El jefe de obras decidió que debía relajar el ambiente.
—Ten cuidado si Pomponio se ofrece a darte una presentación. Duran tres días. Al último vip se lo llevaron inconsciente en una camilla…, y eso que Pomponio todavía no había empezado a mostrarle las cartas de colores y las muestras de pintura.
Sonreí.
—Entonces no me presentes formalmente. Tú me introduces en la reunión del proyecto y más adelante ya le diré quién soy. Quiero decir, después de haber visto lo estúpido que es.
Esbozaron una sonrisa burlona.
Nos encaminamos hacia unos viejos edificios de madera, unos antiguos barracones militares que tenían aspecto de remontarse a la invasión de Claudio. En esos momentos se utilizaban como cabañas de la obra, pero estaban destinados a la demolición cuando se completara el nuevo proyecto.
Normalmente, la reunión habría empezado antes, pero se había retrasado. Alguien había sufrido un accidente.
—Ocurre continuamente —manifestó el agrimensor sin darle importancia. Aunque hasta ese momento nos habíamos comportado como amigos, él trataba de minimizar algún problema.
—¿Quién es? ¿Está herido?
—Por desgracia, no hay nada que hacer. —Levanté una ceja. El agrimensor parecía irritado y no comentó nada más.
—¿Quién era?
—Vala.
—¿Qué le ocurrió?
—Era techador. ¿Qué crees que pasó? ¡Se cayó de un tejado!
—Será mejor que vayamos a la reunión —interrumpió el jefe de obras—. ¿Tienes secretario, Falco?
En esos momentos entrábamos en los viejos barracones militares que utilizaban como oficina del director del proyecto. Dejé que decayera el tema no discutido del techador, al menos de momento.
—No, yo mismo tomo las notas. Cuestión de seguridad. —En realidad, nunca había podido permitirme la ayuda de un secretario—. Mis ayudantes me apoyan cuando es necesario.
—¡Ayudantes! —El jefe de obras puso cara de sobresalto. Un hombre de Roma ya era bastante malo. Un hombre de Roma con refuerzos era verdaderamente preocupante—. ¿Cuántos tienes?
—Sólo dos —dije, sonreí y añadí por gusto—: Bueno, hasta que lleguen los demás.
Pomponio me vio enseguida.
La reunión de la obra era la mayor asamblea de hombres con fundas de herramientas y túnicas de una manga a la que había asistido nunca. Quizás eso explicara el problema. El proyecto del palacio era demasiado grande. No había hombre capaz de llevar cuenta del personal, el programa y los costes. Pero Pomponio pensaba que estaba al mando, de esa forma en que normalmente lo piensan los hombres que están perdiendo el control de la situación.
La tomé con él de inmediato. La espesa pomada del pelo lo delataba; su vanidad y su estudiada actitud distraída lo confirmaban. Era un hombre distante, demasiado seguro de su propia importancia, que se comportaba como si alguien le hubiera restregado por las narices un cuenco de marisco podrido. Tenía una forma de sujetarse la toga deliberadamente pasada de moda y que le hacía parecer un bicho raro. El mero hecho de llevar toga ya lo diferenciaba del resto: estábamos en provincias y él estaba trabajando. Uno de los abigarrados anillos que llevaba en los dedos era tan voluminoso que debía de molestarle cuando estaba ante el tablero de dibujo.
Me fue difícil imaginármelo diseñando planos. Cuando lo hiciera, seguro que estaría tan ocupado pensando en la cara decoración que se olvidaría de incluir las escaleras.
En el equipo que había reunido predominaban los oficios decorativos. Cipriano (el jefe de obras) y Magno (el agrimensor) me señalaron en voz baja al mosaiquista principal, al jardinero paisajista, al jefe de los pintores de frescos y al marmolista antes de pasar a nadie tan sensato como el ingeniero de desagües, el carpintero, el cantero, los supervisores de la mano de obra o los empleados administrativos. De estos últimos había tres, para comprobar que se seguía el programa, controlar los costes y hacer pedidos especiales. La mano de obra se dividía en dos grupos (los habitantes del lugar y los que habían venido de fuera), que tenían ambos un hombre a su cargo.
Un individuo que estaba claro que era un dignatario tribal, muy orgulloso de su torques, se había hecho un sitio considerable en la parte delantera. Le di un golpecito con el codo a Magno, que murmuró:
—¡El representante del cliente nos ha honrado con su espeluznante presencia!
Pomponio había decidido impedirme el paso. Se dirigió a mí en un tono de superioridad que incrementó mi aversión hacia él:
—Esta reunión es sólo para los miembros del equipo.
Toda una serie de cabezas de pelo oscuro, calvas y esa coronilla de largos y sueltos rizos pelirrojos del representante del cliente se volvieron hacia mí. Todos sabían que estaba allí y habían estado esperando a ver cómo reaccionaba Pomponio.
Yo me puse en pie.
—Soy Didio Falco —Pomponio no dio muestras de reconocerme. En la secretaría imperial de Roma me habían dicho que advertirían al director del proyecto de mi llegada. Por supuesto, podría ser que Pomponio quisiera mantener en secreto mi cometido para que yo pudiera observar de incógnito su obra. Eso sería demasiada amabilidad.
Estaba seguro de que le habían dado instrucciones. Incluso deduje su irritación por la correspondencia desde Roma. Él estaba al mando; no dedicaría ni un minuto a las órdenes que vinieran de arriba. La burocracia entorpecía su creatividad. Posiblemente echó un vistazo a la nota pertinente y no pudo hacer frente a los temas delicados, así que olvidó que la hubiera leído nunca. (Sí, yo ya tenía experiencia previa con los arquitectos).
Se me ofrecían dos opciones: mantenerme al margen de ese asunto o defenderme. Podría seguir viviendo con un enemigo.
—Por lo que veo, mi carta de autorización se ha traspapelado. Espero que eso no sea indicativo de cómo se dirige este proyecto. Pomponio, no te voy a entretener, te explicaré la situación con detalle cuando estés libre.
Educado pero seco, me dirigí con paso enérgico hacia el frente. Pareció que me iba, pero me situé de manera que me viera todo el mundo. Antes de que Pomponio pudiera detenerme, me dirigí a ellos:
—Muy pronto lo sabréis. Mis órdenes provienen directamente del emperador. El proyecto se retrasa y cuesta demasiado. Vespasiano quiere que se despejen las líneas de comunicación y que se racionalice toda la situación. —Eso daba a entender para qué estaba yo allí sin usar frases peligrosas como «designar al culpable» o «erradicar la ineptitud»—. No voy a levantar un campamento de guerra. Todos estamos aquí para hacer el mismo trabajo: construir el palacio del gran rey. En cuanto me establezca en la obra sabréis dónde estará mi oficina. —Con eso dejé claro a Pomponio que tenía que facilitarme una—. La puerta estará siempre abierta para cualquiera que tenga algo útil que decir… Aprovechad la oportunidad.
Entonces ya sabían que estaba allí y que creía tener más autoridad que Pomponio. Los dejé para que refunfuñaran sobre ello.
Detecté un mal ambiente desde el principio. El conflicto ya se estaba preparando antes de que yo hablara; no tenía nada que ver con mi presencia allí.
Con todos los miembros importantes del equipo atrapados en su reunión, decidí inspeccionar el cadáver del techador muerto, Vala. Al tiempo que me preguntaba cómo encontrarlo, pude apreciar que la obra estaba en un momento tranquilo. Un obrero que acarreaba un cesto lleno de escombros me miró con leve curiosidad. Le pedí que me mostrara el lugar. Dio la impresión de no tener ninguna curiosidad por saber cuáles eran mis motivos, pero pareció alegrarse mucho de tomarse un rato libre de sus obligaciones.
—Bueno, verás que allí tenemos la vieja casa, junto a la costa.
—¿Vais a echarla abajo?
Emitió una risa socarrona.
—Sobre eso hay una gran discusión. Al propietario le gusta. Si termina por conservarla, tendremos que levantar todos los niveles del suelo.
—¡No le hará ninguna gracia cuando rellenéis su sala de audiencias y el cemento le llegue a los tobillos!
—Menos gracia le hace perder el edificio.
—¿Quién dice que no puede conservarlo?
—El arquitecto.
—¿Pomponio? ¿Su misión no es proporcionar lo que el cliente quiere?
—Me imagino que piensa que el cliente debería querer lo que se le dice.
Hay algunos obreros que son unos especimenes fornidos, con los músculos y la resistencia adecuados para levantar piedra y cemento. Aquél era de ese otro tipo enjuto y nervudo, pálido, de apariencia extrañamente débil. Quizá fuera feliz subido a una escalera. O tal vez empezara en el negocio sólo porque su hermano conocía a un capataz y le consiguió trabajo limpiando ladrillos viejos. Al igual que la mayoría de los obreros de la construcción, era evidente que sufría de la espalda.
—Oí que habíais perdido a alguien en un accidente.
—Ah, Gaudio. —Yo me refería a Vala.
—¿Qué le ocurrió a Gaudio?
—Se golpeó con un tablón y cayó de espaldas en un agujero. La pared de la zanja se vino abajo y lo aplastó antes de que pudiéramos sacarlo de ahí. Todavía estaba vivo cuando empezamos a extraer el relleno. Alguno de los muchachos debió de pisarlo mientras intentaban ayudarle.
Sacudí la cabeza.
—¡Es horrible!
—Y luego Dubno. Una noche se puso nervioso. Acabó acuchillado en un mostrador de una
canabae
. —Las
canabae
eran unas chozas semioficiales que normalmente se encontraban en el exterior de los fuertes militares; yo las conocía de mis tiempos en el ejército. En ellas, a los vecinos locales se les permitía montar negocios que ofrecieran los servicios necesarios para cuando se estaba fuera de servicio. Ello incluía el comercio de la carne y otras ofertas que iban desde la peligrosa bebida hasta los espantosos souvenirs. Todo eso provocaba enfermedades, dolores de parto y bodas ilegales, aunque rara vez la muerte.
—¿Es dura la vida fuera de aquí?
—Oh, está bien.
—¿De dónde eres?
—De Pisa.
—¿En Liguria?
—De eso hace mucho tiempo. No me gusta establecerme. —Eso podía significar que huía de una condena de diez años por robar patos o que de verdad era un pájaro desarraigado a quien le gustaba que sus botas siempre fueran de un lado para otro.
—¿Os trata bien la dirección?
—Tenemos unos barracones muy limpios y un rancho decente… No está mal si puedes soportar vivir amontonado con otros nueve compañeros, algunos de ellos buenos pedorreros y uno que llora en sueños.
—¿Te quedarás en Britania cuando se termine el trabajo?
—¡Ni hablar de eso, legado! Yo salgo para Italia más rápido de lo que te imaginas… Aunque siempre digo lo mismo. Después, oigo hablar de algún otro proyecto. Siempre hay algunos muchachos que van, la paga parece generosa… Y vuelvo a caer en la trampa. —Parecía conformarse.
—¿Tú dirías —le pregunté directamente— que esta obra es más peligrosa que otras en las que hayas trabajado?
—Hombre, pierdes a algunos compañeros, es natural.
—Te entiendo. He oído que, aparte del ejército, mueren más hombres en la construcción que en ningún otro oficio.
—Te acabas acostumbrando.
—¿Cuál es el número de bajas?
Él se encogió de hombros, no era ningún estadístico. Apostaría a que ese hombrecito sin complicaciones era igual de poco preciso sobre su paga.
No, mejor que no apostara nada. Seguro que sabía hasta el último cuarto de as que se le debía.
—¿Conoces a alguien en esta obra que se llame Gloco o Cota?
Dijo que no.
Siguiendo las indicaciones del obrero, encontré la enfermería en que se suponía que yacía el cuerpo del techador muerto esa misma mañana. Se trataba de un puesto médico, pequeño pero eficiente, situado en medio de unas cabañas de la obra que había en el lado más alejado. Un joven enfermero, Alexas, atendía los cortes y esguinces de cada día, que no eran pocos. Supuse que su trabajo consistiría además en descubrir a quienes fingían estar enfermos. De ésos también tendrían algunos de vez en cuando.
Me mostró al techador muerto sin inmutarse. Vala había sido un típico peón de obra, de tez rubicunda y un poco barrigón. Probablemente le gustara tomar un trago, quizá demasiado a menudo. Tenía las manos rugosas. Desprendía un ligero olor a sudor añejo, aunque eso podía deberse a que pocas veces se lavaba la túnica. Pronto iba a oler aún peor si nadie pagaba para que lo incineraran; el recuerdo reciente del cadáver bajo el hipocausto de mi padre se me despertó de forma desagradable.
Vala estaba tendido en una camilla, no lo atendían ni dolientes ni tocadores de flauta pero aun así se le respetaba. Se retiró suavemente la basta tela y estuvo listo para mi inspección. El enfermero se quedó conmigo, como si se preocupara igual por ese hombre muerto que por cualquier cavador de zanjas que llegara gritando con una hoz atravesándole la pierna. Al parecer, en esa obra tenían principios.
—¿Se le hará un funeral a Vala?
—Es lo normal —contestó Alexas—. En todos los proyectos hay muertes, algunas de ellas por causas del todo naturales. El corazón falla. Las enfermedades se cobran víctimas. Los trabajadores harán una colecta, probablemente, pero en un trabajo como éste la dirección se encarga de arreglar las cosas.
—¿Y les mandáis las cenizas por barco a los parientes? —Pareció avergonzado—. Demasiado problema. —Asentí con calma—. Apuesto a que la mitad de la plantilla que hay aquí ni siquiera han dado el nombre de un pariente directo con el que se pueda contactar.
—Se supone que tienen que hacerlo —me aseguró con seriedad.
—Claro. —Le di unos golpecitos en el pecho—. ¿Has puesto tú el nombre de tu mujer o de tu madre en un pergamino?
Alexas empezó a decir algo, luego se detuvo y me sonrió:
—Ahora que lo dices…
—Ya lo sé. Todos pensamos que lo malo sólo les sucede a los demás… Aunque éste de aquí se equivocó.
El cuerpo estaba frío. Me dijeron que nadie vio lo ocurrido. Tenía aspecto de haber sufrido una caída limpia; no había señales de que se hubiera rasguñado las manos al intentar agarrarse a algún sitio. No tenía auténticas marcas. Las heridas que le causaron la muerte debían de ser internas. Si alguien había empujado a ese pobre diablo para que perdiera el equilibrio, no había dejado ninguna prueba.
—¿Dónde tuvo lugar la caída?
—En la vieja casa.
—Está andamiada, ya lo sé. Hay un conflicto sobre el futuro de ese edificio, ¿verdad?