Helena estaba sentada muy quieta. Hubo un débil murmullo entre el personal del rey, que luego se apagó dejando paso a la expectación. Verovolco, con una sonrisa burlona, parecía estar a punto de explotar de excitación. Me pareció que todos los britanos sabían que Togidubno tenía un poderoso motivo de queja; habían estado esperando que estallara.
Pomponio también era consciente de este argumento secundario. Ya tenía ese aire inflexible del que sabe que su cliente pasa demasiado tiempo libre leyendo manuales de arquitectura.
—Como es natural, habrá temas sobre los que tendremos que transigir. —Nadie que diga eso se lo cree nunca.
Enseguida quedó claro qué era lo que había hecho enfadar tanto al rey.
—¿Transigir? ¡Yo, por mi parte, he aceptado que arranquen mi columnata del jardín, que destrocen a golpes de tronco los magníficos cuernos de carnero y que amontonen los capiteles hechos añicos sin orden ni concierto para volverlos a utilizar como balasto! Hago este sacrificio por la integridad de la forma del nuevo complejo. No voy a pasar de ahí.
—Disculpad, pero incluir la vieja casa es una pérdida de dinero. Reparar los niveles…
—Eso puedo aguantarlo.
—Supondrá un trastorno insufrible, pero lo que yo quiero decir —argumentó Pomponio con voz tensa— es que en el proyecto aprobado está previsto desmantelar todo el emplazamiento para realizar una nueva construcción limpia.
—¡Yo nunca lo aprobé! —El rey estaba emperrado. La aprobación siempre es un problema cuando un proyecto lo paga el erario público romano pero se construye a más de mil quinientos kilómetros de distancia para una ocupación local. Los resultados de las reuniones de coordinación automáticamente llegaban a un punto muerto. Más de un proyecto se va a pique en la mesa de dibujo—. Mi palacio actual, que fue un regalo imperial para simbolizar mi alianza con Roma, será incorporado a tu diseño, por favor.
El «por favor» sólo era una seca puntuación. Marcaba el final del discurso del rey, nada más. Se suponía que sus palabras eran una orden.
—Su Majestad quizá no aprecie el mejor…
—No soy estúpido.
Pomponio sabía que había tratado con condescendencia a su cliente. Eso no lo detuvo:
—Los detalles técnicos son de mi competencia…
—¡No exclusivamente! Yo voy a vivir allí.
—¡Por supuesto! —Ya se trataba de una riña acalorada. Pomponio intentó engatusarlo. Lo echó todo a perder—. Me propongo convencer a su Majestad…
—No, no has conseguido convencerme. Debes honrar mis deseos. Tuve una relación equitativa con Marcelino, tu predecesor. Durante muchos años supe apreciar su habilidad creativa y, a su vez, Marcelino sabía que esa habilidad debía aliarse con mis deseos. Puede ser que los dibujos arquitectónicos parezcan hermosos y sean admirados por los críticos pero, para ser buenos, tienen que funcionar a la hora del uso diario. Tú, si es que puedo decirlo, parece que sólo estés diseñando un monumento a tu propio arte. Quizá logres construir tal monumento… ¡pero sólo si tu visión armoniza con la mía!
El gran rey se puso en pie con una sacudida de su blanca toga. Reunió a su séquito y salió majestuosamente de la sala de planos. Los sirvientes se fueron correteando detrás de él como si lo tuvieran bien ensayado. Verovolco, que probablemente dedicó inútiles esfuerzos a tratar de anticipar las opiniones de su señor en las reuniones del proyecto, le lanzó una mirada triunfal al arquitecto y a continuación salió tras el rey a grandes zancadas, sin duda satisfecho.
Tendría que haber adivinado lo que iba a ocurrir a continuación. Al tiempo que sus dos ayudantes (que antes habían dejado que sufriera sin prestarle ayuda) se apiñaban a su alrededor para mascullar su apoyo, Pomponio se volvió hacia mí:
—Bueno, gracias, Falco —gruñó con amargo sarcasmo—. ¡Ya teníamos bastantes problemas antes de que tú causaras más!
Helena y yo salimos a que nos diera el aire. Me sentía apagado. Ese conflicto entre el cliente y el director del proyecto era uno de los problemas que se suponía que tenía que resolver. No sería nada fácil.
Pomponio había salido precipitadamente antes que nosotros, respaldado por uno de sus jóvenes arquitectos. Dio la casualidad de que el otro se marchó después, mientras nosotros estábamos todavía recobrando el aliento.
—Soy Falco. Perdona, ¿tú eres…?
—Planco.
—Fue una enconada escenita, Planco.
Preocupado por la tensión, pareció aliviado de que le hablaran de ello. Era el que llevaba ese brillante escarabajo. Estaba prendido en una túnica que había usado demasiadas veces. Arrugada, sí; probablemente también manchada. Preferí no comprobarlo. Su rostro era delgado e hirsuto y sus largas extremidades combinaban con él.
—Así pues, ¿pasa siempre lo mismo? —pregunté discretamente.
Mi interrogación topó con su vergüenza.
—Hay problemas.
—Me dijeron que el proyecto va con retraso y excede el presupuesto. Me imaginé que sería el problema de siempre, el cliente que no para de cambiar de opinión. ¡Pero hoy parecía que el gran rey estaba completamente decidido!
—Nosotros explicamos el concepto, pero el cliente manda a su representante, que apenas sabe comunicarse… Le explicamos por qué las cosas tienen que hacerse de una manera determinada, él parece estar de acuerdo y después tiene lugar una gran pelea.
—¿Verovolco regresa, habla con el rey y éste lo manda de vuelta a vosotros para discutir? —sugirió Helena.
—Debe de ser una pesadilla diplomática mantener las cosas sencillas, quiero decir, baratas —sonreí.
—Oh, sí —asintió Planco con voz débil. No me dio la impresión de ser muy ducho en control de costes. De hecho, no me pareció que tuviera que demostrar mucho más interés en cualquier otro tema. Era igual de entusiasta que una crema aromatizada que se ha dejado en un estante y se cubre de moho—. Togidubno no deja de exigir lujos imposibles —se quejó. Esa debía de ser su excusa estereotipada.
—¿Como cuáles, como el de conservar su casa actual? —le reproché a ese hombre.
—Se trata de una reacción emocional.
—Claro, eso no podéis permitirlo.
Yo había estado en el interior de suficientes edificios públicos como para saber que pocos arquitectos tenían sentimientos o eran capaces de apreciarlos. Tampoco comprendían los pies cansados ni el resuello de los pulmones. Ni la tensión que causa el ruido. Ni tampoco, en Britania, la necesidad de tener habitaciones con calefacción.
—No vi a ningún especialista de aire caliente en vuestro equipo del proyecto.
—No tenemos ninguno —seguramente Planco era inteligente para algunas cosas, pero no utilizó su cerebro para cuestionarse por qué se lo había preguntado. Tendría que haberse dado cuenta inmediatamente de qué quería decir yo con eso.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le pregunté.
—Un mes, más o menos.
—Entonces fíjate bien en lo que te digo, tienes que comentárselo a Pomponio. Si el rey tiene que usar simples braseros todo el invierno, es muy probable que vuestro concepto unificado con las delicadas líneas visuales prenda en grandiosas llamas.
Helena y yo anduvimos despacio, cogidos de la mano, por la espaciosa obra. Ver los planos había sido de gran ayuda. Entonces ya me orientaba mejor; pude apreciar cómo se habían dispuesto las distintas habitaciones. El ordenado equilibrio terminaba débilmente cerca de la vieja casa; eso lo habían dejado porque era «demasiado difícil». Encontramos a Magno, el agrimensor que había conocido el día anterior, entreteniéndose por allí. Tenía clavada en el suelo la
groma
, un utensilio para medir líneas rectas y cuadrados, formado por un largo travesaño con las puntas de metal y cuatro plomadas colgando de los extremos de dos barras entrecruzadas hechas de madera enfundada en metal. Mientras uno de sus ayudantes jugaba con la
groma
para practicar, él manejaba un artilugio todavía más complicado, un
diopter
, un palo sólido y resistente que sostenía una barra giratoria encastrada en una mesa circular señalada con ángulos detallados. Todo el círculo podía inclinarse desde la horizontal por medio de unas ruedas dentadas; Magno estaba debajo, haciendo pequeños ajustes a los piñones y a las tuercas que lo fijaban. Un poco más lejos, otro ayudante esperaba pacientemente junto a un poste graduado de unos seis metros de alto con una barra deslizante, preparado para calcular las medidas de una pendiente.
El jefe de los agrimensores levantó la vista hacia nosotros con los ojos entrecerrados y luego miró con nostalgia a su alrededor, al terreno que no estaba levantado; estaba desesperado por empezar la última esquina del nuevo palacio, donde el ala sur y el ala oeste confluían y donde se levantaba la polémica «vieja casa».
Le conté la escena que habíamos presenciado entre arquitecto y cliente. Salió arrastrándose de debajo de su artilugio, apartándose como para no tocar la posición fijada, y se irguió. A él le parecía que esa animadversión era algo normal, confirmando así lo que Planco me había contado. Pomponio no se había atrevido a prohibirle al rey Togidubno que asistiera a las reuniones, pero lo mantenía a distancia. En su lugar venía Verovolco y se ponía bravucón, pero él sólo era un tercero con problemas de idioma. Pomponio no hacía ni caso de nada de lo que decía.
—¿Quién era Marcelino? —pregunté.
Magno puso mala cara.
—El arquitecto de la vieja casa. Trabajó aquí durante años.
—¿Lo conoces?
—Fue antes de que yo viniera. —Me pregunté si había hecho una leve pausa—. Estaba a medio diseñar su propia reconstrucción cuando Vespasiano aprobó esta reurbanización completa. —Magno señaló la zona de la obra donde estaban los inacabados cimientos de unos enormes edificios que no estaban en el diseño actual—. El proyecto de Marcelino se detuvo de golpe. No logro entender cuáles eran sus planes. Pero sus cimientos son sólidos, una verdadera amenaza para nuestra ala oeste. ¡No es que vayamos a dejar que un extenso y sucio afloramiento de albañilería sin terminar se cruce en nuestro camino! Simplemente, ponemos lo nuestro encima…
—Parece que Togidubno tenía una buena relación con Marcelino. ¿Qué le ocurrió? ¿Lo despidieron? ¿Murió?
—Era demasiado viejo. Lo retiraron. Creo que se marchó discretamente. Entre nosotros —murmuró Magno—, me han dicho que era un viejo cabrón malvado.
Yo solté una carcajada.
—Era un arquitecto, Magno. Se podría decir lo mismo de cualquiera de ellos.
—¡No seas cínico! —bromeó el agrimensor en un tono de voz que indicó que compartía mi punto de vista.
—¿Marcelino se fue sin causar problemas?
—No se ha ido del todo —refunfuñó Magno—. No deja de poner reparos a nuestros planos ante el rey.
Helena había estado mirando a su alrededor. Se la presenté. Magno la aceptó con mucha más cortesía que Pomponio.
—Magno, ¿es viable incorporar la vieja casa tal como desea el rey? —preguntó ella.
—Si se decide desde el principio, es totalmente factible… ¡Y ahorraría dinero! —Fue directo al problema y rápidamente se puso a demostrarnos lo que decía—. ¿Veis que aquí tenemos un grave problema de niveles? El emplazamiento natural se inclina hacia el oeste con una gran pendiente, además de otro declive que hay al sur, en dirección al puerto. Los arroyos vierten sus aguas en el puerto. Anteriormente ya hubo problemas de desagüe que nunca se resolvieron del todo. Así pues, nuestro proyecto levanta la base del suelo en las zonas más bajas y espera elevarlo por encima de la humedad.
—¿Entonces la vieja casa quedaría varada a un nivel demasiado bajo? —observé.
—Exactamente.
—Pero si el rey acepta el trastorno que supone que se rellenen todas sus habitaciones…
—¡Bueno, él ya sabe cómo es una obra! —se rió Magno—. Disfruta con los cambios. De todas formas, yo mismo hice un esbozo para ver si se puede hacer. Se tendría que sacrificar su patio ajardinado…
—¿Para lograr unidad esquemática? —murmuró Helena. Había prestado mucha atención.
—¡Integridad de concepto! —respondió Magno bromeando—. Por otra parte, Togi puede mantener prácticamente la misma distribución de las habitaciones, con nuevos suelos (disfrutará eligiéndolos), nuevos techos, cornisas, etcétera, y paredes repintadas. ¡Ah!, y conserva su casa de baños, convenientemente situada al final del pasillo. Con el plan de Pomponio, Togi tendría que vivir al otro lado del lugar y andar de un lado a otro envuelto en un taparrabos con su frasco de aceite cada vez que quisiera restregarse un poco.
—Eso no es muy apropiado para un rey —dijo Helena.
—¡No es nada divertido durante los vendavales de octubre! —me estremecí—. Con el viento equinoccial ululando desde el Estrecho Galo te sientes como si estuvieras entre grandes olas, estrechándole la mano a Neptuno. ¿Quién quiere arena en sus partes y que las rociadas del mar le ensucien el pelo recién lavado? Así pues —pregunté sin darle importancia—, ¿se van a reconstruir los baños?
—Se van a mejorar —respondió Magno, quizá de una manera algo sospechosa.
—¡Ah! ¿Entonces Pomponio ha hecho una concesión?
Magno se giró de nuevo hacia su
diopter
. Se detuvo.
—¡Que se joda Pomponio! —Miró a su alrededor y luego me dijo en voz baja—: No tenemos fondos oficiales para una casa de baños. Pomponio no sabe nada de esto. ¡El rey está organizando las reformas de los baños por su cuenta!
Solté aire.
—¿Tú has tenido algo que ver, Magno? —preguntó Helena con jovial inocencia. Era capaz de hacer preguntas descaradas como si se le acabaran de ocurrir por casualidad.
—El rey me pidió que recorriera la zona con él —admitió Magno.
—¡No podías negarte! —dijo Helena, comprensiva—. Tengo un particular interés —continuó—, acabo de pasar una experiencia horrible con unos constructores de baños en Roma.
—Gloco y Cota —tercié yo, con amargura—. ¡Muy conocidos! —Magno no reaccionó.
—Togi tiene suerte de contar con tu asesoramiento —lo halagó Helena.
—Puede que haya hecho una o dos sugerencias técnicas —informó el agrimensor en tono neutro—. ¡Si alguien me acusa de preparar un esbozo de sus especificaciones en mi día libre, lo negaré todo! Y el rey también lo hará —añadió con firmeza—. Es un mierda empecinado y dispuesto a todo.
—Supongo que pagará por eso. ¿A qué contratistas ha empleado? —me aventuré a preguntar.
—Oh, no me preguntes, Falco. No me mezclo con los malditos obreros, ni siquiera por un simpático viejo rey.