Helena fingió sorprenderse.
—¿Tan malos somos los romanos?
—Como en todas las cosas, cariño, Roma aventaja al resto del mundo.
—¿Estás diciendo que Marcelino robó estos caros materiales del palacio?
—No estoy en condición de demostrarlo pero, hasta este momento, no estaba buscando esta clase de pruebas.
—Y ahora la verdad se muestra ante tus ojos.
—Y con un gusto exquisito. En hermosas configuraciones de color, todo hecho con habilidad.
Quizás alguien más había estado buscando las pruebas necesarias. Fuera, una conocida figura vestida de blanco entró en un patio. Magno. Había mostrado mucho interés en acompañarnos y, tras descubrir el cuerpo, se había ido solo a fisgonear por ahí. Probablemente, había venido con nosotros con la intención de encontrar una oportunidad para explorar la villa de Marcelino. Salí marchando para unirme a él, «izquierda, derecha, izquierda, derecha».
—¡No me digas que estás buscando propiedad «perdida»!
Había encontrado a Magno sacando desesperadamente las cubiertas de unas pilas de material. En su triunfo, olvidó nuestro desacuerdo cuando lo acusé del otro asesinato.
—¡Por Júpiter, Falco! ¡Vaya almacén que tiene! —Se le habían puesto los ojos brillantes de excitación.
Marcelino guardaba todo lo que un entusiasta del hogar podía desear, y eso no eran simples muestras. Allí había reunidos excelentes artículos en grandes cantidades. Un mañoso de la restauración habría gorjeado de placer ante esa colección de materiales de construcción diversos. Tejas, revestimientos para suelos, salidas de humos, sumideros…
—¡Tuberías de cerámica! —gritó Magno.
—Yo también guardo unas cuantas cosas en mi casa —reflexioné—. Sigo el principio de «puede que algún día resulte útil».
Magno se dio la vuelta para mirarme:
—¿Un par de baldosas de recambio para cuando a tu anexo se le caiga ese trozo poco firme durante la próxima tormenta? ¿Tacos de madera? ¿Una bolsa de teselas que hagan juego con tu suelo especial, por si acaso algún idiota rompe una esquina de un puntapié? ¡Eso lo hacemos todos!
—¿Y los arquitectos lo hacen a gran escala?
—No todos —dijo Magno en tono grave.
—Quizás haya pagado por todo esto.
Magno se limitó a soltar una seca carcajada.
—Le pediría a la desconsolada viuda que me dejara echar un vistazo a las facturas correspondientes —dije con aspereza—, pero me parece cruel.
—Ahora sí que me haces llorar, Falco.
Magno ya estaba otra vez hurgando entre montones de láminas de mármol.
—Llegan las carretas —dijo entre dientes, mientras con sus manos curtidas tiraba de las pesadas losas para examinarlas—. Certificamos la entrega; los carromatos se vuelven a marchar. A Cipriano le ha dado por poner un portero que inspecciona todos los carros vacíos.
—¡Y tú también los has revisado personalmente mientras estaban estacionados!
—Tú me viste, Falco…, y yo te vi a ti vigilándome a mí, puestos a decir.
—Podrías haberme dicho qué estabas haciendo.
—¡Y tú podrías habérmelo dicho a mí! Trataba de pillarlos con el truco de la retirada de los residuos: esconden una capa de material bajo los escombros. En cualquier caso, ¡sí! —paró de hablar. Se había humedecido el pulgar con saliva y lo restregaba sobre un bloque de mármol. Bajo el polvo apareció una pequeña cruz, cuidadosamente grabada. Magno dejó que el bloque se apoyara sobre los demás y después se apartó, suspirando como un marinero que hubiera divisado el puerto de su ciudad natal.
—Marcaste una remesa.
—Y ahora la he encontrado aquí. A ver qué es lo que explica para salirse de ésta.
—¡Hay un pequeño problema con el interrogatorio, Magno! Soy diligente, pero puede que Marcelino no coopere…
—Además, tenía esas tuberías; deben de ser ésas por las que Recto se queja constantemente.
—Recto estará contento.
—¡Se volverá asquerosamente loco de alegría!
—¿Te encargarás de que se lleven todo esto de vuelta al palacio?
—Me voy a quedar aquí para vigilarlo. Cuando vuelvas, Falco, ¿le dirás a Cipriano que organice el transporte? —Entonces Magno me miró—. A propósito, tuve ayuda ¿sabes? Si Cayo no ha podido explicar por dónde andaba anoche es porque me estuvo ayudando a registrar los carromatos.
—¿Así que no estuviste en los baños anoche?
—En realidad, sí que estuve —Magno parecía abochornado—. Tengo que explicarlo, ¿no?
—Sería lo más prudente. —En esos momentos lo creía inocente, pero respondí con frialdad.
—La cosa fue así: Fui a los baños, me quité la ropa y entonces Cayo vino un momento a buscarme para decir que había movimiento cerca de los carromatos. Ya había visto que Pomponio había puesto sus cosas en el vestuario y yo no tenía ningunas ganas de pasar el tiempo libre con él. Así que me enfundé las botas y la túnica y dejé todo lo demás.
—¿Por eso tu cartera estaba ahí colgada sin que nadie la vigilara cuando los asesinos tomaron prestada tu cinco-cuatro-tres y tus compases?
—Así es. Resultó que sí que se iba una carreta, pero sólo se trataba de ese vulgar mercader de estatuas que trajiste a la obra.
—¡Sextio no es mi protegido!
—En cualquier caso, al final Éstrefo lo puso de patitas en la calle. Sextio se largaba discretamente a Novio con todos sus cachivaches. ¿Los has visto, Falco? No son más que basura inútil… Registramos la carreta y entonces me desmoralicé tanto que no me sentí capaz de restregarme con la almohaza al lado de Pomponio. Fui a buscar mi bolsa y mi ropa limpia y regresé a mis dependencias. Si alguien había toqueteado mi cartera, no lo noté.
—¿Viste adonde se fue Cayo?
—No volvió a los baños conmigo. Se fue a la cama. Yo no me quedé rondando por allí, por lo que no sé si Pomponio estaba muerto o no en ese momento.
—¿Por qué no me contaste todo esto?
Magno me dijo con sorna:
—¡Eres el hombre de Roma!
—Eso no me convierte en el enemigo.
—¡No, claro! —se mofó.
Hice caso omiso del comentario.
—¿Y tú crees que Cayo es de fiar?
—Ha sido de enorme ayuda.
—¿Cómo se metió en esto, Magno?
Entonces le tocó al agrimensor eludir la pregunta:
—Cayo es un buen chico. —Yo también había pensado lo mismo una vez.
—¿Así que tú eres un cumplidor funcionario de la obra y él un honesto administrativo? ¡Y yo que creía que vosotros dos os abrazabais bajo una misma sábana!
—¡Oh, a mí no me incluyas! ¿Sabes algo de Cayo?
—No sé nada. Nadie habla conmigo.
—Pregúntaselo —dijo Magno.
Magno y yo seguimos observando la casa de Marcelino con actitud pensativa.
—¡Bonito alojamiento! —comenté—. A juzgar por el magnífico trabajo, hasta se sirvió de obreros y artesanos de la obra del palacio. Es un tópico, el arquitecto que arregla su propia casa a expensas del cliente.
—Aun así, apesta, Falco. —Magno estaba indignado. Él era un comerciante honesto que, por principio, se negaba los beneficios extra que Marcelino había aceptado de tan buena gana. Ya debía de saber lo que estaba sucediendo. Eso no hacía que le fuera más fácil estar ahí mirando las pruebas.
—¿Pomponio también se tomaba libertades? —pregunté.
—No. —Magno se calmó un poco—. Lo que sí se puede decir de Pomponio es que tenía cinco propiedades, pero todas en Italia, ninguna estaba convenientemente situada cerca de un proyecto. Y nunca he visto que pidiera ni siquiera un clavo de madera para ninguna de ellas.
—¿Cómo crees que Marcelino se salió con la suya?
—Probablemente empezó con pequeñas cosas. —Magno se esforzó para evaluar el fraude de manera científica—. Cosas que de verdad no se necesitaban. Colores que no combinaban. Artículos que se habían comprado de más. «Nadie lo echará en falta; no hará más que desperdiciarse…». A los obreros que intentaban mantener ocupados durante los períodos de poco trabajo en la contrata los enviarían a ayudar aquí. Como director del proyecto, Marcelino podía certificar cualquier cosa. Si nadie se daba cuenta de que los gastos aumentaban, era coser y cantar. Y nadie lo hizo.
—Quizá.
—¡No pretenderás decirme que ya lo sabías, Falco!
—No. —Pero viendo lo que entonces había ocurrido, podía citar un departamento de palacio que seguramente tenía a Marcelino en un archivo. Tenía que haber alguna razón por la que Anácrites hubiera mandado allí a Perela. Sería típico de él que estuviera actuando sobre una base de información anticuada mientras que los problemas actuales del nuevo proyecto hacían de Marcelino un mero asunto secundario.
—¿Al final Marcelino consideraba que su fuente de suministros era un derecho? —deduje—. No creía que hubiera nada malo en ello.
—Aquí todo el mundo pensaba que proveer de buen material al arquitecto era una cuestión de rutina —confirmó Magno—. Mi peor problema ha sido romper con esa actitud. Pensé que el rey estaba metido en ello… De todos modos, es un provinciano. Marcelino tenía el deber de enderezarlo.
—Estoy seguro de que, al final, avergonzó al rey.
—Demasiado tarde —dijo Magno—. Habían intimado demasiado. El rey no podía deshacerse de Marcelino. Por eso Pomponio detestaba dejar que Verovolco se metiera en cualquier cosa.
—¿La larga sombra de Marcelino frustraba todos los intentos por hacer que el nuevo proyecto fuera solvente? Lo he visto por mí mismo —le dije—. Incluso con mi presencia aquí en la obra, Marcelino presionaba de forma bastante descarada a gente como Milcato para que sus regalos siguieran llegando.
—Ese maldito Milcato se lleva una parte —gruñó—. Estoy seguro de ello.
—Eso podemos solucionarlo. Trabajó aquí en el edificio anterior. Es hora de que haya un cambio en su carrera profesional.
—Ah, ¿«para un mayor desarrollo de sus habilidades artísticas personales», quieres decir?
—Ya veo que sabes cómo se hace, querido Magno.
—Simplemente se traslada el problema.
—Llevándolo a trabajar a una letrina militar en algún rincón perdido de Moesia.
—Allí no hay mármol —me corrigió con pedantería.
—Exactamente.
Reflexionamos sobre los efectos y, a la larga, los poderes, de la gigantesca burocracia. Cuando eso se volvió demasiado solemne, cavilé compungido:
—Al principio debía de parecer muy ingenioso. Togidubno tiene sus reformas, luego Marcelino también.
—Y después los aguafiestas de Roma mandan a un nuevo director para el proyecto.
—Pomponio se granjea la antipatía de la gente, por lo que Marcelino ve una oportunidad para que lo repongan. Pero el rey se ha adaptado al estilo de Vespasiano; definitivamente, cada vez está más descontento. —A pesar de su conocida amistad, yo estaba seguro entonces de que Togidubno me había mandado a ver esta villa a propósito. Yo tenía que descubrir el fraude—. Togidubno quiere ver el fin de la corrupción.
Magno me miró fijamente:
—¿Yeso lo quiere muy desesperadamente, Falco? Este asesinato parece demasiado conveniente.
Me sobresalté.
—¿No estarás sugiriendo que está metido en ello?
—Se aseguró muy bien de abandonar la escena antes de que ocurriera.
—¡No me imagino de vuelta al Palatino explicando que un favorito de Vespasiano es un asesino! —refunfuñé—. ¿Pero lo organizó él? Espero que no.
—Puede que el Palatino no esté limpio del todo, Falco. Apuesto a que esto empieza bastante más arriba de Novio. —Magno era perspicaz. Quizá demasiado para su propio bien. Tal vez no hubiera oído hablar de Anácrites o de Laeta, pero sabía que algo ocurría.
Traté de discrepar:
—Es un peligro. El asesinato atrae demasiado la atención.
—Pero de esa forma, se evita la vergüenza de un juicio por corrupción —señaló Magno.
—Cierto.
¿Eludir el bochorno político era motivo suficiente para justificar ese asesinato a ojos de Anácrites? Sí, seguro que en su sección, llena de trapicheos y de doble moral, lo verían de esa forma. Y no les gustaría que Magno y yo dedujéramos lo que habían hecho.
Helena Justina salió al patio para unirse a nosotros. Me miró a mí y luego a Magno.
—¿Qué habéis encontrado?
Le indiqué el montón de materiales almacenados y luego agité el brazo en dirección a la casa:
—Marcelino tiene un hogar encantador, que se le ha suministrado amablemente a expensas del gobierno.
Helena se lo tomó con calma:
—Así que ese hombre no tenía muchos escrúpulos…
—¿Por qué evitar la difamación? Era totalmente corrupto. —Helena suspiró—. Esto va a ser un duro golpe para su esposa —dije.
Ante eso, la mía montó en cólera:
—¡Lo dudo! En primer lugar, Marco, llevaban mucho tiempo viviendo aquí juntos. Esa estúpida mujer tiene que haberse dado cuenta de lo que ocurría. Si no lo sospechaba, es que cerró los ojos a propósito. —Helena fue dura—. ¡Vaya si lo sabía! Ella amaba su espléndida casa. Incluso aunque se lo digas ahora, negará que se haya obrado mal, insistirá en que su marido era maravilloso y no aceptará ninguna responsabilidad.
Magno pareció sorprenderse de su virulencia.
Yo la rodeé con el brazo:
—Helena desprecia a las dóciles mujercitas que afirman no saber nada del mundo de los negocios.
—¡Son parásitos que disfrutan alegremente de lo que sacan! —gruñó Helena—. Cuando se despierte, el primer pensamiento de esa mujer será si puede mantener la casa.
—Si se echa tierra al caso —replicó Magno con amargura—, entonces es probable que pueda.
—Es de esperar que se acalle completamente. El emperador —le dije con sequedad— no deseará ser considerado un tirano que acosa a las viudas.
Helena Justina ya había tenido bastante. Hizo notar con resolución que si pensábamos volver a Novio esa tarde, debíamos salir ya.
—Deja el cadáver. Que esa mujer se ocupe de sus restos.
—Eres cruel.
—¡Estoy enojada, Marco! No soporto a los hombres corruptos… y detesto a las mujeres que dejan que se salgan con la suya.
—Cálmate. De hecho, puede que la viuda se sorprenda y se deshaga en disculpas cuando se entere de que su marido era un sinvergüenza.
—Nunca. No lo admitirá.
—Quizá lo entregue todo al agradecido erario público.
—No lo hará. —Helena no tenía ninguna duda sobre ello—. Esa mujer se aferrará a esta villa con ferocidad. Le ofrecerá un elaborado funeral a Marcelino. Los vecinos acudirán para celebrar su existencia. Se hará un monumento de proporciones desmesuradas con exagerados homenajes grabados. La memoria de este gerifalte del hurto se conservará durante décadas. Y lo peor de todo es que ella hablará de Magno y de ti como de ramplones entrometidos. Hombres de menor amplitud de mira, hombres que no comprenden.