Maya se quedó con
Nux
y un guardaespaldas bondadoso.
—Cuidaré de Julia. Pero no voy a cargar con esos otros dos que habéis adoptado. Parecen unos tipos asquerosos. —Eliano y Lario fingieron no haberlo oído.
Lario quería venir.
—Eres sospechoso de asesinato —lo reprendió Eliano—. Tú limítate a quedarte sentado.
—He estado ayudando a tío Marco desde que tú eras un llorica de poco más de medio metro que babeabas encima de tu amuleto de oro —se mofó Lario.
—A ti te trajeron a Britania para pintar ramilletes de lindas flores. Yo estoy en misión oficial…
—Dejad de discutir, vosotros dos —dijo Maya con cara de pocos amigos. Sorprendentemente, lo hicieron.
Nos ofrecieron una embarcación. Por lo que yo sabía, podría haber sido más rápido. Pero yo quería ver si nos encontrábamos con alguien que volviera a Noviomago desde la villa. No ocurrió. Aun así, uno tiene que comprobarlo.
La finca de Marcelino estaba situada a unos tres kilómetros tierra adentro. No tuvimos ninguna duda de que habíamos llegado: su tamaño y su grandiosidad llamaban poderosamente la atención, del mismo modo que lo hacía él con su ropa espectacular y su porte altivo. En cuanto subimos a galope hacia la monumental entrada, se confirmaron mis temores sobre la noche anterior. Reinaba la agitación por todo aquel enorme lugar. Los esclavos, o bien corrían por ahí como ratones asustados o bien estaban encogidos de miedo, aterrorizados. Pronto encontramos a la mujer del arquitecto; calculé que sería unos veinte años más joven que él, tal vez era su cincuenta cumpleaños lo que celebraban ayer. Con un grito tras otro nos dijeron dónde estaba. Debió de haberse pasado un buen rato chillando sin poder hacer nada, porque se había quedado completamente ronca. Ningún miembro de su servicio se atrevió a acercarse para calmarla o consolarla.
El motivo de la histeria fue encontrarse a su marido muerto. No me hizo falta preguntar si había fallecido por causas naturales. Tenían una casa de baños pero, a diferencia de Pomponio, Marcelino había muerto en su cama.
Helena se hizo cargo de la pobre mujer. Cruzando a grandes pasos elegantes estancias llenas de elaborado mobiliario, enseguida llegué a donde estaba Marcelino. Él y su mujer tenían dormitorios separados, ese sofisticado sistema que permite a las parejas ignorarse mutuamente. Estaba en su cama, tumbado todavía allí donde había dormido, tal como había dicho su esposa. Alguien le había cortado el cuello. Lo habían hecho de una manera experta, seccionando tanto la yugular como la tráquea, tan profundamente que el cuchillo debió de rozarle las vértebras.
La habitación apestaba al vino de la noche anterior. Había mucha sangre. Yo estaba medio preparado para ello; bueno, ya había visto otras veces un trabajo de ese estilo. Pero me revolvió el estómago igualmente. Magno, que venía detrás de mí, no consiguió salir de la habitación antes de vomitar. Algunos de los britanos que venían conmigo pusieron cara de estar mareados, aunque todos se las arreglaron para quedarse ahí derechos y no huir. Verovolco llegó inmediatamente e inspeccionó la escena de cerca. Una cabeza a medio rebanar no infundía ningún terror a los miembros de una tribu cuya nación decapitaba a sus enemigos como trofeos de guerra. Los jóvenes no podían haber participado en mucha acción, pero Verovolco daba la impresión de haber visto cosas de las que no me gustaría enterarme.
Era una visión espantosa. Traté de mantener mi actitud profesional. Es posible que Marcelino estuviera dormido cuando lo atacaron. A juzgar por la manera en que estaba tumbado sobre las almohadas, con la parte superior del cuerpo fuera de la colcha, creí más probable que se hubiera incorporado y lo hubieran acuchillado por detrás. Alguien pudo acercarse lo suficiente para hacerlo. Si fue una mujer —yo ya sabía a quién me refería—, cualquier cínico podía especular sobre la manera en que habría conseguido ganarse la confianza de ese hombre hasta ese punto…; además, en el cumpleaños de su esposa.
Era en la cama donde había más sangre. No había huellas de pisadas. El tirador de la puerta estaba limpio. El autor probablemente no había podido librarse por completo de la sangre derramada, pero no había dejado rastro. Un trabajo profesional. Pocas cosas podían estropearlo, pero mi presencia en la localidad era una cuestión de verdadera mala suerte. Había visto bastantes faenas como ésa para poder afirmar categóricamente que Perela era la asesina.
No había ningún arma junto a la cama, pero supimos que había sido una daga muy afilada, de hoja fina. Lo bastante afilada para cortar pescado en filetes, deshuesar carne o realizar cualquier otra carnicería. A estas alturas ya estaría bien limpia, introducida cuidadosamente de nuevo en su vaina y metida en el cinturón de esa tranquila mujer, sin gracia aparente, a la que en una ocasión había visto pelar una manzana probablemente con el mismo cuchillo. Con una capa ocultaría cualquier mancha de sangre.
—¿Tú qué piensas, hombre de Roma? —dijo Verovolco con voz ronca. Pensé que demostraba demasiada curiosidad, para empezar.
—Si la gente continúa muriéndose a este ritmo, no quedará nadie como sospechoso…
Verovolco se rió. No me uní a él.
—¡Dos grandes arquitectos la misma noche! —se maravilló.
—Una coincidencia intrigante. Pomponio y Marcelino mantenían una rivalidad profesional. Como los han asesinado la misma noche y a tanta distancia, está claro que ninguno de ellos ha matado al otro. Y lo que es más, todavía podemos encontrarnos con el mismo móvil… y puede ser que a los asesinos los organizara la misma persona.
—¿Una mujer celosa? —sugirió Magno.
—Tú conocías a la pareja —le dije a Verovolco—. ¿Tenía ella algún motivo para estar disgustada con su marido?
Verovolco se encogió de hombros.
—Si lo tenía, nunca lo demostró. Siempre parecía estar contenta.
—¡Ahora está trastornada! —comenté.
Registramos la casa y no descubrimos nada importante. Los esclavos dijeron que, tras las prolongadas celebraciones, todo el mundo había dormido hasta tarde. Eso incluía a algunos invitados que se habían quedado a pasar la noche; los encontramos a todos juntos en uno de los comedores. Eran unos dignatarios locales, no particularmente dignos en medio de esa crisis, que no tenían nada que decirnos. Se habían levantado tarde, habían ido a desayunar —para entonces era ya hora de comer— y estaban planeando su marcha. La esposa de Marcelino decidió ir a ver cómo estaba, ya que normalmente se despedía en persona de los invitados. En cuanto empezaron los gritos, los invitados creyeron que debían quedarse, aunque nadie sabía de qué manera ayudar.
Les pregunté sobre la noche anterior. Todos dijeron que la fiesta había sido un enorme éxito; la bailarina había estado espléndida. Los músicos los proporcionó Marcelino, no los trajo Stupenda, como se hacía llamar. Esa mañana, tanto los músicos como la bailarina se marcharon, y un portero los vio partir (a un ciudadano responsable se le ocurrió comprobarlo). Los que rasgueaban las cuerdas y tocaban la pandereta se fueron primero. La bailarina salió poco después; tal como se había acordado, la habían ido a buscar a Noviomago y tenían que llevarla de vuelta allí en el carruaje del propio Marcelino.
El vehículo no estaba de vuelta todavía. Le pedí a Verovolco si los guerreros podían dar una vuelta por ahí con sus caballos y registrar el campo, al menos por las inmediaciones más próximas. Tendrían que encontrar el carruaje. No localizarían a Stupenda, de eso estaba seguro.
Me fui a hablar con la esposa.
No hubo suerte. Helena había conseguido calmarla, pero había sido necesario sedarla. Una mujer de la cocina proporcionó unas hierbas medicinales para tal propósito. Helena había cubierto la ventana con una sábana. En esos momentos simplemente estaba sentada, llorando lentamente, mientras empezaba el verdadero golpe. No era coherente y estaba totalmente ajena a nuestra presencia.
Helena me llevó a un lado y me habló en voz baja: —He descubierto lo que he podido. La fiesta terminó muy tarde. Todos estaban exhaustos y, la mayoría, achispados. Se les procuraron camas. Marcelino y su esposa dormían en dependencias separadas… —No hice ningún comentario. Helena y yo compartíamos una firme opinión al respecto. De todas formas, se trataba de una pareja mayor y él era de ese tipo de hombres con veleidades artísticas—. Esta mañana los sirvientes estaban todos adormilados, por lo que la propia esposa fue a investigar por qué no aparecía. Entró y se encontró con el horror —Helena estaba afectada. Quizá se imaginó cómo se sentiría si me encontrara a mí de esa manera.
—¿Cómo es ella?
—Decente. Respetable, si no culta. No es su liberta; yo diría que debió de haber rango y dote.
—Debía de querer una esposa que le proporcionara dinero…, gustos caros.
—Ella todavía no ha asumido lo que esto significa. —Helena, en una crisis, siempre veía al instante lo que ésta iba a suponer. Ella conquistaba el dolor, el miedo o cualquier otra tragedia planeando ferozmente cómo afrontarlo—. Le he dicho que creemos que el asesino hace mucho que se ha ido y que no hay peligro para los demás. No ha podido asimilarlo. Ni siquiera ha pedido justicia a gritos todavía.
Mi voz sonó áspera:
—Si el asesino viene de parte de Anácrites, él es la justicia, la justicia imperial ejecutada en secreto y con rapidez.
—No culpes al emperador. —A Helena se la notaba cansada.
—Bueno, vamos a fingir que Vespasiano no sabe lo que su jefe de los servicios secretos se trae entre manos ni conoce sus asquerosos métodos. No. Seamos realistas: Vespasiano no quiere saberlo.
Sabía que Helena se resistiría.
—Informa a Vespasiano si quieres, Marco, ¡pero que conste que no te lo va a agradecer!
Helena apoyaba al régimen Flavio, pero aun así, era realista. Vespasiano simulaba odiar a los espías e informantes, pero el servicio de inteligencia imperial todavía prosperaba. Tito César se había nombrado comandante de la guardia pretoriana, que era quien dirigía la red de espías (basándose en que utilizaban el servicio para proteger la seguridad del emperador). Por lo que yo había oído, más que disolverlo, Tito planeaba reestructurar y ampliar el equipo.
Incluso mi propio trabajo formaba parte de ese sistema. El hecho de trabajar por mi cuenta y no estar en la plantilla de palacio no me eximía de esa inmundicia del trabajo secreto. Abordé la misión abiertamente; sin embargo, en las fases preliminares, hasta yo me había planteado si no conseguiría avanzar más en la obra disfrazado de experto en fuentes.
En mi trabajo era inevitable que hubiera víctimas. Nunca traté de encubrir mis actos con ejecuciones. Cuando ocurría alguna tragedia, esperaba que los muertos se merecieran su destino. Pero Anácrites diría lo mismo. Tener a Perela cortando pescuezos en remotas provincias sólo era un método para liquidar a los delincuentes con la máxima eficiencia y las mínimas protestas públicas, utilizando medios rentables.
—Pero ¿por qué Marcelino? —dije en voz alta.
Helena y yo nos dirigimos juntos a una antesala; así pudo especular conmigo sin que nos oyeran.
—Me parece extraño que Anácrites haya llegado tan lejos. Marco, ¿seguro que el único pecado de Marcelino era ser demasiado agradable con el cliente? Una fría carta de Vespasiano debería haberlo resuelto.
—Ésa fue mi reacción. Tenía intención de recomendar que reclamaran a Marcelino desde Italia, tanto si quería ir como si no.
Helena tenía el ceño fruncido:
—Quizá no sea cosa de Anácrites. ¿Podría ser que Claudio Laeta estuviera detrás de todo esto? —Podía llegar a ser tan desconfiada como yo. Laeta era un burócrata de alto rango que se entrometía en importantes iniciativas de todo tipo. Era enemigo acérrimo de Anácrites y tampoco era amigo mío. Siempre que podía, nos ponía al uno en contra del otro.
No podía resignarme a esa sugerencia.
—Laeta me dio instrucciones para este viaje. Aunque es verdad que a Vespasiano le propuse a Anácrites como alternativa, nunca lo he visto trabajar con Laeta… Bueno, al menos desde que empezaron a disputarse el puesto uno con otro, y tampoco he visto nunca que Perela trabaje con alguien que no sea Anácrites.
—Así que sólo se trata del jefe de los servicios secretos y su agente en el extranjero. Cada vez que salimos fuera tenemos el mismo problema de que Anácrites nos pisa los talones —se quejó Helena.
—Si él ha hecho esto, supongo que ha sido por iniciativa propia. Se supone que Anácrites no sabe que estoy aquí.
—¿Le pediste a Laeta que lo mantuviera en secreto?
—Sí, porque pensé que Laeta disfrutaría engañando a Anácrites.
—¡Ajá! ¿Tal vez Anácrites lo descubrió?
—¡Eso lo convertiría en un buen espía! No me torturéis, señora.
Nos quedamos sentados en silencio, examinado la decoración mientras se normalizaba la situación.
—Mira a tu alrededor, Marco —dijo Helena de pronto.
Yo apenas me había fijado en la distribución y el diseño de la villa. En parte fue debido a la crisis, pero lo cierto es que tuve la impresión de hallarme en un entorno conocido. Al momento me di cuenta de lo que Helena quería decir. Habíamos ido a parar a unos salones que bien podían formar parte de la «vieja casa» del palacio. Supuse que era normal. Marcelino era el arquitecto. Impondría su estilo personal. Aun así, las semejanzas eran inquietantes…
El suelo estaba hecho de piedras multicolores…, «una tranquila geometría de pálidos colores vino, azul aguamarina, blanco mate, trigo y diferentes tonos de gris». Vaya, vaya. Había un friso de color azul muy oscuro y una cornisa pintada con un efecto exactamente igual que el enlucido bañado por la luz del atardecer. Al mirar por la ventana (de madera noble de primera calidad, con un trabajo de los que perduran), vi que los materiales del exterior me eran igualmente familiares, sobre todo la piedra gris, parecida al mármol, que sabía que provenía de una excelente cantera britana que había en la costa. La enorme casa de baños era igual que la que había en el palacio.
Helena se quedó de pie a mi lado.
—Me imagino —murmuró— que la aristocracia habrá visto el palacio del rey y quieren que sus hogares privados sean igual de espléndidos. En particular los amigos y familiares de Togidubno.
—De acuerdo. Y Marcelino era el que estaba mejor situado para asegurarse de que su villa tuviera decididamente lo mejor de todo. Así es como muestra a Britania la manera de adoptar la romanización: aplicando directamente nuestras sofisticadas prácticas corruptas.