Sextio le pegó un codazo en las costillas por decir el guión tan deprisa.
—Id a ver a Planco, y a Éstrefo. —Verovolco los apartó a un lado con un gesto, para poder dirigirse a Helena y a mí y darnos su recado.
—¡Hombre de Roma! Mi rey os invita a ti y a tu señora a ir a la vieja casa. Tiene muchas habitaciones, todas preciosas. Podéis quedaros con nosotros.
—Pero es que viajamos con dos niñas muy pequeñas, su nodriza y mi cuñada… —objetó Helena con timidez.
—¡Más mujeres! —Verovolco estaba encantado.
—Me temo que no puedo permitirme hacer vida social —dije con cautela.
—No, no. Mi rey dice que tenemos que dejar que hagas tu importante trabajo.
Helena y yo lo consideramos con rapidez.
—¿Sí?
—¡Sí!
Mi chica v yo no nos andamos con tonterías.
La idea tenía unos atractivos evidentes. Flavio Hilaris nos dejaba una casa decente en Noviomago, pero no hay nada como un palacio. Vería más a Helena si vivía conmigo en la obra que si tenía que dejarla en la ciudad mientras yo trabajaba allí. Y, suponiendo que lo quisiera, ella también me vería más a mí.
—Mmm… —Fingió reconsiderar las desventajas prácticas—. Tendré que evitar que las pequeñas se caigan en las zanjas mientras tú te diviertes resolviendo los problemas del proyecto.
—Organízalo como quieras, cariño. Si quieres, puedes auditar tú el proyecto y yo jugaré con las crías.
Así que, mientras a Eliano le hervía la sangre en silencio al pensar en su alojamiento al aire libre, expuesto a la lluvia y el frío, su hermana y yo hicimos nuestros preparativos para irnos a vivir lujosamente con el rey.
Al tiempo que Camilo Eliano se hacía más fuerte en el camino abierto, su hermano menor estuvo disfrutando de la vida. Mantenía escondido a Justino en Noviomago por si acaso encontraba un papel para él en el que tuviera que parecer que no tenía ninguna relación conmigo. La vida en la ciudad, en casa del procurador, le parecía tediosa.
—Me aburro, Falco.
—Piensa que podría haber sido peor. Aulo no se ha podido lavar en una semana. Tiene un caballo mugriento por almohada y en sueños intenta resolver cómo fijar una rueda de transmisión en el culo de una paloma de metal. ¿Quieres cambiarte por él?
—¡Él se lleva todas las satisfacciones! —gimoteó Justino con socarronería.
Mi hermana se rió por lo bajo. Me alegró ver a mi hermana más animada, aunque sólo fuera por un momento. Ella seguía lamentando la ausencia de sus hijos y continuaba molesta con todos nosotros. Yo todavía no le había advertido de que Verovolco, el hombre del rey, buscaba una sofisticada viuda romana con quien poder practicar latín.
Hice salir a Justino para que encontrara a alguien que nos alquilara una carreta para el equipaje. Se le veía esperanzado.
—Así pues, ¿vengo con vosotros a ese palacio?
—No.
—¿Te vas a quedar en la ciudad? —le preguntó entonces a Maya. Parecían llevarse bien.
—¡Ella viene con nosotros! —dije bruscamente. La idea de que el hermano de Helena pudiera empezar a soñar con mi hermana, y que ella pudiera permitirlo, me llenó de irritación.
Mientras Helena alimentaba en privado a nuestro berreante bebé y la mayor arrojaba todos sus juguetes por ahí, yo le dije a Hispale que empezara a hacer el equipaje de nuevo.
—¡Pero si acabo de desempacarlo todo! —gimió.
La miré. Era una mujer pequeña y rechoncha pero se creía atractiva. Que lo era, si es que te gustaban las cejas tan depiladas que eran poco más que una estela de caracol sobre su rostro pálido) y plomizo. Mi idea de la belleza implicaba al menos un poco de receptividad, en tanto que la suya terminaba antes de llegar a la inteligencia. Hablar con ella era igual de monótono que ensartar cuentas idénticas en un hilo de dos kilómetros de largo. Era egocéntrica y esnob. Si hubiera sido buena con nuestras hijas, quizá la habría perdonado.
Tal vez fuera buena con los niños. Nunca lo sabríamos. Julia y Favonia no consiguieron despertar su interés.
Me crucé de brazos. Todavía miraba fijamente a la liberta. Ese tesoro con cara de rosquilla nos lo había dado la madre de Helena. Julia Justa era una mujer astuta y eficiente; ¿había querido pasarnos una prueba sobre cómo llevar una casa? Sabía que Helena y yo nos enfrentaríamos a cualquier cosa.
Por regla general, era Helena quien trataba con Hispale, a causa del lazo familiar. Yo solía contenerme, pero, de haber estado en Roma, habría mandado a Hispale directa a casa de los Camilos sin disculparme. Debía esperar para mencionar ese delicado tema. Era mejor que en esos momentos ni tan sólo lo discutiéramos. Era severo…, pero no tan cruel como para abandonar a una mujer soltera y consentida lejos de la civilización en una nueva provincia salvaje. Aun así, seguro que mi expresión adusta se lo decía: el contrato por sus servicios tenía fecha de caducidad.
Hispale no entendió lo que yo trataba de decir. Yo era un informante que trabajaba. Ella era la liberta favorecida de una familia senatorial. Una posición social ecuestre y un encargo imperial nunca bastarían para impresionarla.
—Vuelve a meterlo todo en las bolsas —dije con calma.
—Oh, Marco Didio, ahora mismo no puedo afrontar todo eso de nuevo.
Se me desencajó la mandíbula. Mi hija Julia, más sensible al ambiente que la liberta, levantó la mirada hacia mí con preocupación y luego echó hacia atrás su cabecita rizada y empezó a llorar a voz en grito. Esperé que Hispale fuera a consolarla. No se le ocurrió.
A la vez que me dirigía una rápida mirada, Maya levantó en brazos a la niña y se la llevó a otra parte. En general, Maya se negaba a ayudarnos con las niñas en este viaje, para castigarnos por haberla separado de sus hijos. Fingía que podía dejar a la crías llorando hasta quedarse inconscientes y que todo lo que podíamos esperar de ella era que se quejara por el jaleo. Pero cuando estaba a solas con ellas, se permitía ser la tía perfecta.
Hispale la ponía furiosa. Maya, al salir, le ordenó enojada:
—¡Y tú haz lo que te dicen, chapucera desganada!
Perfecto. Era la primera vez, desde que dejamos Roma, que Maya y yo compartíamos una opinión.
Justino arregló lo de nuestro transporte, luego volvió a la casa y rondó por ahí de nuevo con aire descontento.
—Estás aburrido. Eso es bueno —le dije.
—Ah, gracias.
—Te quiero aburrido de verdad.
—¡Yo escucho y obedezco, César!
—Trata de hacerlo más evidente. —Pensó que la observación era sarcástica—. Tengo un trabajo para ti. No menciones a Helena Justina; no me menciones a mí. Si te encuentras a Aulo o a su compañero Sextio, puedes hablar con ellos, pero no demuestres que Aulo es tu hermano. Aparte de eso, puedes interpretar este personaje: eres el aburrido sobrino de un funcionario que está atrapado en Noviomago Regnensis cuando preferiría estar cazando. En realidad, querrías estar en cualquier parte excepto donde te han dejado. Pero no tienes caballos, ni esclavos, y tienes muy poco dinero.
—Seguro que puedo desempeñar ese papel.
—Estás solo en una ciudad britana sin perspectivas y buscas emociones inocentes.
—¿Sin dinero? —se burló Justino.
—De esta manera no me robarás.
—Más vale que las emociones en Noviomago Regnensis se hayan vuelto muy baratas.
—No puedes permitirte sus sórdidas mujeres, eso seguro. Así podré dar la cara ante tu querida Claudia con la consciencia tranquila.
Él no hizo ningún comentario sobre su querida Claudia.
—Entonces, ¿qué es lo que busco, Marco?
—Descubrir cómo son las cosas por aquí. He oído que disponen de la
canabae
de siempre, que seguro que es espantosa, pero, a diferencia de tu hermano, tú al menos puedes venir a casa y tener una cama limpia. Ten cuidado. Utilizan cuchillos.
Tragó saliva. Justino poseía una gran valentía, aunque la racionaba. No se aventuraba a meterse en situaciones arriesgadas estando solo. Yo había estado con él en Germania, durante su temporada como tribuno en la legión primera Adiutrix; solía meterse en esos antros que eran las tabernas militares autorizadas, de las que salía discretamente cuando los jugadores y bebedores empezaban a pegarle palizas a la gente. También sabía cómo arreglárselas en sitios peores; yo le había llevado a unos cuantos.
—¿Estoy buscando a Gloco y Cota?
—Todos lo hacemos, todo el tiempo. Mientras tanto, quiero descubrir la historia de un galo muerto llamado Dubno. Lo apuñalaron en una pelea de borrachos hace poco. Y estate atento a la gente que sale por la parte de atrás de las tabernas para comprar material hurtado de la obra. O a los subcontratistas corruptos que quizás ofrezcan artículos robados a los directores de la obra. También quiero identificar a cualquier obrero desafecto.
—¿Sabes si esas personas existen?
—Aparte de lo de Dubno, lo demás son conjeturas. ¡Es que he visto el cordial ambiente que hay en la obra! La mayoría se tienen antipatía unos a otros y todos detestan al director del proyecto. Y en Roma me informaron de que en toda la obra reinan las prácticas corruptas.
Justino se mordió el pulgar. Probablemente estaba entusiasmado con su tarea. Incluso pareció ponerse un poco chulo. Pero esos profundos ojos castaños, cuya cálida promesa había atraído a Claudia Rufina apartándola de Eliano casi sin que ninguno de los hermanos se diera cuenta de lo que ella pensaba, en esos momentos consideraban cómo abordar el asunto. Estaría planeando qué ropas usar y ensayando su papel de joven aristócrata indiferente lejos de su hogar. También debía de estar sopesando los riesgos. Preguntándose si se atrevería a llevar un arma y, de ser así, dónde la escondería. Comprendía que si se metía en la
canabae
local una sombría tarde britana, no tendría ninguna sencilla ruta de escape ni habría ningún funcionario cerca al que pudiera pedir ayuda.
En esos momentos, mientras estaba sentado a solas con él, sobre todo sin su hermano, que siempre discutía, me acordé de lo seguro que me sentía cuando trabajaba con Justino. Tenía unas cualidades excelentes. Bastante sentido común, para empezar.
El necesitaba eso. Lo que le acababa de pedir no era ningún juego frívolo. Hubo un tiempo en que, si alguien tenía que infiltrarse en los oscuros tugurios de un acantonamiento nativo, no había otra opción: habría ido yo mismo. Nunca se me hubiera ocurrido mandar a un muchacho en mi lugar.
Quizá pudo leer mi pensamiento:
—Tendré cuidado.
—En caso de duda, retirada.
—Ése es tu lema, ¿no? —esbozó una sonrisa.
Había una buena razón para mandarlo a él en vez de ir yo. En esos momentos, yo era una persona de mediana edad, con el aire de un hombre bien casado. Justino tenía casi veinticuatro años; llevaba a la ligera su condición de marido. Tal vez no se creyera bien parecido, pero era alto, moreno y delgado. Quienes no lo conocían lo consideraban una persona de trato fácil; las mujeres lo encontraban sensible. Sabía convencer a cualquiera para que confiara en él. Había ingenuas camareras quinceañeras que hacían cola para hablar con él. Yo sabía, y estaba seguro de que él lo recordaba, que las rubias mujeres del mundo septentrional se convencieron rápidamente de que ese serio joven romano era maravilloso.
Ya me ocuparía a su debido tiempo de cómo iba a tranquilizar mi conciencia con respecto a ese asunto la próxima vez que viera a su Claudia (una tímida morena, por cierto).
Mucho más complicado sería ver cómo me las arreglaba con Helena si algo le ocurría a su hermano favorito.
Cuando metí la cabeza por la puerta de su cabaña en la obra, el mosaiquista levantó la vista de su humeante taza de vino con miel e inmediatamente espetó:
—No contratamos a nadie —debió de pensar que buscaba trabajo.
Era un hombre de pelo cano con una barba blanca recortada y grandes patillas. Estaba hablando con un tipo más joven. Ambos vestían unas túnicas similares, dispuestas en varias capas para que abrigaran bien, con cinturón y mangas largas; me imagino que debían de coger frío al pasarse horas agachados ante su meticuloso trabajo.
—No busco empleo. Ya tengo mis propios rompecabezas.
El mosaiquista principal, que ya me había visto antes en la reunión de la obra, empezó a recordarme. Tanto él como su ayudante estaban con los codos apoyados en la mesa y sostenían tazas calientes en sus manos. Sus rostros tenían la misma expresión de recelo indiferente. Parecía ser algo rutinario y no causado precisamente por mí.
—Falco —me presenté yo mismo al ayudante, al tiempo que me invitaba a entrar—. Agente de Roma. ¡Un alborotador, está claro! —No se rieron.
Encontré un lugar para sentarme en el banco de enfrente. Entre nosotros había bosquejos de signos griegos y nudos elaborados. Me llegaba el olor del ponche caliente de vino peleón, con su base de vinagre suavemente condimentado con especias aromáticas; no me ofrecieron. Los dos hombres esperaban a que yo tomara la iniciativa. Era como estar delante de un par de placas de la pared.
Nos encontrábamos en una zona vallada de las oficinas de la obra, fuera del solar principal, en la esquina noroeste, bastante cerca de los nuevos edificios de servicios. Ese día iba a abordar la decoración. Los mosaiquistas vivían pulcramente en una de las dos barracas temporales que había; la otra era el caótico dominio de los pintores de frescos. Allí todos podían trabajar en los dibujos, almacenar material, probar muestras y —mientras esperaban que los constructores les dieran más habitaciones para decorar— dedicarse a beber y a pensar en la vida. O en lo que fuese que les llenara la cabeza a los diseñadores de interiores mientras los demás nos olvidábamos del trabajo y soñábamos con un traslado a casa.
Cuando pasé por delante de la otra cabaña, los pintores estaban enzarzados en una acalorada discusión. Habría entrado, con la esperanza de que fuera una prueba de los problemas de la obra, pero oí que todo venía por las carreras de cuadrigas. Dejé a los escandalosos pintores para más tarde. Me sentía sin fuerzas después del trajín de trasladar allí a mi familia sin previo aviso el día anterior. Por la noche, a medio desempacar, Verovolco pasó a vernos; lo que quería era examinar a mis mujeres, pero ellas supieron esfumarse y dejarme a mí para que lo entretuviera. En esos instantes tenía dolor de cabeza sólo a causa del cansancio. Bueno, siempre me pasaba lo mismo.