—Por el Hades, Quinto. Esto es peliagudo. Supón que Verovolco y Mandúmero asesinaron a Pomponio.
—¿Por qué iban a hacerlo?
—Bueno, porque Verovolco es fiel a su señor real. Lo sabe todo sobre los enfados del rey con Pomponio sobre el diseño. Seguramente pensaba que el rey prefería trabajar con Marcelino. Incluso es posible que hubiera algún intercambio de beneficios entre Verovolco y Marcelino. Digamos que Verovolco, que no era consciente de que otra persona planeaba matar a Marcelino, decidió eliminar a Pomponio, deshacerse del nuevo titular del cargo para que así pudieran volver a traer al antiguo. Su amigote Mandúmero estaría encantado de poder ayudar; acababa de perder un lucrativo empleo en la obra y Pomponio había querido crucificarlo. Mandúmero querría vengarse, no hay ninguna duda sobre ello.
—¿Crees que el rey era cómplice de esto, Falco? —Justino estaba horrorizado. Por un lado, se daba cuenta de que era una estupidez haber hecho algo así. Por otro, a ese chico caprichoso le gustaba creer en la nobleza de los bárbaros.
—¡Por supuesto que no! —contesté con un gruñido—. Mis pensamientos son del todo diplomáticos.
Bueno, podía ser cierto.
—¿Así que el asesinato de Pomponio fue una burda maniobra llevada a cabo por dos insensatos secuaces y condenada a ser descubierta? —preguntó Justino.
—No exactamente —le dije con tristeza—. Si la suposición es correcta, sólo unos idiotas seguirían adelante y lo sacarían a la luz.
Al cabo de un rato realicé una petición formal para una entrevista privada con el gran rey.
Es el momento de hacer una declaración profesional.
Cuando trabajas con clientes que exigen cláusulas de confidencialidad, surge un problema: al investigador se le exige que nunca rompa el silencio sobre sus casos. De no ser por eso, más de un informador privado podría escribir unas estimulantes memorias llenas de canalladas y escándalos. Más de un agente imperial podría crear una fascinante autobiografía en la cual los nombres famosos se moverían en vergonzosa yuxtaposición con los de mafiosos despiadados y personas de moralidad indecente. No lo hacemos. ¿Por qué? Porque no nos dejan.
No puedo decir que haya oído nunca que un cliente susceptible haya recurrido a un mandamiento judicial para proteger su reputación. No es ninguna sorpresa. Enfrentados con salir a la luz pública por mi causa, muchos de mis propios clientes habrían tomado medidas personalmente. Un padre con niños pequeños no podía arriesgarse a que le encontraran tendido en un callejón con los sesos desparramados alrededor de su cabeza. Y trabajar para el emperador todavía suponía más limitaciones. Esa sutileza no se explicaba con detalle en mi contrato porque no hacía falta que fuera así. Vespasiano se servía de mí porque se me conocía por ser discreto. De todos modos, nunca logré conseguir un contrato.
¿Queréis oír hablar sobre la vestal, el hermafrodita y el superintendente de las riberas? De mis labios no saldrá ni un suspiro. ¿Corre el desagradable rumor de que las herraduras para lluvia de los caballos, todas para las patas izquierdas, fueron ridículamente suministradas en exceso por el ejército a un coste descomunal? Lo siento; no puedo hacer ningún comentario. Por lo que se refiere a si uno de los príncipes imperiales tuvo una relación prohibida con… No, no. ¡Ni siquiera para que lo tacharan de especulación de mal gusto! (Pero que conste que sé cuál de los césares…). Yo nunca revelaré quién es el verdadero padre de los gemelos del panadero, ni dónde se encuentra actualmente esa chica de enorme busto cuyo primo será el heredero de vuestro débil tío de Formias, ni el volumen real de las deudas de juego de vuestro cuñado. Bueno, a menos que me contratéis y me paguéis: honorarios, más gastos, más inmunidad total contra las demandas por molestias causadas y pleitos por calumnia.
Menciono estos puntos porque, en el caso de que surgiera algún escándalo relacionado con la obra de construcción, yo estaba allí precisamente para sofocarlo. Algún día el gran palacio de Noviomago Regnensis se erigiría imponente y cada una de sus elegantes alas haría realidad la visión que Pomponio había soñado ofrecer con ellas. Mi papel no era simplemente conseguir que se construyera esa monstruosidad dentro de un margen razonable de su fecha de finalización y presupuesto, sino asegurar que no se convirtiera en un lugar con mala reputación. Magno, Cipriano, los artesanos y los obreros, todos podían seguir adelante en otros proyectos donde bien podrían maldecir el palacio y decir que era una vieja pesadilla; sus quejas se perderían enseguida entre las nuevas preocupaciones. De lo contrario, la lamentable historia de su diseño moriría, dejando puramente su magnitud y su esplendor para entusiasmar a los admiradores.
Allí estaría el palacio de Togidubno, gran rey de los britanos: una increíble vivienda privada, un formidable monumento público. Dominaría el insignificante paisaje en ese abandonado distrito de una provincia desierta que posiblemente lo estuviera durante siglos. Los gobernantes llegarían y se marcharían. Habría más renovaciones que se sucederían unas a otras en función de Parca y los recursos. Inevitablemente su trayectoria decaería. El deterioro triunfaría. Sus tejados se vendrían abajo y las paredes se desmoronarían. Los pájaros de las marismas recuperarían las ensenadas cercanas, y luego vendrían y gritarían sobre nada más que montículos anegados y matas de hierba, con todo el esplendor olvidado.
Razón de más para estar sentado algún día en una villa barata de mi propiedad, mirando al otro lado del profundo valle de un río, mientras los alborotadores descendientes de
Nux
les ladraban a unos críos chillones en algún jardín de provincias que luchaba por sobrevivir y donde mi anciana esposa leía en un banco soleado, pidiendo de vez en cuando a sus acompañantes que bajaran la voz porque el viejo estaba escribiendo sus memorias.
No tenía sentido. No habría ningún vendedor de pergaminos dispuesto a copiar una historia como esa.
Podía hacerlo como algo privado. Cualquier cabeza de familia tiene la esperanza de convertirse en el interesante antepasado de alguien. Podía escribirlo todo, meter el pergamino en un cofre y guardarlo bajo una cama. Seguro que mis hijas le quitarían importancia a mi papel. Pero quizás hubiera nietos con una mayor curiosidad. Incluso era posible que sintiera la necesidad de limitar sus nobles pretensiones recordándoles a esos ruidosos pillos que en sus antecedentes había algunos momentos alegres y humildes…
Imposible de nuevo, debido a ese eterno freno: la confidencialidad del cliente.
Ya veis cuál es el problema. Cuando envié el informe a casa sobre esos acontecimientos, el archivo de Noviomago se cerró rápidamente. Cualquiera que afirme saber lo que ocurrió debe de haberlo oído por otra persona, no por mí. Claudio Laeta, el más reservado de los burócratas, dejó claro que se me prohibía incluso revelar lo que Togi y yo discutimos…
Pero claro, nunca tuve tiempo para Laeta. Escuchad, entonces (pero no lo repitáis, y lo digo en serio).
Había pedido ver al rey en privado. Accedió a ello sin ni siquiera sacar a escena a Verovolco: una amable cortesía. Más útil de lo que él creía…, o de lo que se suponía que tenía que reconocer.
Yo tenía unas normas más estrictas; me llevé refuerzos.
—Limpios, elegantes y afeitados —les dije a los hermanos Camilo—. Nada de togas. Quiero que esto sea extraoficial, pero os quiero de testigos.
—¿No estás haciéndolo todo demasiado evidente? —preguntó Eliano.
—De eso se trata —dijo Justino con brusquedad.
El rey nos recibió en un salón ligeramente amueblado cuyo friso tenía unos sinuosos zarcillos de follaje con una forma y colorido exactamente iguales que el que había en la villa de Marcelino. Admiré el trabajo de pintura y luego hice notar la similitud. Empecé por discutir con diplomacia si esa utilización de mano de obra y de materiales podía ser una coincidencia y después mencioné que estábamos retirando los suministros para edificios que en esos momentos estaban almacenados en la villa. Togidubno podía inferir el porqué.
—Yo tenía absoluta confianza en Marcelino —comentó el rey en un tono neutral.
—Debéis de haber sido muy poco consciente de la naturaleza y envergadura de lo que ocurría. —Togidubno era amigo y colega de Vespasiano. Quizás estuviera metido hasta su real cuello en ese fraude, pero yo acepté formalmente su inocencia. Sabía cómo sobrevivir. A veces, los informantes tienen que olvidarse de sus principios—. Sois como el mascarón de proa de todas las tribus britanas. Un régimen corrupto en la obra habría perjudicado vuestra posición. El hecho de que, sin darse cuenta, Marcelino os colocara en esa situación fue algo inexcusable.
Irónicamente, el rey reconoció que lo había expresado de una manera muy delicada.
Yo admití su reconocimiento.
—Nunca nada debe restarle valor al hecho de que Marcelino os diseñó una casa honorable, con un estilo espléndido, donde habéis vivido cómodamente durante un largo tiempo.
—Era un magnífico diseñador —asintió Togidubno con aire de gravedad—. Un arquitecto con un gran talento y un gusto exquisito. Un anfitrión afectuoso y gentil. Su familia y sus amigos lo van a echar mucho de menos.
Eso daba a entender que el jefe de la tribu de los atrebates estaba completamente romanizado: había llegado a dominar el gran arte del foro de proporcionarle un obituario a un cabrón corrupto.
¿Y qué diría de Pomponio, aborrecido por todo el mundo excepto por su fugaz novio Planco? «Un magnífico diseñador…, un gran talento…, un gusto exquisito… Un hombre privado, cuya pérdida afectará enormemente a sus asociados y colegas más próximos».
Hablamos de Pomponio y de su conmovedora muerte.
—Ha habido algunos débiles intentos de implicar a personas inocentes. Había mucha gente a quien no le gustaba y eso ha complicado las cosas. Tengo algunas pistas —le dije al rey—. Estoy preparado para dedicar tiempo y esfuerzo a esas líneas de investigación. Habrá pruebas; puede que se presenten testigos. Eso significa un proceso por asesinato, publicidad desagradable y, si son declarados culpables, los asesinos se enfrentarían a la pena capital.
El rey me observaba. No preguntó nombres. Eso podía querer decir que ya lo sabía. O que se daba cuenta de la verdad y permanecía distante.
—Detesto la ambivalencia —dije—. Pero no me mandaron aquí para forzar soluciones rudimentarias. Mi cometido tiene dos aspectos: decidir qué ha pasado y después recomendar la mejor manera de actuar. «La mejor» puede significar la más práctica o la que perjudique menos.
—¿Me estás dando a elegir? —El rey me llevaba la delantera.
—Hubo dos hombres implicados en la muerte de Pomponio. Yo diría que uno de ellos es alguien muy cercano a vos y el otro es su conocido ayudante. ¿Quiere que nombre a los sospechosos?
—No —dijo el rey. Al cabo de un momento, añadió—: ¿Qué hay que hacer con ellos entonces?
Me encogí de hombros.
—Vos gobernáis este reino; ¿qué sugerís?
—¿Quizá los quieras muertos en una ciénaga? —preguntó Togidubno severamente.
—Soy romano. Deploramos la crueldad bárbara, preferimos inventarnos la nuestra.
—Entonces, Didio Falco, ¿qué quieres?
—Esto: saber que nadie más que trabaje en este proyecto estará en peligro. Luego, rechazar la violencia y mostrar respeto por los muertos y sus familias. En unos desenfrenados instantes de idealismo, tal vez quiera evitar más delincuencia.
—El castigo romano para los que han nacido en las bases sería la muerte degradante. —Los maestros judiciales del emperador ya debían de haber empezado a trabajar. El rey conocía la ley romana. Si se educó en Roma, habría visto a condenados destrozados por las bestias de la arena—. ¿Y para un hombre de posición? —preguntó.
—Nada tan decentemente terminante. El exilio.
—De Roma —dijo Togidubno.
—El exilio del imperio —le corregí con tacto—. Pero si los inculpados en este caso no son juzgados formalmente, el exilio de Britania sería un buen compromiso.
—¿Para siempre?
—Yo sugiero que mientras dure la nueva construcción.
—¡Cinco años!
—¿Creéis que es un duro acuerdo? Yo vi el cadáver, señor. La muerte de Pomponio fue premeditada y después hubo mutilación. Era un funcionario romano. Ha habido guerras que han empezado por menos de eso.
Nos quedamos sentados en silencio.
El rey pasó a una sugerencia práctica:
—Se puede anunciar que Pomponio fue asesinado por un intruso que había entrado en la casa de baños esperando poder asaltar a alguien o encontrar sexo… —Estaba contrariado, pero cooperaba conmigo—. ¿Y qué me dices de la otra muerte? ¿Quién mató a Marcelino? —elijo en tono desafiante.
Le expliqué que una bailarina contratada, con las credenciales insuficientemente comprobadas. El motivo, dije con una leve sonrisa, debía de ser el robo o el sexo.
—Mi gente la buscará —afirmó el rey. No era una oferta, sino una advertencia. Tal vez no supiera que Perela trabajaba específicamente para Anácrites, pero se había dado cuenta de que era importante. Y si el rey encontraba a Perela, esperaría algún tipo de negociación.
Como estaba seguro de que a esas alturas ya debía de haber abandonado la zona, no me importó.
Yo estaba inquieto. Eliano y Justino susurraban alegremente pensando que habíamos cumplido nuestra misión. Yo tenía la sombría sensación de que los asuntos sin terminar esperaban para desbaratar mi vida.
La obra estaba demasiado tranquila. Nunca hay que fiarse de un lugar de trabajo donde no haya nadie que ande por ahí sin rumbo.
En esos momentos era media tarde.
Aunque era muy temprano, muchos de los obreros se marchaban pesadamente de la obra en dirección a la ciudad. Pronto pareció que todos se habían ido a la
canabae
. No se veía a nadie del equipo del proyecto, por lo que, mientras nadie me necesitara para ejercer mis funciones, me retiré a mis habitaciones para dedicarme al privilegio del director del proyecto: tiempo para pensar, a cargo del cliente. No había pasado mucho rato cuando se oyó un ruido de cascos de caballos y la mayor parte de los criados varones del rey montaron y salieron a medio galope también en dirección a Noviomago. Verovolco iba en cabeza. Supuse que tenían instrucciones del rey para buscar a Perela.
No la habían encontrado la última vez que registraron la campiña. Pero Verovolco debía de tener más alicientes, si es que había hablado con el rey después de nuestra reunión. Fuera como fuera, tenía un aspecto adusto.