Empezó a prepararme una gran cantidad de bebedizo. Jugo de adormidera mezclado con vino. Sólo con verlo me sentí como si tuviera que salir corriendo a hacer una visita a la letrina; me las arreglé para derramar la taza y evitar beberme la mayor parte. Pareció preocupado por eso. El fuerte perfume a hierbas de su medicina me recordó al calmante que Alexas había preparado para Aulo y su mordedura de perro.
—Soy fuerte. Tú date prisa, ¿vale?
Dijo que teníamos que esperar a que la adormidera surtiera efecto. Lo comprendí. No quería que le arrancara la mano de un bocado.
Me quedé ahí tumbado en la penumbra y me noté relajado. El sacamuelas trasteaba en algún lugar detrás de mí donde no podía verlo. De pronto reapareció para echar un vistazo a mi boca. La abrí bien. El parecía estar incómodo, como si de alguna manera lo hubiera sorprendido.
—Es la misma historia de siempre —dijo entre dientes—. Demasiada arenilla en la comida. Destruye la superficie y entonces vienen los problemas. Si hubieras venido a verme antes, habría podido rellenar el agujero con alumbre o masilla, pero no duraría mucho. —Aunque todo lo que decía era propio de un profesional, noté que estaba perdiendo la confianza en él—. ¿Quieres una extracción lenta?
—¡Rápida! —exclamé con un grito ahogado sin cerrar la boca.
—Es mejor lenta. No perjudica tanto.
Yo sólo quería que empezara de una vez.
En esos momentos mis ojos se habían acostumbrado más a esa penumbra estigia. El sacamuelas era como un armiño flacucho, con ojos nerviosos y unos finos mechones de pelo. Había perfeccionado una actitud que debía de aterrorizar a todos sus pacientes.
Me acordé de mi tío abuelo Escaro, que una vez fue a ver a un dentista etrusco cuya habilidad le impresionó en gran medida. Escaro estaba obsesionado con los dientes. Cuando yo era pequeño, había oído muchas historias de cómo ese hombre sujetaba la cabeza a sus pacientes con las rodillas y raspaba con unos juegos de limas para quitar el sarro; y de cómo fabricaba una tira de oro para encajarla sobre los dientes que quedaban y sobre la cual sujetar unas piezas nuevas que se habían tallado a partir de la dentadura de un buey…
No podía adquirir una ingeniosa abrazadera de oro y un puente que fuera viable en Noviomago Regnensis. Ese hombre no era muy competente. Me pinchó una encía. Pegué un grito. Dijo que debía esperar un poco más.
La pócima medicinal me estaba haciendo efecto. Hasta debí de quedarme dormido unos instantes. El tiempo se redujo, por lo que pasaron unos cuantos segundos ocupados por un extenso sueño en el que me encontré reflexionando sobre el nuevo palacio. Vi a un tipo que era director de proyecto. Él hacía el presupuesto de las obras, creaba el programa, negociaba los suministros de materiales preciosos y contrataba a los especialistas. A su alrededor, una cortina de polvo de piedra se cernía sobre el mayor almacén de mampostería que había al norte de los Alpes. Inspeccionaba mármoles de todos los rincones del mundo: de piedra caliza, de limolita, cristalino y veteado. Se acanalaban las columnas, se pulían las molduras, se sacaban cornisas de unas duras plantillas. En las carpinterías de la obra, las garlopas rechinaban, los serruchos hacían un ruido áspero y los martillos daban golpes. En otras partes, los carpinteros golpeaban los tablones del suelo mientras silbaban unas agudas melodías para superar el jaleo que ellos mismos armaban. En las forjas, los herreros repiqueteaban sin cesar elaborando cierres para las ventanas, tapas para los sumideros, picaportes, goznes y ganchos. Fabricaban kilómetros y kilómetros de clavos, que en mi sueño eran todos unos monstruos de veintitrés centímetros.
Vi el palacio terminado, con esplendor. Algún día los silenciosos pasillos del rey iban a ser hollados por pies oficiales, entre un susurro de voces provenientes de elegantes estancias. Algún día…
Me desperté. Algo iba mal en mi oscurecido entorno. Lo vi medio adormilado. Un enorme interior con un lugar de trabajo. De las paredes colgaban unos artilugios aterradores. Tenazas y martillos. ¿Ese sacamuelas era un torturador o simplemente un provinciano rudimentario? Poseía una herramienta que me era familiar: una serie de abrazaderas unidas, con los extremos cortantes. La última vez que vi algo como eso fue como la más preciada posesión de Famia, el fallecido marido de Maya. La usaba para castrar sementales.
El hombre se me acercó. Sostenía unas enormes tenazas. Tenía unos ojos llorosos en los cuales percibí malas intenciones. A través de mi anestesiada mente, la verdad se hizo entender. Me había drogado. Entonces, iba a matarme. No me conocía. ¿Por qué haría eso?
Me despejé. Me levanté de un salto. Él debía de pensar que estaba inconsciente. Retrocedió indignado. Eché a un lado la tela con la que me había tapado; parecía una vieja manta de caballos. Descubrí que mi cabeza había estado apoyada incómodamente sobre un yunque de herrería.
—¡Esto es una guarida de herrero al borde del camino!
—Se fue. Yo lo compré…
—Eres un aficionado. ¡Y yo me tragué el cuento!
Eso no era para mí. Ya haría que Cipriano me arrancara la muela con unas tenazas de esas de sacar cabezas de clavos. Mejor aún, Helena podía llevarme a Londinio. Su tío y su tía nos aconsejarían algún especialista cualificado que hiciera unos pequeños agujeros en los abscesos y extrajera el veneno.
—¿Qué crees que estás haciendo aquí? ¿Qué clase de patético perdedor quiere ser un falso cirujano maxilofacial?
El encogido farsante no dijo nada. De un empujón abrió las anchas puertas del establo para que me marchara. Yo estaba demasiado enfadado para hacerlo. De todas formas, me había dado cuenta de quién era.
Lo empujé y cayó de rodillas. Incluso en medio de la atmósfera viciada que había provocado su brebaje para dormir, supe que me había ido de un pelo. Agarré la lámpara y se la acerqué a la cara.
—Necesito mear; ¡creo que lo haré encima de ti! ¿De dónde vienes, de Roma?
Lo negó con un movimiento de la cabeza. Era mentira.
—Eres igual de romano que yo. ¿A qué te dedicas en realidad?
—Soy cirujano-barbero.
—¡Tonterías! Diriges un almacén de materiales para la construcción. Soy Falco… y ahora sigue, haz como si nunca hubieras oído hablar de mí. Soy un cazador de recompensas, pero con mi búsqueda actual no consigo dinero…, sólo pura satisfacción.
Encontré una vieja cuerda, tal vez un cabestro abandonado y lo até fuertemente.
—¿A qué viene todo esto? —Le temblaban las piernas.
—¿Tienes un hermano que se dedica a algo relacionado con la medicina?
—Barbero y sacamuelas. Igual que yo —añadió de manera poco convincente.
—Padre de Alexas, de la obra del palacio, me imagino. ¿O es sólo un primo? Por supuesto, Alexas intentó evitar que te encontrara. Hasta tu socio trató de fingir que te había perdido en la Galia. Pero cuando lo encontré a él, también estaba preparado para ti. Así que, ¿vas a confesar? —Temblaba débilmente—. De acuerdo, lo diré yo. Eres Cota. Un constructor. De la empresa para la que trabajaba Estéfano. Eres de Roma. Huiste por la manera en que murió Estéfano, ¿quién lo mató?
—Gloco.
—Qué curioso. Él dijo que lo habías hecho tú.
—No fui yo.
—¿Sabes? —ahora que estaba atado, lo puse derecho juguetonamente—, no me importa quién de vosotros le golpeara la cabeza. Los dos escondisteis el cuerpo y los dos os largasteis. Tenéis que compartir la responsabilidad. Gloco ha muerto esta noche, pero no te preocupes, fue un accidente. Tú vivirás más. Mucho más. Me voy a asegurar de que así sea. Sé cuál es el castigo perfecto para ti, Cota. Vas a ir a las minas de plata. Es definitivo, Cota, pero es horrible y lento. Si las palizas, los trabajos forzados y el hambre no te matan, se te pondrá la cara gris y morirás de saturnismo. No hay más escapatoria que la muerte… y eso puede llevar años.
—¡No fui yo! Fue Gloco el que mató a Estéfano…
—A lo mejor hasta me lo creo.
—Pues déjame ir, Falco, ¿qué te he hecho yo a ti?
—¡Algo criminal de verdad! Tú construiste mi casa de baños, Cota.
Había sido una noche muy larga, pero buena. Entonces ya no sentía dolor.
FIN
LINDSEY DAVIS, nació en Birmingham en 1949 y estudió Literatura inglesa en Oxford, aunque como la arqueología le había fascinado siempre, estuvo a punto de estudiar historia. Una de sus novelas románticas fue finalista en 1985 del Premio Georgette Heyer, lo que le animó a desechar cualquier posibilidad de buscar un trabajo más convencional y apostarlo todo para convertirse en escritora. Le llevó tres años. Sobrevivió gracias al programa gubernamental de subsidios para los emprendedores. Fue cocinera de una empresa de asesores fiscales. Le sigue divirtiendo mucho investigar, documentarse y buscar el detalle histórico que aporta colorido a la ambientación de la época. Le divierten los rasgos de humor que se manifiestan en la Roma imperial del Siglo I d. C. y que aspira a transmitir al lector en sus novelas. Su más célebre creación es el investigador privado Marco Didio Falco, del que ya lleva escritas veinte novelas.