Tal vez Lupo se retrajo un poco.
—Correcto, Falco. —Se puso de pie y ya se marchaba—. Mandúmero dirige el equipo local. Tendrás que preguntarle a él.
No hubo nada en su tono de voz que diera a entender directamente que existía una enemistad, pero aun así, tuve la impresión de que él y Mandúmero no eran amigos.
—Por cierto, Falco —me informó, al tiempo que nos separábamos—, Pomponio me pidió que te transmitiera sus disculpas; te confundió con un vendedor ambulante, hay muchos que vienen por aquí a molestar.
—Me confundió, ¿eh?
—Te manda un mensaje, ha encontrado el pergamino que explica tu presencia. Quiere enseñarte todo el proyecto de la obra. Mañana. En la sala de planos.
—¡Entonces me parece que tendré ocupado todo el día!
Él esbozó una sonrisa.
Helena vino conmigo de Noviomago para la presentación del proyecto. Al llegar al palacio, paseamos por la parte andamiada y observarnos el tejado desde donde el pobre Vala debió de caerse y encontrar la muerte.
Parecía que, sencillamente, habían mandado a un hombre arriba, solo, a demasiada altura con una protección inadecuada. Parecía.
Nos quedaba tiempo. Al volver, inspeccionamos lo que ellos llamaban «la vieja casa». El palacio de Togidubno, su recompensa por dejar entrar a los romanos en Britania, debía de destacar en esa tierra de poblados fortificados y casuchas en el bosque. Incluso esa primera versión era una joya. Sus compatriotas reyes y sus tribus todavía vivían en grandes chozas redondas, con agujeros para dejar salir el humo en sus tejados puntiagudos, donde varias familias se apretujaban alegremente junto con sus pollos, sus garrapatas y sus cabras preferidas; pero Togi estaba instalado de manera fabulosa. El ámbito principal de la casa real consistía en un magnífico y sólido edificio de piedra de estilo romano. Sería una propiedad deseable si estuviera emplazado en las costas del lago que había en Nemi; en medio de esa jungla era una auténtica birria.
Una galería doble ofrecía protección de las inclemencias del tiempo y se abría sobre un extenso jardín con columnatas. Estaba bien cuidado; había alguien que disfrutaba de esa comodidad. En el lado que daba al mar, un poco apartados del conjunto de habitaciones destinadas a vivienda para más seguridad, se hallaban los inconfundibles tejados abovedados de las que bien pudieran ser las únicas termas de la provincia. El humo suave de la caldera nos dio a entender que Vespasiano no tenía ninguna necesidad de enviarle al rey un preparador-civilizador que le enseñara para qué servían los baños.
Helena me llevó a rastras a explorar. Hice que tuviera cuidado, ya que los constructores estaban en proceso de arrancar algunos detalles arquitectónicos. Entre ellos se incluían las columnatas que rodeaban el jardín; tenían unos capiteles muy poco corrientes y bastante elegantes, con unas extravagantes volutas en forma de cuerno de carnero de entre las que unos inquietantes rostros tribales coronados con hojas de roble nos miraban detenidamente.
—¡Demasiado silvestre y boscoso para mi gusto! —exclamó Helena—. A mí dame unos sencillos capiteles con molduras de cuentas y flechas.
Estaba de acuerdo con ella.
—Parece que esos ojos místicos son una moda pasajera. —Señalé las columnas que estaban desmantelando—. Pomponio empieza las remodelaciones para un cliente tirando abajo todo lo que está a la vista. —Me di cuenta de que las columnas estaban revestidas de estuco que en algunos sitios se desconchaba al tiempo que la piedra de debajo se descascarillaba. Los efectos de la intemperie habían provocado unas grietas horribles en el enlucido—. ¡Pobre Togi! Defraudado por una porquería de mal gusto de los Claudios. Mira, esta columna corintia aparentemente noble no es más que una amalgama… ¡montada a bajo precio y con una vida útil de menos de veinte años!
—Estás escandalizado, Marco Didio. —Los ojos de Helena bailaban.
—Ésta no es manera de que la Ciudad Dorada recompense a un apreciado aliado, con asquerosos pedazos de viejos azulejos y material de embalaje, todo junto y recubierto por encima.
—Aun así, entiendo que al rey le guste —dijo Helena—. Ha sido una casa magnífica; supongo que le tiene mucho cariño.
—Todavía le tiene más cariño a los chanchullos caros.
Una ventana se abrió de golpe. Ésa no era ninguna porquería; era un buen trabajo de carpintería en madera noble con cristales opacos, colocado en un marco de mármol maravillosamente moldeado. Era evidente que el mármol era de Carrara. Pocos de mis vecinos podían permitirse el genuino material blanco. Sentí que me iba llenando de envidia.
Unos largos rizos pelirrojos desgreñados se agitaron; alrededor de un rollizo cuello corto y ancho reconocí el pesado torques de aleación de oro y plata que casi debía de estrangular a su alborotado propietario.
—¡Tú eres ese hombre! —gritó el representante del rey en un latín afectado.
—«El hombre de Roma» —le corregí con firmeza. Me gusta transmitir expresiones coloquiales cuando viajo entre los bárbaros—. Eso le da un tono más amenazador.
—¿Amenazador?
—Que da más miedo. —Aclaró Helena sonriendo. El hombre se dejó cautivar por esa visión; ella llevaba unos pendientes con adornos de oro y él era un entendido en joyería. No había muchas mujeres en el emplazamiento de la obra. Ninguna se podría comparar con la mía en cuanto a estilo, gusto y diabluras—. Se llama Falco.
—Falco es el hombre. —Lo miramos fijamente—. De Roma —añadió con poca convicción. La educación se adjudicaba otra víctima desmoralizada—. Tienes que venir, hombre de Roma…, y tu mujer —con una mirada lasciva, agitó un brazo resplandeciente envuelto en una lana a cuadros y señaló una entrada. Éramos personas bien dispuestas ante la hospitalidad de los desconocidos. Decidimos seguirle.
Tardamos un rato en encontrarle dentro. Había bastantes habitaciones, amuebladas con artículos de importación y decoradas de una manera sorprendente. Los frisos eran de un color azul muy oscuro y tenían unos elegantes diseños florales pintados con mano segura por algún virtuoso del pincel; se dividían en elegantes rectángulos, resaltados con unos ribetes blancos o con unas pilastras acanaladas en desnivel; un pintor de perspectivas había creado unas falsas cornisas tan bien hechas que daban la impresión de ser molduras de verdad bañadas por el resplandor de un atardecer. Los suelos combinaban sobriamente el blanco y el negro, o estaban hechos con piedras cortadas de coloridos diversos, formando una tranquila geometría de pálidos colores rojo vino, azul aguamarina, blanco mate, trigo y diferentes tonos de gris. En Italia y la Galia se consideraban pasados de moda. Si su diseñador de interiores estaba al corriente de las nuevas tendencias, el rey sin duda los cambiaría.
—¡Soy Verovolco! —al menos el representante del cliente había llegado a dominar esa lección del idioma en la que aprendió a decir su nombre—. Tú eres Falco. —Sí, eso lo habíamos hecho nosotros. Yo presenté a Helena Justina mencionando su nombre completo y los detalles sobre su excelentísimo padre. Ella logró no parecer sorprendida por esa ridícula formalidad.
Noté que a Verovolco le gustaba Helena. Ése es el problema de viajar al extranjero. Te pasas la mitad del tiempo intentando encontrar algo comestible y el resto quitándote de encima a hombres que manifiestan un desmesurado amor hacia tus compañeras femeninas. Me asombra ver la cantidad de mujeres que se creen las descaradas mentiras de los extranjeros.
Podía llegar a ser embarazoso. Yo estaba bien preparado para ser un diplomático perfecto en Britania, pero si alguien le ponía una mano encima a Helena le iba a dar un puñetazo en las partes más delicadas de su estampado añil.
Me pregunté qué estaría haciendo Maya. Había optado por quedarse en la ciudad, con Hispale. Ésta acababa de descubrir que no había ningún sitio en Noviomago donde poder ir de compras. Yo me estaba reservando la noticia de que no había ningún emporio decente en toda Britania. La próxima vez que me molestara de verdad, dejaría caer con delicadeza que en esos momentos se encontraba completamente fuera del alcance de lazos, perfumes y cuentas de cristal egipcias. Estaba deseando ver cuál sería su reacción.
—¿Te gusta nuestra casa? —Verovolco había llegado a dominar también algo de la charla de seductor para intentar ligar. Siempre lo hacen.
—Sí, pero estáis construyendo otra —respondió Helena con una regia sonrisita—. El arquitecto está a punto de explicarle a Falco todo el asunto.
—¡Vendré con vosotros! —¡Ah, por Júpiter, el mejor y más grande, ya se nos había pegado!
Pero había algo peor. Verovolco nos condujo a una habitación donde un hombre, cuyo desgreñado cabello había palidecido hasta quedarse gris hacía algunos años, estaba sentado en una silla de magistrado y esperaba a que la gente irrumpiera con quejas y suplicara su benévolo consejo. Como los atrebates todavía no habían aprendido que, entre los pueblos civilizados, quejarse era un arte social, tenía aspecto de estar aburrido. El tipo, que podría tener fácilmente sesenta años, había interpretado durante generaciones el papel de un romano de categoría. Era todo aburrimiento y tenía una actitud desagradable: los brazos separados sobre los respaldos, las rodillas también separadas, pero juntos los pies sobre su escabel. Ese jefe tribal había estudiado de cerca la autoridad romana. Vestía de blanco con los ribetes color púrpura y probablemente tenía un bastón escondido bajo su trono.
Entonces sí que estábamos listos de verdad. Era el gran rey.
Verovolco empezó a hablar con un rápido parloteo en el idioma local. Ojala hubiera traído a Justino; él quizás habría entendido algo, aunque sus conocimientos de lingüística celta derivaban de fuentes germánicas. Yo mismo estuve en el ejército, la mayor parte del tiempo en Britania, durante siete años, pero los legionarios que representaban a Roma despreciaban las jergas nativas y esperaban que todo el mundo conquistado aprendiera latín. Puesto que la mayoría de la población autóctona trataba de vendernos algo, ésa era una actitud justa. Los mercaderes y las prostitutas pronto lograron dominar las expresiones verbales necesarias para timarnos en nuestro propio idioma. Yo pertenecí a una patrulla de reconocimiento. Tendría que haber adquirido algunas nociones de su lengua por razones de seguridad pero, como era un muchacho, pensé que estar tumbado bajo un arbusto de aulaga mientras llovía torrencialmente ya era suficiente castigo para mi organismo.
Alcancé a entender el nombre de Pomponio. Verovolco se volvió hacia nosotros triunfalmente:
—¡El gran rey Togidubno, amigo de tu emperador, vendrá con vosotros para oír las explicaciones sobre su casa!
—¡Fantástico! —Excluí de mi tono cualquier matiz de arrepentimiento o sátira, aunque no sé para qué. Helena me lanzó una mirada severa, pero pasó desapercibida. Verovolco parecía entusiasmado, pero no tenía tiempo para responder a mi perogrullada.
—Será muy divertido oír un informe de los progresos —replicó por su cuenta el gran rey. En un latín perfecto.
Pensé que ese hombre debía de tener algo realmente caro que quería vender a Roma. Entonces recordé que ya lo había vendido: un puerto seguro y una calurosa bienvenida a los hombres de Vespasiano, treinta años atrás.
—Verovolco tiene asignada la tarea de seguir de cerca los acontecimientos por mí —nos explicó entonces, sonriendo—. Pomponio no se esperará que yo acuda. —Dedujimos que eso aumentaba la diversión—. Pero, por favor, no dejes que mi presencia sea un estorbo, Falco.
Helena se volvió hacia mí:
—El rey Togidubno sabe quién eres, Marco Didio, aunque no oí que Verovolco se lo dijera.
—Y tú eres la perspicaz e inteligente Helena Justina —interrumpió el rey—. Tu padre es un hombre distinguido, amigo de mi viejo amigo Vespasiano y hermano de la esposa del procurador Hilaris. Mi viejo amigo Vespasiano tiene ideas conservadoras. ¿No anhela verte casada con algún noble senador?
—No creo que espere que eso ocurra —respondió con calma. Se había ruborizado ligeramente. El respeto que Helena tenía por su propia intimidad era el de una verdadera matrona romana. Ser tema de la correspondencia imperial le hizo apretar los dientes. La hija de Camilo Vero estaba considerando seriamente si ponerle un ojo morado al gran rey de los britanos.
Togidubno la contempló durante un instante. Debió de captar de qué iba el asunto:
—No —dijo—. Y habiéndote conocido, con Marco Didio, ¡yo tampoco lo espero!
—Gracias —contestó Helena sin darle mucha importancia. Toda la conversación había tomado otro cariz. Yo me cuidé mucho de mantenerme al margen. El gran rey respondió con una inclinación de cabeza, como si la implícita reprimenda de Helena fuera en realidad un tremendo cumplido.
Verovolco me lanzó una mirada de complicidad al ver que su propio flirteo había quedado desplazado. Pero yo ya estaba acostumbrado a que Helena Justina hiciera amigos inesperados.
—¡Hacia mi nueva casa! —gritó el rey alegremente al tiempo que se envolvía en una enorme y reluciente toga como si se tratara de una bata de las que se llevan en los baños. Yo había visto legados imperiales de linaje desde los tiempos de la lucha de Rómulo y necesitaban cuatro ayudas de cámara para que les ayudaran con los pliegues de la toga.
No es necesario decir que yo todavía no había desempacado mis propias vestiduras formales de lana. Era muy posible que al abandonar Roma me hubiera olvidado de incluirlas en mi equipaje. Sólo me quedaba esperar que Togidubno no tuviera en cuenta ese desliz. ¿Incluirían los cursos de romanización para reyes provinciales conferencias sobre modales refinados? «Procura que tus invitados se sientan cómodos.» «Haz caso omiso del comportamiento grosero de los brutos inferiores a ti». Hubo un tiempo en que mi madre me alimentaba con cosas como ésas, lo que pasa es que yo no escuchaba.
Cuando saltó de su tarima para unirse a nosotros, el rey me agarró la mano y me dio un buen apretón romano. Hizo lo mismo con Helena. Verovolco, que debía de ser más observador de lo que parecía, siguió su ejemplo, y me aplastó la manaza como si fuera un hermano de sangre que hubiera estado bebiendo conmigo durante las últimas doce horas, y luego se aferró a los largos dedos de Helena de forma un poco menos violenta pero con una admiración igual de embarazosa.
Mientras nos dirigíamos todos a ver a Pomponio, empecé a darme cuenta de por qué Togidubno se había hecho amigo de Vespasiano y lo seguía siendo. Ambos habían ascendido desde situaciones sociales inferiores, pero sacaron el máximo provecho de ello utilizando el talento y manteniéndose en el poder. Tuve la triste impresión de que acabaría teniendo un verdadero sentido de la obligación para con el rey. Todavía pensaba que su nuevo palacio era un lujo desproporcionado. Pero, ya que los impuestos de los romanos de a pie se habían destinado a pagarlo, y que no había duda de que el dinero iba a parar a las arcas de alguien, quizá fuera mejor que me asegurara que esa elegante casa se construyera.