—No fui a los baños.
El contable, Cayo, dominado por la tensión, dejó escapar un grito ahogado. Magno no apartó los ojos de mí.
—Estás mintiendo, Magno —furioso, di un amplio movimiento con el brazo. Tiré la cartera de instrumentos de la mesa. Entonces grité a pleno pulmón—: ¡Por toda la mierda del Hades, Magno! Dime la verdad, ¿quieres?
—¡Cuidado, Falco! —exclamó Cayo en tono chillón, muy alarmado. Era la primera vez que abría la boca desde que entramos. Sus ojos parpadeaban más deprisa de lo normal.
La verdad es que desaté mi mal humor.
—¡Estuvo en los baños! —le rugí al contable—. ¡Tengo un testigo que lo dice, Cayo! —No miré a Magno—. Si quieres saber por qué me pongo así, te diré que pensaba que era un hombre de gran carácter. Pensé que podía confiar en él. ¡Yo no quería que fuera él el asesino!
Magno me lanzó una mirada larga y dura. Entonces, simplemente se puso en pie y dijo que volvía al trabajo. Lo dejé marchar. No podía arrestarlo, pero no me disculpé por insinuar que él era el homicida.
En cuanto el agrimensor se marchó, abandoné la farsa.
Me senté en silencio. Demasiado callado, habría dicho alguien que me conociera. El administrativo había trabajado conmigo, aunque no lo suficiente, o no lo bastante estrechamente. Aun así, el temor lo dejó inmovilizado en el taburete.
—¿Esa muela tuya todavía te está fastidiando, Falco? —preguntó con voz nerviosa. Podía tratarse de una broma, de una compasión verdadera, o de una asustada mezcla de las dos cosas.
Como andaba demasiado atareado para ocuparme de él, me había olvidado de mi dolorido molar hasta ese momento. Los informantes no nos derrumbamos ante un mero dolor. Siempre estamos demasiado ocupados, demasiado desesperados por concluir el caso.
—¿Dónde estuviste tú anoche, Cayo? —sonó como una pregunta inocente.
—¿Qué?
—Ubícate para mí. —Cayo había asistido a la reunión de la obra esa mañana y había presentado una declaración como testigo, pero yo todavía no había tenido tiempo de echarle un vistazo.
—Yo… fui a Novio.
Escudriñé a ese cabrón con una débil media sonrisa.
—¿Fuiste a Novio? —al repetirlo sonó como si lo dijera un abogado agobiado por las preocupaciones, soltando su maniobra retórica menos convincente. Esperaba que el testigo se viniera abajo de pura angustia. Pero en la vida real nunca lo hacen.
—A Novio, Falco.
—¿Y eso para qué?
—Por salir una noche. Sólo fue una noche en la ciudad. —Seguí mirándolo fijamente—. Stupenda iba a bailar —añadió Cayo. Un gesto simpático. Los detalles siempre hacen que una mentira suene más creíble.
—¿Estuvo bien?
—Estuvo genial.
Me levanté.
—Sigue con tu trabajo.
—¿Pasa algo, Falco?
—Nada que no me espere todos los días —dejé que viera cómo hacía una mueca. Cayo me había caído bien. Había dado grandes muestras de adoptar la actitud correcta. Pero aquello había sido puro teatro—. En mi trabajo —expliqué en tono grave— me tropiezo con mentiras, fraudes, conspiraciones e inmundicia. Es lo que espero encontrar, Cayo. Me topo con locos que matan a sus madres por pedirles que se limpien los pies en el felpudo. Trato con atracadores de los bajos fondos que les roban medio denario a los ciegos veteranos del ejército para comprar bebida a una camarera de trece años a la que después violan…
En esos momentos, el contable me miraba tan perplejo como aterrorizado.
—Sigue con tu trabajo —repetí—. Cuando decidas reconsiderar tu historia, me lo dices. Mientras tanto, no dejes que mis sentimientos te aflijan. Tu contribución en esta investigación, Cayo, no es más que un rutinario montón de estiércol; aunque sí puedo decir que ser traicionado por mi propio hombre de apoyo en la oficina me ha decepcionado enormemente.
Lo dejé al tiempo que me alejaba a grandes zancadas como si tuviera que ir a defender un puente contra una salvaje horda de bárbaros.
Él no sabía que yo también había estado en Novio la pasada noche con la esperanza de ver a Stupenda. Lo que, por supuesto, no había hecho; porque la noche anterior, en Noviomago Regnensis, esa mujer llamada Stupenda no bailó.
—Quizás el contable se confundió de noche —sugirió Eliano. Fuera cual fuera la pócima que el enfermero le suministrara, lo había animado lo bastante como para interesarse.
Yo no estuve de acuerdo.
—Sé realista. No te confundes con el día de ayer, sobre todo cuando estar en el lugar equivocado puede convertirte en el asesino.
—¿Podría ser que estuviera un poco embotado? ¿Cayo bebe mucho?
—Lo dudo. Lo he visto tirar media taza de
mulsum
sólo porque hubiera una mosca por ahí.
Estábamos en mis habitaciones, el inválido despatarrado en un diván acolchado. Eliano había hecho un rudimentario bosquejo del nuevo palacio y en él señalaba las posiciones de los testigos con tinta roja, junto con un recuadro (encabezado con el dibujo de una copa de vino torcida) donde incluía a aquellos que afirmaban haber ido a la ciudad la noche anterior.
—Están todos implicados —despotriqué—. Bueno, cuéntame tus resultados, Aulo. ¿Podemos demostrar algo?
—Todavía no. Un individuo con mala pinta llamado Falco no ha presentado el informe.
—Novio —mascullé—. Tu querido hermano puede responder de ello, más un criado del rey. Llegados a eso, tú sabes perfectamente bien que no quise cenar y me marché trotando en un pony… Por cierto, ¿te queda algo de tu medicina? —La muela me estaba atormentando.
—No, Lario se la bebió. —En esos instantes, Lario estaba desplomado sobre una silla de mimbre que Helena utilizaba habitualmente, más blanco que la leche y semiconsciente—. Agotado a causa de su vida de desenfreno —opinó Eliano sentando cátedra moral—. O envenenado.
Mi hija mayor, Julia, usaba su carrito con ruedas para jugar a cuadrigas alrededor de Lario, con él haciendo de spina, el muro central del circo. El bebé dormía, por una vez, en su cesto de viaje de dos asas. Había leves indicios de que hacía falta cambiarle el pañal a Favonia, pero me las estaba arreglando para no darme cuenta. Los padres aprenden a vivir con la culpabilidad.
—Así, ¿qué tenemos, Aulo?
—Estas tablillas son una farsa. Si crees lo que dicen, la obra estaba desierta y nadie pudo haberlo hecho. Es asombroso que se llegara a descubrir el cuerpo. La mayoría de los del equipo del proyecto afirman que estaban en la ciudad.
—¿Cayo?
—Sí, dice que estuvo en la ciudad.
—¿Con alguno de los otros?
—No particularmente. Ha puesto a Magno como testigo.
—¿Y qué escribió Magno?
—Que también estaba en Novio. Se supone que Cayo responde por él.
—Eso es erróneo. Magno acaba de decirme que estuvo en sus habitaciones.
—¡Debe de haberse olvidado de su excusa oficial bajo la presión de tu interrogatorio!
—No seas grosero —le reprendí suavemente—. ¿Así qué, quedaba alguien aquí?
—Los dos arquitectos subalternos, que dan fe el uno del otro.
—Éstrefo y Planco, reflexionando, bebiendo y roncando. Me inclino a creerlos. Es demasiado conmovedor para ser un farol.
—También el jefe de obras.
—Cipriano, dando vueltas por la obra él solo con la esperanza de impedir que hubiera problemas y dirigiéndose luego a los baños para hacer un desagradable descubrimiento. Creo que me fío de él. Tiene familia en la obra; si elaborara una coartada falsa, les habría hecho decir que estaba en casa.
Eliano mojó la pluma e hizo un borrón en los baños por Cipriano.
—¿La persona que asegura haber encontrado un cuerpo no es, en ocasiones, el sospechoso más evidente?
—La mitad de las veces es así —consideré el comportamiento de ese hombre cuando vino a buscarme—. Pero Cipriano estaba en estado de shock cuando vino a todo correr con la noticia. Parecía sincero. Se puso enfermo al ver el ojo salido. Yo diría que se sorprendió de verdad.
—Con todo, podría ser una artimaña —replicó Eliano. Él tenía dudas—. Pero, si fuera el asesino, ¿habría salido corriendo desnudo?
—Ya veo por qué lo preguntas. —La inactividad le estaba haciendo bien a Eliano. Un vendaje en la pierna parecía mejorar su intelecto. De hecho, me sorprendió con su lógica—. El homicida se quedó tranquilo. Limpió y devolvió a su sitio una de las armas de la cartera de Magno…
Nos quedamos ambos en silencio unos instantes.
—La sacó; la devolvió. Es curioso —dije.
Eliano hizo la mímica de esas acciones.
—La cartera de los instrumentos debió de permanecer colgada de la percha para la ropa durante el asesinato…
—¿Y dónde estaba Magno?
Podía ser él el asesino. Pero también había dos posibilidades que lo convertían en inocente:
—O estaba en la cámara tibia disfrutando de una lenta zambullida fría y dándose aceite, o andaba con Cayo.
—¿Es probable?
—Ninguno de los dos parece ser de ésos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Eliano—. Yo he conocido a gente que se tiraba cualquier cosa que estuviera a mano, fuera cual fuera su sexo.
Era una tradición romana, especialmente en las altas esferas. Pero planteaba cuestiones interesantes en cuanto a algunos de sus propios amigos. A mi pesar, abordé la otra posibilidad:
—Fuera cual fuese la razón por la que Magno fue a los baños, todavía pudo ser uno de los asesinos. —Hice una mueca, resistiéndome aún a la idea—. Lo sorprendí al mostrarle la cuerda esta mañana. La reconoció abiertamente. Pero si hubiera sabido que fue utilizada para estrangular a Pomponio, al menos le habría quitado importancia al hecho de que fuera suya.
—Seamos realistas, Falco. Magno no habría sido tan tonto de dejar en el cuerpo algo que pudiera identificarse como suyo.
—¿Le daría demasiado asco sacarlo? —sugerí.
—¡No, no! —Eliano había entrado en ambiente y su respuesta fue feroz—. Si detestas a alguien lo bastante como para estrangularlo y sacarle un ojo, también puedes retirar las pruebas.
—De acuerdo —reflexioné—. Es interesante que, fueran quienes fueran los asesinos, pensaran que los compases debían devolverse a su sitio…, pero en cambio creyeran que la cuerda no era más que un cordel anónimo. ¿Trataron de implicar a Magno, o es que nunca habían visto utilizar una cinco-cuatro-tres para hacer un ángulo recto? Eso significaría que no fue un agrimensor, y lo más probable es que tampoco se tratara del jefe de obras.
Eliano se encogió de hombros. Ésa era mi teoría. No me la discutiría, pero tampoco se entusiasmaría con ella.
—Si había más de una persona involucrada —sugerí—, podría ser el reflejo de personalidades diferentes. Uno sacó los compases, el otro simplemente no se molestó por la cuerda.
—¿Don Pulcro y don Chapucero?
—Aunque fueran Pulcro y Ordenado, el asesino, o los asesinos, podían haberse visto interrumpidos. Maya fue a los baños —señalé. Mi hermana era fuerte, pero intenté no pensar demasiado en lo cerca que estuvo de encontrarse con los asesinos—. También Cipriano, si aceptamos que fue un participante inocente.
—No resultará —me reprendió Eliano, sincero como de costumbre—. Maya Favonia no se aventuró más allá del vestuario.
Y podemos descartar incluso a Cipriano. Sabes que las casas de baños tienen una acústica malísima. Nadie que estuviera en el último caldario habría oído a alguien que viniera de fuera hasta que esa persona estuviera encima de ellos. Entonces sería demasiado tarde para escapar.
—Por lo tanto —empecé a decir, siguiendo otra línea—, ¿consideramos que los asesinos fueron a los baños a propósito, realizaron su acción y huyeron rápidamente?
—Si fueron allí expresamente, Falco, ¿cómo podían tener la seguridad de que Pomponio estaba solo y de que nadie les interrumpiría?
—Mantuvieron vigilados los baños hasta que fue seguro actuar.
—Es bastante horroroso —dijo Eliano—. Pomponio está dentro haraganeando con su juego de almohazas… —su voz se apagó por un momento—. Bueno, en cualquier caso, eso es evidente premeditación.
—No hay duda de que un buen letrado que tuviera la conciencia tranquila los sacaría de esa con buenos argumentos… —Tenía una pobre opinión de los abogados.
—¡Pero Falco! Lo acorralaron como una alimaña. En cuanto te metes en las entrañas de una casa de baños, estás atrapado.
—No pienses demasiado en eso, Aulo. O la próxima vez que te estés quitando la mugre con tu aceite de lavanda puede que te pongas nervioso.
Eliano silbó entre dientes.
Al cabo de un momento, se animó y decidió:
—Así que pensamos que es una conspiración de todo el equipo del proyecto.
Los dos habíamos estado tan absortos que nos habíamos olvidado de que teníamos compañía. En ésas, hubo una agitación proveniente de la silla de mimbre. Lario se movió, se retorció hasta quedar erguido y soltó un extraordinario eructo. Eliano y yo pusimos cara de pena. Julia Junila se sentó sobre una alfombra con sus rechonchas piernas por delante y trató de copiar ese repugnante sonido.
—¡Por todos los mitos! —exclamó Lario—. Vosotros dos, locos bastardos, estáis dando rienda suelta a la fantasía. ¿Por qué decís que es el maldito equipo del proyecto?
Levanté una ceja.
—¿Los defiendes?
—Son todos un puñado de culos meados, unas anémonas de mar —gruñó Lario—. Son todo gelatina. Ninguno de ellos sería capaz de salir por sí mismo de dentro de una funda de cojín. Ni todo el equipo junto sería capaz de concebir un plan para abrir la puerta de una letrina, ni aunque todos tuvieran diarrea.
—Nos ofreces una excelente valoración de esas nobles personas —lo felicitó Eliano con sarcasmo.
—Entonces, dinos cómo lo ves tú, Lario.
—Tío Marco, este lugar está plagado de gente enojada que odia a Pomponio por motivos mucho mejores de lo que sospecháis cualquiera de vosotros dos. Lo que el equipo del proyecto detestaba más de él era su carácter autoritario y horrible.
—Reconozco que si el ser desagradable fuera motivo suficiente para que a un hombre le dieran muerte en los baños, Roma sería una ciudad vacía.
—A ver qué tal esto —expuso Lario—. Los marmolistas. Total, ¿para qué sirven los revestimientos de mármol? —se quejó, dejándose llevar por sus prejuicios profesionales—. Yo puedo pintar mejores veteados, y se evitan esas caras roturas… Tenían alguna treta entre manos a la que se ha puesto fin.