—Esa pregunta no me la tienes que hacer a mí —dijo Alexas—. Si van a demoler cualquier parte de la casa, Vala debía de estar recuperando tejas.
—¡Hum! Así pues, ¿cuál es tu teoría?
—¿Qué quieres decir? —preguntó el enfermero con auténtico desconcierto.
—¿Es sospechosa esta muerte?
—Por supuesto que no.
Un informante se acostumbra a que le aseguren que las puñaladas y los estrangulamientos son «simplemente accidentes». Yo había llegado al extremo de esperar que me mintieran cada vez que hacía una pregunta… pero quizá todavía existía un mundo donde las personas sufrían contratiempos normales y corrientes.
—¿Sabes si gritó, Alexas?
—¿Tendría eso alguna importancia?
—Si lo empujaron, tal vez protestara. Si saltó o se cayó, entonces lo más probable sería que no dijese nada.
—¿Quieres que trate de averiguarlo?
—No vale la pena, gracias. —De todas formas, no sería concluyente—. El proyecto del palacio apenas ha empezado; pero ésta no es la primera víctima.
—Tampoco será la última.
—¿Puedo ver alguno de los otros cuerpos?
Se me quedó mirando de hito en hito.
—Claro que no. Desaparecieron hace tiempo en las piras funerarias.
Desconfiado como de costumbre, me pregunté si no sería una tapadera.
—¿Examinaste los cuerpos, Alexas?
—Los vi un poco. «Examinar» es una palabra demasiado fuerte. Hubo un hombre que fue derribado por uno de esos remates de los extremos que sobresalen de los tejados… —Alexas se dirigió a la zona donde vendaba las heridas, hurgó por debajo de un mostrador y presentó al culpable: era un pedazo de peso muerto en forma de arco de cuatro lados (un arco cuadrifronte en miniatura) con una bola en el extremo superior. Me lo dejó en los brazos y me tambaleé ligeramente.
—¡Sí, esto te podría abollar el cráneo! —Me deshice de él rápidamente, lo dejé en el estante—. ¿Lo guardas para algo?
—Se puede hacer un buen refugio para pájaros —Alexas sonrió. En las obras de construcción, la gente siempre birla materiales para sus propios fines domésticos. Me fijé en que una de las cuatro patas estaba manchada—. ¡Los gorriones no notarán un poco de sangre, Falco!
—¡Hum!… ¿Algún otro contratiempo?
—Un bloque de mármol sin cortar aplastó a alguien. El supervisor del mármol se puso furioso porque quedó dañado; dijo que era de un valor incalculable.
—¿Era un cerdo sin corazón?
—Supongo que reaccionó sin pensar. Luego hubo otro hombre al que golpearon con una pala durante una pelea la semana pasada.
—¿Es algo poco habitual?
—Por desgracia, no. Las obras siempre están llenas de herramientas y de hombres exaltados que saben empuñarlas con pericia.
—Antes de salir de Roma me encontré con uno al que habían matado con una pala —dije al tiempo que pensaba en cómo Estéfano fue golpeado y enterrado bajo el nuevo mosaico de mi padre.
—Yo he visto muchos —se burló Alexas—. Muertes causadas por hachas. Decapitaciones con las grúas. Personas ahogadas, aplastadas, amputaciones de pies y manos…
—¿Todas esas cosas han ocurrido en la obra? —me horroricé.
—No, Falco. Algunas sí. Otras quizá puedan suceder próximamente.
—Oí que apuñalaron a un hombre. En una pelea con cuchillos. La bebida tuvo algo que ver…
—Eso creo. Según he oído, sucedió en la ciudad. El cuerpo no lo trajeron aquí. —Era una persona paciente, pero consideraba que yo desaprovechaba el tiempo.
—Alexas, no me malinterpretes. No busco problemas. Sólo oí que en este lugar el número de muertes era demasiado alto y puede que eso sea significativo.
—¿Significativo de qué? ¿De una dirección descuidada?
Bueno, podría servir de explicación hasta que encontrara una definición más precisa. Si es que eso era posible.
Lo dejé para que detuviera la hemorragia del dedo de un trabajador. Me fijé en que realizaba la tarea con tranquilidad, exactamente igual que se enfrentaba a todo, incluyéndome a mí, que andaba saltando por ahí en busca de escándalos.
Ahora que había hablado con él, creí comprenderlo. Era un hombre de unos veinticinco años, de piel apagada y personalidad aburrida, que había encontrado un hueco como especialista. Era feliz. Parecía saber que en otros ámbitos más duros de la vida habría terminado siendo un don nadie. Un golpe de suerte lo llevó a trabajar en el lado rutinario de la medicina. Preparaba remedios a base de hierbas y detenía hemorragias de heridas limpias. Decidía cuándo se debía llamar a un cirujano. Escuchaba a los depresivos con una actitud positiva. Quizá sólo una vez durante su carrera profesional se iba a encontrar con un maníaco de verdad al que fuera necesario atar a toda prisa. Tal vez su ignorancia acabara con más de un paciente, pero eso a los médicos les ocurre con más frecuencia de la que ellos reconocen. En general, la sociedad era lo mejor para su existencia y saber eso le complacía.
Supongo que a mí me complacía pensar que Alexas consideraría que informar de cualquier irregularidad era una cuestión de competencia profesional. De otro modo, yo no encontraría ninguna pista. Tendría que depender de Alexas para conseguir información sobre los últimos «accidentes».
Pero en esos momentos la situación estaba bajo control: yo estaba allí. ¡Eso tranquilizaría a cualquiera que tuviera la desgracia de morir en circunstancias poco claras!
Cuando abandoné el puesto médico, fuera había alguien que merodeaba por allí de una manera que me obligó a mirarlo dos veces. Me pareció que tenía intención de interrogar a Alexas sobre mí. Cuando lo miré fijamente cambió de opinión.
—Tú eres Falco.
—¿Puedo ayudarte en algo…?
—Lupo.
De frente ancha y cuerpo retaco, con un bronceado que evidenciaba que había vivido a la intemperie hiciera frío o calor durante más de cuarenta años, me resultó familiar.
—¿Y cuál es tu cargo?
—Supervisor de la mano de obra.
—¡Bien! —Estaba en la reunión del proyecto; Cipriano me lo señaló—. ¿De los trabajadores locales o de los extranjeros?
Lupo pareció sorprendido de que yo supiera que había dos. Me limité a esperar.
—Yo me encargo de los que vienen de fuera —murmuró.
En el exterior de la casa de vendajes había unos bancos para los pacientes que hacían cola. Me senté y animé a Lupo a que hiciera lo mismo.
—¿Y tú de dónde eres?
—De Arsiriöe. —Con ese nombre, debía de ser un agujero hecho en la parte trasera de un barranco en el desierto.
—¿Dónde está eso?
—¡En Egipto! —exclamó con orgullo. El enano me leyó el pensamiento y añadió—: Sí, sí; es ese lugar al que llaman Crocodilópolis.
Saqué mi tablilla de notas y un punzón.
—Necesito hablar contigo. ¿Vala era uno de tus hombres? ¿Y Gaudio? ¿O el hombre que murió durante la pelea con cuchillos en la
canabae
?
—Vala, Dubno y Epórix eran míos.
—¿Epórix?
—Se le cayó encima un detalle arquitectónico de un tejado. —El pesado remate que Alexas me mostró.
—Y cuéntame algo sobre la víctima acuchillada. Ése era Dubno, ¿verdad?
—Un galo gran dote. Un completo idiota. Nunca sabré cómo consiguió que no lo mataran veinte años atrás.
Lupo hablaba con toda naturalidad. Yo podía aceptar que la mitad de sus obreros fueran unos cabezas locas. Era casi seguro que provenían de ambientes pobres. Llevaban una vida dura con pocas recompensas.
—Ponme al tanto de la situación —dejé el punzón para parecer más informal.
—¿Qué quieres?
—Los antecedentes. Cómo funcionan las cosas. ¿Cuáles son los aspectos buenos y malos? ¿De dónde procede tu mano de obra? ¿Están contentos? ¿Tú cómo te sientes?
—En su mayor parte provienen de Italia. Por el camino se recluta a algunos galos. Hispanos… Epórix era uno de los que venían de Hispania. Los buenos negocios contratan trabajadores del este o del centro de Europa; se enteran de los pedidos de materiales en los almacenes de mármol o en cualquier otro sitio, y siguen a las carretas en busca de mejores salarios o de aventuras.
—¿Son buenos los sueldos?
Lupo soltó una carcajada.
—Éste es un proyecto imperial, Falco. Los hombres sólo imaginan que recibirán una paga especial.
—¿Tienes problemas para conseguir mano de obra?
—Se trata de una contrata prestigiosa.
—¡Una de las que va a avergonzar a personas bien situadas si sale mal! —sonreí. Al cabo de un instante, Lupo me devolvió la sonrisa. Sus secos labios se separaron despacio y de mala gana; fue un cauto partícipe del regocijo. O sólo prudente. Al menos hablaba conmigo, pero yo no me engañé. No podía esperar que se fiara de mí.
—Sí, es un asunto bastante conocido. —Lupo hizo una mueca—. Aparte de eso, podría ser endiabladamente grande, pero no lo es, ¿no?
—¿La ingeniería mayor es más compleja?
—El palacio del gobernador en Londinio tiene más peso. Yo no diría que no a un traslado allí.
—¿Hay esnobismo porque el cliente es un britano?
—A mí me da igual quién sea. Y no dejo que los hombres se quejen.
Le faltaban casi todos los dientes delanteros. Me pregunté cuántas peleas de taberna explicarían esas pérdidas. Era un hombre fornido. Parecía ser capaz de cuidarse él sólito y de partir en dos a cualquiera que causara problemas.
—Así que tienes toda una multitud de trabajadores inmigrantes… ¿Veintenas o quizá incluso cientos? —pregunté, recordándole el tema. Lupo asintió confirmando la cifra mayor—. ¿Qué vida llevan los hombres? ¿Se les da el alojamiento esencial?
—En unas cabañas temporales cercanas a la obra.
—Sin intimidad ni espacio para respirar.
—Peores que las casas de los esclavos de algunas villas lujosas, pero mejor que los esclavos de las minas. —Lupo se encogió de hombros.
—¿La tuya es mano de obra libre?
—Hay de todo. Pero aborrezco a los esclavos —dijo—. Una obra grande es incontrolable. Hay demasiados transportes que salen de ella. No tengo tiempo para detener a las hordas que huyen tan campantes.
—Así que tus hombres tienen los víveres adecuados, instalaciones para asearse y un techo.
—Si el tiempo se mantiene bueno, nuestros muchachos están todo el día a la intemperie. Queremos que estén en forma y llenos de energía.
—Como en el ejército.
—Lo mismo, Falco.
—¿Y cómo es la disciplina?
—No es demasiado mala.
—¿Pero el alto valor de los materiales de la obra induce al robo?
—Las cosas que pueden peligrar las guardamos bajo llave en unos almacenes adecuados.
—Ya he visto el depósito con la valla nueva.
—Sí, bueno. Uno no se imagina que por aquí haya algún sitio donde vender el material, ni medios para llevárselo, pero hay hijos de puta que siempre se las arreglan de alguna forma. Yo me encargo de poner a los mejores vigilantes que encuentro y hemos traído perros para que les ayuden en su trabajo. Luego nos limitamos a esperar que funcione.
—¡Hum! —De ese tema me ocuparía más adelante—. ¿Y cómo es la vida por aquí? ¿Tus hombres tienen tiempo libre?
—Sí que lo tienen —dijo con un gruñido.
—Cuéntame.
—Ahí es donde empiezan mis problemas. Se aburren. Ellos creen que van a conseguir unas primas cuantiosas, y la mitad de ellos se gastan el dinero antes incluso de que lo repartamos. Tienen la cerveza a su alcance, hay demasiada y muchos de ellos no están acostumbrados a ella. Violan a las mujeres autóctonas, o al menos eso es lo que afirman sus padres cuando acuden a mí con sus diatribas, y les pegan palizas a los nativos.
—Es decir, ¿a los padres, maridos, amantes y hermanos de sus atractivas amiguitas?
—Eso para empezar. O cualquier noche se lían a golpes con un individuo que tenga el pelo largo, o un acento marcado, o unos pantalones divertidos y un bigote pelirrojo. —Casi sonó como si Lupo estuviera orgulloso del espíritu de sus hombres—. Si no encuentran a ningún britano con quien meterse, entonces se pegan los unos con los otros. Los italianos la tienen tomada con los galos. Cuando eso les aburre, para variar, los italianos arremeten unos contra otros y los galos hacen lo mismo. De alguna manera esos asuntos son más fáciles de tratar que los de los consternados civiles britanos que esperan un pago en compensación, aunque me dejan corto de personal. Pomponio me armaría la del Hades si hubiera demasiados hombres que dejaran de trabajar porque se han abierto la cabeza. Pero, Falco —Lupo se estiró hacia mí con seriedad—, así es la vida en una obra de construcción en el extranjero. Ocurre en todo el imperio.
—¿Y tú me dices que no significa nada?
—Significa que interrumpe mi trabajo, pero para eso estoy aquí. La mayoría de estos hombres son gente simple. Cuando inician una contienda, descubro lo que pasa leyendo las tablillas que ponen con cariño en los santuarios. «Que Vertigio, el altanero que pone azulejos, se quede sin picha por robarme la túnica roja y que los sabañones le duelan muchísimo. Vertigio es un cerdo y no me gusta. Y además, que el capataz, el cruel e injusto Lupo, se pudra y no tenga suerte con las chicas».
Me reí en silencio. Entonces tercié:
—¿Eres injusto, Lupo?
—Bueno, cuido de mis favoritos escrupulosamente, Falco.
Pensé que no era así. Daba la impresión de ser un hombre que controlaba cuanto podía una situación delicada. Parecía que comprendía a sus hombres, que le encantaba su locura, que toleraba su estupidez. Supuse que los defendería ante personas ajenas. Yo creía que sólo el que realmente estuviera loco entre ellos (y habría unos cuantos lunáticos de verdad en nómina) maldeciría en serio a Lupo.
—¿Y cómo te va con las chicas? —le pregunté con picardía.
—¡Métete en tus asuntos! Bueno, me va bien. —Lupo no podía resistirse a alardear.
Era feísimo. Pero eso no quería decir nada. Los monteros de traílla desdentados pueden tener éxito. Lupo ocupaba un puesto de autoridad y su actitud daba confianza. Había mujeres que se acercarían furtivamente a cualquiera que mandara.
Me estiré.
—Gracias por todo. Y ahora dime, ¿tienes un par de adquisiciones recientes de Roma llamados Gloco y Cota?
—Esto…, no que yo recuerde. ¿Quieres echarles un vistazo a mis pergaminos de honor?
—¿Haces una lista?
—Por supuesto. La paga —explicó con sarcasmo.
—Sí, les echaré una ojeada, por favor. —Podía ser que usaran nombres falsos. Valdría la pena controlar a cualquier pareja de comerciantes que hubieran aparecido justo antes que yo—. Sólo una pregunta más… Tú controlas a la mano de obra inmigrante, pero me imagino que también habrá trabajadores britanos, ¿no?