmo tranquilo, un estilo de vida generosamente cómodo, vino caliente y colores brillantes, por no decir nada de la comida exótica y las sabrosas mujeres, les debía de parecer la república ideal de un filósofo a esos enanos peludos.

Otra vez eché de menos mi país.

Era un simposio lleno de color. Todo el mundo estaba sentado por ahí en sillones de mimbre como si fueran esnobs en un recital de música. La misma habitación, con sus frisos y sus esquinas cóncavas, era una sofisticada mezcla de tonos púrpura y matices contrastados, principalmente ocres y blancos, contra los cuales el rey producía otro tipo de contraste al ir vestido ese día no con su ropa romana sirio con el atuendo local, con unos tintes como todo un cesto de bayas. Helena iba de blanco, color que elegía para las ocasiones formales, y Maya lucía un vestido rosa, con bandas verdes. Yo llevaba la última túnica que me quedaba en el arcón, que resultó ser negra. No era mi color. Vestido de negro, parecía el empleado de una funeraria de tercera, un imbécil chapucero que perdería a una abuela y mandaría las cenizas de un burro muerto en su lugar. En la urna equivocada.

Togidubno me vio y dejó de hablar. Tal vez Maya y Helena mostraron alivio por unos instantes. Tenían aspecto de haber compartido sus anécdotas reales durante demasiado tiempo.

—Siento interrumpir —dije con una sonrisa—. Oí que me buscabais. Claro que Helena Justina sabe lo que tengo que decir mejor que yo, pero quizá me deje escuchar mientras expone mis puntos de vista.

—Espero que no estés siendo sarcástico, cariño —comentó Helena. Se volvió a echar la estola sobre el hombro, con un débil cascabeleo de los brazaletes de plata. Un tirabuzón se agitó junto a su oreja y me provocó una reacción casi indecorosa.

—En realidad, no.

Todos sonreímos. Helena tomó el mando:

—Su majestad quería hablar contigo. Le preocupa que, con la muerte de Pomponio, la falta de supervisión cree problemas en su nuevo edificio.

—Fue una mala suerte espantosa para Pomponio —interrumpió el rey. Todavía no había aprendido a concederle a Helena todo el tiempo de sus clepsidras cuando hacía un discurso.

—Su majestad —me dijo Helena directamente a mí, sin dirigirle ni una mirada al rey— estuvo ayer con Marcelino. La esposa del arquitecto organizó una fiesta de cumpleaños en su villa. Cuando volvió, el rey Togidubno se quedó horrorizado al oír lo que le había sucedido a Pomponio. Ahora quiere preguntarte, Falco, si Marcelino podría ayudar profesionalmente.

Si estaba en la fiesta de su esposa a kilómetros de distancia. Marcelino quedaba libre de sospecha. No se había hecho el favor de estrangular a Pomponio para retomar el poder. Bueno, a menos que pudiera estar en dos lugares al mismo tiempo, como en ese mito sobre Pitágoras.

Claro que otra persona podía haber matado a Pomponio por él.

—Sé que Marcelino se ofrecerá voluntario —murmuró el rey con el pesimismo indispensable para levantarme el ánimo. Yo tenía la grata impresión de que se encontraba presionado con ese asunto. Treinta años con el mismo arquitecto podían acabar con cualquier cliente; debían de haber despedido a Marcelino para siempre la última vez que cambiaron los cojines.

—Está la cuestión del protocolo oficial —dije—. A Pomponio lo designaron desde Roma y yo no puedo anticipar lo que Roma querrá hacer a continuación. —Esto pasaba por alto el hecho de que era mi papel decirle a Roma lo que Roma quería.

—Verovolco dice que tienes intención de discutir la situación con Marcelino.

—Sí. —Eso podía decirlo sinceramente—. Pero comprenderéis que eso esté bastante abajo en mi lista de acción. Mi prioridad es descubrir quién mató a Pomponio. Para empezar, ¡no queremos perder a nadie más de la misma manera!

El rey alzó sus blancas y pobladas cejas:

—¿Es eso probable?

—Depende del motivo. Aunque parezca raro —comenté—, no he visto que la gente tenga sensación alguna de angustia. Hay un asesino que merodea por aquí: la reacción normal tendría que ser un profundo temor de que los demás están en peligro.

—La gente piensa que Pomponio murió como resultado de una animadversión puramente personal —sugirió el rey—. Eso haría que el resto quedaran a salvo.

—Bueno, saben la cantidad de gente que lo detestaba. —En mi nuevo papel de hombre formal con sentido común, no pregunté si Togidubno temía por su vida. Tampoco le interrogué sobre la opinión que le merecía Pomponio. Los había visto en furioso desacuerdo sobre asuntos del diseño, pero uno no utiliza palabras emotivas como «odio» cuando habla de jardinería paisajista y distribución de habitaciones.

¿O sí? Al rey Togidubno le preocupaban mucho esos temas.

—El y yo teníamos nuestras discrepancias, Falco, como tú ya sabes.

—¿Personales?

—¡Profesionales!

—Y también públicas…, aunque, en realidad, pocos clientes matan al hombre que les arregla la casa.

El rey sonrió.

—¡A juzgar por la cantidad de resentimientos que pueden llegar a ocasionar las renovaciones, bien podría haber más gente que lo hiciera! Por suerte, yo puedo decir dónde estuve ayer —me aseguró con bastante sequedad—. Ya puedes preguntar.

—Bueno, me gusta ser riguroso, señor —hice de ello una broma—. Me lo anotaré formalmente: ¿todo el día en la villa de Marcelino?

—Sí. ¿Has estado allí?

—No, pero tengo una invitación.

—Es un hermoso lugar —dijo el más importante experto en Britania—. Le di la tierra a Marcelino como agradecimiento por su trabajo en esta casa… —su voz se apagó ligeramente. ¿Habría pasado algo con el regalo posteriormente?—. Me da la impresión de que te interesaría esa propiedad, Falco.

Ni que fuera un agente inmobiliario. Yo no tenía intención de comprar nada que no estuviera a más de mil quinientos kilómetros de allí. Aunque eso a ellos no los detenía.

—Se recomienda verla por dentro, ¿no? Tiene que verse… —¿Por qué supondría el rey que yo tenía un interés especial en la propiedad, fuera o no construida por uno mismo? Las instrucciones oficiales de Roma cargaban con los gastos de mi posición y mis habilidades, no con los de mi forma de vivir.

Quizá me imaginé que el comentario tenía alguna relevancia. El rey se limitó a resumir su relato de la sociedad de la costa sur:

—Estaba previsto que la fiesta de cumpleaños durara todo el día y concluyera con un banquete, pero actualmente me retiro temprano, así que no pude emprender el largo camino de vuelta por la noche. —Seguro que, tras esos largos años de amistad y colaboración, Marcelino podría haberle proporcionado una cama plegable—. Sólo asistí a la comida y volví al atardecer, tras pasar una tarde agradable. Me quedé a pasar la noche en mi casa de Noviomago y regresé aquí por la mañana. Entonces me dijeron lo que había ocurrido.

—Pensé que estabais aquí anoche —mencioné—. Mandé a alguien a solicitar vuestro permiso para cerrar los baños.

—Verovolco o alguna otra persona de mi personal doméstico debieron de encargarse de ello.

—Sí, lo hicieron…, aunque eso no ha disuadido a algunos obreros esta mañana, desafortunadamente. —El rey no reaccionó—. ¿Verovolco no estaba invitado a la fiesta de cumpleaños?

—No —en esos momentos el rey parecía estar violento.

—Verovolco está organizando a los contratistas de la casa de baños —volvió a interrumpir Helena—. Se quedó para tratar con ellos.

—No hay necesidad de que os avergoncéis por la renovación —tranquilicé al rey—. El nuevo palacio es vuestro regalo de Vespasiano, pero vos tenéis todo el derecho a realizar mejoras adicionales. Sois un hombre rico —le dije. Quería insinuar que si añadía algo al plan ya aprobado, debía asignarlo a sus propios fondos, al menos mientras yo fuera el auditor—. Un abundante gasto es el deber de un romano adinerado. Demuestra su posición, que glorifica el imperio, y anima a la plebe a pensar que pertenecen a una sociedad civilizada.

En esa ocasión nadie preguntó si estaba siendo sarcástico, aunque probablemente todos lo sabían.

—Deberías preguntar sobre la fiesta del arquitecto —dijo Maya de repente. Tenía una expresión taciturna, encendida con un brillo peligroso. Alcé una ceja—. Hubo comida y bebida todo el día; luego, por la noche, cuando el rey se fue, se iba a ofrecer una magnífica cena. Se iba a acompañar con música y espectáculos contratados, Marco. —Intuí lo que seguiría—. El plato fuerte era una bailarina especial —anunció mi hermana.

No fue ninguna sorpresa. Maya no podía tener un aspecto tan adusto por un recital de poesía ligera o una troupe de comedores de fuego.

—Déjame adivinar. ¿Era una bailarina profesional, alguna importación exótica desde Roma? ¿Sinuosa y experta?

—Experta en muchas cosas —dijo Maya bruscamente—. Se llama Stupenda.

—Se llama Perela. —En esos momentos ya no tenía ninguna duda. Pero ¿qué querría la agente de Anácrites del ex arquitecto retirado?

Nada bueno. Nada que pudiera permitirme el lujo de pasar por alto.

XLV

Se suponía que la villa de Marcelino estaba a unos veinte kilómetros; probablemente eso fuera contando en línea recta, tal como vuelan los cuervos. Y, según mi experiencia, los cuervos britanos eran unos manojos de plumas achispados que no sabían usar los mapas.

El rey se dio cuenta de que yo no iba a considerar la posibilidad de interrumpir la investigación del asesinato para hacer un viaje así, a menos que temiera que hubiera peligro. Nos proporcionó caballos rápidos y una pequeña escolta de guerreros entusiastas. Magno vio que nos íbamos y, de algún modo, encontró una montura y se unió a nosotros. Verovolco también quiso acompañarnos. Y Helena, igual. De nada sirvieron mis protestas, ella me hizo llevarla en mi caballo detrás de mí. Fue un magnífico ejemplo de maternidad lactante romana, porque…, sí, también tuvimos que llevar a Favonia con nosotros. Helena fue a buscarla rápidamente y apareció con el bebé bien sujeto a su cuerpo con la estola. No hay muchos informantes que se ocupen de sus asuntos en compañía de una loca y un bebé de cuatro meses.

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