Un cadáver en los baños (18 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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Allí dentro, en el tranquilo refugio de los mosaiquistas, había dibujos colgados por todas las paredes y algunos se montaban sobre otros sin orden ni concierto. La mayoría eran diseños de mosaicos en blanco y negro. Algunos mostraban el trazado completo de una habitación con sus cenefas entrecruzadas y las esteras de azulejos en la entrada. Varios de ellos eran pequeños motivos de prueba. Iban desde la simplicidad de los pasillos sencillos, con unos bordes dobles en línea recta, hasta numerosos dibujos geométricos creados mediante la repetición de cuadrados, cubos, estrellas y diamantes, a menudo formando unas cajas dentro de otras. Parecía sencillo, pero había elaborados almenados, escaleras entrelazadas y enrejados como nunca había visto antes. Las abundantes posibilidades de elección sugerían un gran talento y una poderosa imaginación.

El plan era que cada una de las habitaciones del palacio fuera distinta, aunque habría un estilo global. Dos grandes diseños de suelo destacaban corno especiales, clavados en lugar destacado en un espacio despejado de la pared. Entre los pocos que había en color, había una maqueta preliminar que tenía una fabulosa y compleja greca de hilos entrecruzados que formaban un redondel central. De momento eso estaba en blanco. Sin duda estaba previsto poner un magnífico medallón y todavía faltaba que el rey facilitara su elección definitiva del tema mitológico. Por el interior de la cenefa entretejida se extendían un anillo de rico follaje de tonos otoñales, rosetones de ocho pétalos y zarcillos de hojas en los que predominaban los colores marrones y dorados. En el exterior, las esquinas se habían rellenado alternando jarrones y, por alguna razón, peces.

—El ala norte —dijo el mosaiquista principal. Ese gimoteo tan expresivo casi acaba con él. No explicó el por qué de la vida marina. Me quedé especulando si había que decorar una habitación para los que cenaran pescado.

El otro magnífico diseño ya estaba totalmente finalizado. Ése era en blanco y negro, una deslumbrante alfombra de espectaculares cuadros y cruces con algunos dibujos creados a partir de puntas de flecha, rosas de los vientos y flores de lis. Las imágenes se habían montado de tal manera que el efecto era tridimensional, pero me di cuenta de que había irregularidades que causaban la impresión de que los diseños cambiaban. Al moverme, la perspectiva varió de manera esquiva.

—Su «suelo parpadeante» —dijo el ayudante, con orgullo.

—El ala norte —gruñó de nuevo el mosaiquista principal. Bueno, la repetición hábil era su arte.

—A la gente le encantará —los halagué—. ¡Si te quedas sin trabajo aquí, puedes venir a mi casa! —Al ser hombres lentos, cuyas vidas iban al ritmo refrenado de su trabajo, no devolvieron la broma con la réplica evidente. Yo lo dije por ellos—: No podría permitirme tus servicios.

Ni una palabra.

Lo intenté de nuevo:

—No tenéis mucho que hacer por aquí ahora mismo.

—Estaremos preparados cuando ellos lo estén —dijo el jefe con adustez.

—Por lo que veo, estáis por encima de la media. A este cliente no le enjaretarán un trabajo de aprendiz y unos cuantos paneles hechos de antemano y cortados en el último momento. —De nuevo, no se dignaron a hacer ningún comentario.

—Vuestra actividad más importante empieza antes incluso de que estéis en la obra —reflexioné—. Crear el diseño. Escoger las piedras. Supongo que aquí la mayor parte será de piedra y no habrá cristales con partículas centelleantes doradas y plateadas.

Hizo que no con la cabeza:

—Me gusta la piedra.

—A mí también. Es sólida. Si se corta bien, refleja mucha luz. Se puede conseguir un brillo que no sea vulgar. ¿Haces tú mismo los teselados?

—Cuando tengo que hacerlo.

—¿Lo hiciste en otra época?

—Ahora utilizo un equipo.

—¿Propio? ¿Les enseñaste tú?

—Sólo la manera de obtener buenas combinaciones de color y de que concuerden las medidas.

—¿Ponéis vosotros mismos la capa de cemento?

—¡Ya no! Esos días han quedado atrás —se burló.

Bajó su taza. Con un gesto reflejo, metió las manos en los cestos de teselas que llenaban la mesa e hizo correr entre sus dedos los diminutos azulejos mate como si fueran cuentas para bordados. No era consciente de que lo estaba haciendo. Algunas de esas muestras eran minúsculas, de unos tres milímetros como mucho. Colocarlas debía de llevar toda una vida. Tenía un bloque de muestra delante de él con una franja de cenefa de apretado entretejido en cuatro colores (blanco, negro, rojo y amarillo) y ejecutada con exquisitez.

—La sala de audiencias.

Ese tipo se reservaba a sí mismo. Dejaba pasar el tiempo tranquilamente; iba a vivir mucho tiempo…, pero le fallarían las articulaciones, a pesar de usar rodilleras acolchadas, y seguro que su vista estaba sentenciada.

El hombre más joven debía de ser su hijo. Tenía su mismo peso, su mismo rostro y su misma actitud. Se trataba de unos artesanos arquetípicos. Pasaban sus habilidades de generación a generación, desarrollando su arte para adaptarse a los tiempos. Su mundo era un círculo cerrado. El suyo era un trabajo solitario. Limitado por la concentración personal de un hombre, restringido por el alcance de su brazo.

Eran unos obreros que, en el transcurso de su vida diaria, rara vez levantaban la mirada para ver qué ocurría a su alrededor. Por lo visto, carecían de curiosidad. Tenían un aire de sencillez antigua y honesta. Pero, a raíz de mi estudio de ese desmesurado proyecto de construcción, yo ya sabía que los trabajadores de los mosaicos eran una pesadilla. Perdían el tiempo, no llevaban un buen registro de las existencias y cargaban más dinero de la cuenta al erario público de una manera mucho más implacable que cualquier otro gremio. El jefe sabía que yo estaba en ello. Me desafiaba en silencio.

Yo también examiné un puñado de piedras negras. Las solté lentamente y repiquetearon al caer de nuevo en el cesto.

—Todas las personas con las que me he entrevistado hasta el momento me han dicho a quién aborrecen. Así que, ¿a vosotros quién os molesta?

—Nosotros no nos relacionamos con nadie.

—Llegáis al final del trabajo, sois el último gremio que termina… ¿y no conocéis a nadie?

—Tampoco queremos —dijo con suficiencia.

A través de las delgadas paredes sonaron las fuertes carcajadas de los imprevisibles pintores de frescos. Empezaba a pensar que serían más divertidos.

—¿Cómo os lleváis con los de aquí al lado?

—Nos las arreglamos.

—Dime, cuando una habitación tiene un suelo elaborado, algo como tu diseño de «parpadeo», entonces necesita unas paredes sencillas. Quieres que la gente lo admire sin distracción. Y viceversa: cuando hay unas pinturas vistosas o los ocupantes tienen idea de usar muchos muebles, el suelo tiene que ser sobrio, quedar en segundo plano. ¿Quién elige el concepto de diseño principal en cada caso?

—El arquitecto. Y el cliente, supongo.

—¿Te llevas bien con Pomponio?

—Bastante bien. —Aunque Pomponio le hubiera dado una patada en los genitales y le hubiera robado su cesta del desayuno, ese retraído nunca se habría puesto nervioso al explicármelo.

—Cuando eligen un estilo, ¿te proporcionan información sobre lo que quieren?

—Les muestro algunos diseños. Ellos se quedan con uno, o con una idea general.

—¿Y hay conflictos?

—No —mintió.

Si acababa sus suelos con la buena calidad que mostraban sus ilustraciones es que era de los que siempre obtenían buenos resultados. Eso no cambiaba el hecho de que ese hombre fuera de lo más hosco que había.

—¿Te has encontrado con alguien llamado Gloco o Cota?

Se tomó su tiempo para pensar en ello.

—Me suena… —Sin embargo, negó con la cabeza—. No.

—¿A qué se dedican? —preguntó el hijo. El padre lo fulminó con la mirada, como si se tratara de una pregunta imprudente.

—Construcción de casas de baños. —El Neptuno de azulejos poco firmes de mi padre no tenía nada en común con la moderna complejidad que se había encargado para el palacio—. También ponen suelos, mediante subcontratos, pero nada de una calidad como la vuestra.

Como era reacio a decir que la última vez que pisé un suelo de mosaico nuevo lo había atravesado con una piqueta y que luego mi padre clavó, con un sonido de chapoteo, su herramienta sobre un cadáver, di por terminada la entrevista. Apenas había conseguido enterarme de nada más. Aun así, me había formado algunas opiniones sobre cómo me gustaría que volvieran a tender el suelo del comedor de mi casa.

Algún día. Cuando fuera muy rico.

XIX

Cuando salí de ver a los mosaiquistas, la cabaña de al lado, la de los pintores de frescos, estaba en silencio. Miré dentro.

Era el mismo tipo de caos pero más abarrotado, ya que el mejor amigo de los pintores era un caballete. Lo habían colocado en el sitio donde habría estado la mesa en caso de que esos muchachos hubieran sido unos minuciosos encargados de la casa. En lugar de eso, comían de cuclillas en el suelo (lo supe porque estaba hecho un asco) y habían puesto la mesa en posición vertical contra una ventana para tener más acceso al espacio de la pared. Querían el máximo de espacio libre para cubrirlo con su manejo del pincel, puramente genial.

Los últimos pintores con los que había tratado eran un loco montón de semidelincuentes deshonestos y sin norte de una taberna llamada La Virgen; querían derrocar al gobierno pero no disponían de dinero para sobornos ni de carisma para engañar a la plebe. La mayor parte del tiempo apenas recordaban el camino hacia su propia casa. Tenían relación con mi padre. Ya he dicho suficiente.

Probablemente esos escandalosos personajes de allí también fueran unos haraganes. Todo era juego, bebida y elevados ideales sobre sistemas de apuestas. Lo que sí poseían en abundancia era talento. Por toda su cabaña había fantásticos ejemplos de pintura en capas sobre imitación de mármol. Delicadas motas color púrpura sobre rojo con veteados en blanco. Listas serpenteantes de color naranja. Dos tonos de gris aplicados con esponja en diferentes capas. Había un trozo cuadrado de pared sin pintar que satíricamente estaba etiquetado con las palabras AQUÍ AZUL LAPISLÁZULI, probablemente porque la pintura sacada de las joyas era demasiado cara para malgastarla en experimentos. Las demás superficies estaban todas embadurnadas de pintura. Cada vez que entraban para tomarse un descanso, tener una bronca o comer un bocado debían de dar nuevas pinceladas por allí sólo por el placer de ver diferentes colores y efectos. Cuando se sentían todavía más obsesivos, creaban unas franjas muy elaboradas de un veteado en madera tan perfecto que resultaba una tragedia pensar que un día derribarían y quemarían esa burda cabaña con todos sus experimentos.

Había botes de pintura por todas partes, casi todos con grandes goterones húmedos deslizándose por ellos. El suelo estaba manchado con cercos de pintura. Me cuidé bien de no entrar.

—¿Hay alguien en casa?

No hubo respuesta. Lo cierto es que me entristecí.

XX

Mientras me alejaba de las cabañas de la obra, resbalé en una rodada de una carretilla. Me caí cual largo era. El barro húmedo se pegó por toda mi túnica. Me di un fuerte golpe en la columna. Cuando me puse en pie de nuevo, con una sarta de maldiciones, me subió el dolor por toda la espalda, hacia la cabeza, para ir a marcar un golpe directo en una muela gruñona a la que yo intentaba no hacer caso. Iba a caminar rígido durante días.

Planté los pies separados en el suelo para recobrar el aliento. Esa parte del terreno del palacio era entonces de uso generalizado. Las cabañas oficiales eran bastante elegantes y estaban arregladas de forma habitual. Las dispersas tiendas pertenecientes a parásitos y vagabundos se habían montado en un campamento más desordenado. Salía humo de unas fogatas para cocinar que nadie atendía. El olor de las hojas frías y húmedas escondía otros aromas que preferí no identificar.

A un lado del camino se habían apilado unas pirámides de enormes leños serrados, imponentes troncos de roble de algún bosque cercano. Formando otras hileras aguardaban pilas cuadradas de ladrillos y tejas con capas de paja para protegerlas. De algún lugar no muy apartado me llegó olor a humo cáustico; probablemente era cal que quemaban para hacer mortero. Donde yo estaba, había aparcadas unas pesadas carretas de reparto, muchas de ellas todavía cargadas, formando más o menos una fila, con sus bueyes y mulas desenganchados y con las maniotas puestas. Si se suponía que había un ayudante, se había ido a echar una meadita al bosque.

Una de las carretas pertenecía a Sextio. Avancé hacia ella cojeando. Encontré a Eliano, con aire de no haberse afeitado en bastante tiempo e inconfundiblemente gris. Estaba acurrucado en una posición incómoda, apretujado en un recoveco de la parte de atrás de la carreta y durmiendo profundamente. Al senador le parecería bien la resistencia de su hijo, aunque Julia Justa, que trataba con favoritismo a su malhumorado y agresivo hijo mediano, habría reaccionado de manera más áspera.

Vi una basta cubierta de cuero, tiré de ella para soltarla y la puse encima de él con suavidad. Tuve cuidado. Aulo no se despertó.

Me apoyé unos instantes en la rueda de la carreta y me froté la espalda dolorida. Entonces oí unos ruidos. Por instinto, me sentí culpable por merodear solo por allí. Eso me hizo ser prudente.

Me arrastré como un ratón que sale a hurtadillas de un zócalo. Un hombre que había cerca, por encima de mí, al principio no me vio. Divisé el brillo de su túnica blanquísima. Lo podía ver bien. Levantaba unos viejos sacos que cubrían el contenido de la carreta e inspeccionaba lo que había debajo. Podía tratarse del dueño, que estuviera buscando algo, o de un ladrón. Tenía un aspecto furtivo, no legítimo.

En realidad lo conocía. Era Magno, el agrimensor. Me sorprendí tanto al encontrarlo solo andando a saltitos entre esos transportes, que debí de hacer un movimiento brusco. Me vio y trató de cambiar de posición. Entonces se cayó.

Con una mueca de dolor, me acerqué de un salto lo más rápidamente que pude. Estaba tendido en el suelo pero hacía el ruido necesario para probar que en algunos sitios no se había hecho daño. Llovieron obscenidades.

—¡Que te jodan, Falco! Vaya susto me has dado. —Lo ayudé a ponerse en pie. Lanzó un rugido y empezó a moverse de un lado a otro, fingiendo que tenía que volver a encajar las extremidades en los huecos de las articulaciones. La caída fue tan inesperada que debió de quedarse con los músculos relajados y eso le salvó. Estaba ileso.

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