—El jardín silvestre está ahí mismo, si es que os gusta la vegetación —nos dijo Magno cuando ya nos íbamos, suponiendo bien. Como nos hacía falta vaciar nuestras mentes de tonterías, ninguno de los dos dejamos pasar esa invitación.
Era un refugio tranquilo. Y, bueno, tenía vistas al mar, tal como nos habían prometido, aunque la orilla estaba ocupada por un embarcadero donde un barco descargaba piedra y hacía mucho ruido.
Una ensenada atravesaba toda la zona. Los detalles de agua debían de tener mucho éxito. El jardín silvestre también tenía un área importante ocupada por un estanque, en el cual se estaba llevando a cabo una limpieza bastante desagradable. Las garzas de tierra adentro y las gaviotas de las orillas del mar merodeaban por ahí, esperando que algún pez apareciera entre el turbio légamo de la excavación. Aparte del profundo canal que se estaba construyendo allí en el puerto, las playas eran bajas a lo largo de ese tramo de la costa y estaban llenas de riachuelos y cursos de agua. Eso hacía que todo estuviera salobre y húmedo.
Nos encontrábamos de nuevo en una terraza artificial, de unos noventa metros, que proporcionaría una buena vista a quienes finalmente ocuparan el ala sur y contra la cual rompían las olas que en esos momentos se controlaban con un dique y unas compuertas, no fuera que a Océano le diera por comportarse con demasiada naturalidad. Más allá del ámbito del palacio hacia el oeste, ya levantaban un nuevo complejo de servicios domésticos que incluía lo que sin duda era una tahona y una enorme piedra de molino. Una vez que el palacio se alzara en toda su altura, esos edificios quedarían ocultos; el observador sólo vería unos jardines artificiales que descendían hasta el mar y unos bosques bien dominados más allá de la ensenada. El concepto recordaba muchísimo al «campo urbano» ideado por Nerón cuando llenó todo el Foro de árboles, lagos y parques de animales salvajes para su lujosa Casa Dorada. El efecto que producía allí, en la Britania rural, era algo más aceptable.
Los jardineros se alejaban penosamente. Ya que tenía que ser un paisaje «natural», requería una planificación elaborada y un constante esfuerzo para hacer que siguiera pareciendo silvestre. También debía seguir siendo accesible para aquellos que quisieran pasear por allí mientras se sumían en la contemplación. Varios especimenes de arbustos seleccionados al azar luchaban lánguidamente contra la sal y la espuma. Las plantas recorrían ufanas los caminos formando una cubierta vegetal; los cardos marítimos nos arañaban los tobillos. Las grutas se estaban cimentando; serían deliciosas una vez cubiertas de violetas y helechos. Pero la lucha contra el mar, las marismas y el mal tiempo les daba a los obreros un aire de desesperada fatalidad. Caminaban de esa manera lenta con que lo hacen los hombres que han estado mucho tiempo doblegados contra el viento.
Exigirles a esos pobres lugareños un terreno «natural» era una broma macabra. Debían de llevar varias décadas trabajando en el jardín de Togidubno. Sabían muy bien que la naturaleza seguiría su propio camino y pasaría por límites vallados, se deslizaría sobre las paredes, brotaría con frondas de malas hierbas contra sus tiernos especimenes mediterráneos, engullendo valiosos esquejes y minando exóticas raíces. Todo era demasiado húmedo y frío y nos hacía echar de menos Italia.
Nos encontramos con el especialista en paisajes que había visto en la reunión del proyecto. Él confirmó la locura.
—No será tan mala idea en los patios formales. Los trasplantaré tres veces al año con plantas que den color, las que estén fijas las podaré en primavera y otoño, y luego sólo hay que remover el terreno para segarlo, pasarle el azadón y recortarlo. Por lo demás, no hay necesidad de tocarlo.
A gritos, dio instrucciones a unos hombres que andaban por el lugar con una pesada cuerda a cuestas y que se servían de sus lentas curvas para crear un atractivo trazado para un tortuoso sendero.
—Pero eso supone mucho trabajo. —Helena agitó un brazo y luego le entró frío; se ajustó más la estola al tiempo que remetía unos cabellos que se le habían soltado con el viento.
—Un suplicio, francamente. —Era un hombre encorvado, moreno, de cabeza afeitada, cuya melancolía escondía un verdadero entusiasmo—. No hay manera de que podamos descansar mientras el sol nos baña el rostro como en Corinto o Nueva Cartago, frenamos a golpes la naturaleza cada vez que asoma la cabeza. La guadañamos, la recortamos toda, la escarbamos con ganchos y la aplanamos cuando avanza por el suelo. La tierra es muy mala, naturalmente —añadió con una sonrisa burlona.
Me sentí intrigado por sus referencias geográficas.
—¿Cómo te llamas y de dónde eres?
—Soy Timágenes. Aprendí mi oficio en una finca imperial cerca de Bayas.
—No eres sólo uno de ésos que empuñan una palita —comenté.
—¡Por supuesto que no! Estoy a cargo de la gente que supervisa a los jefes de los grupos de los que empuñan las palitas. —Se estaba medio burlando de su posición, aunque era importante—. Sé reconocer una babosa cuando la veo pero, fundamentalmente, soy la persona que crea los efectos sofisticados.
—Que deben de ser gloriosos —le dijo Helena como un cumplido.
—Pomponio nos ha estado describiendo el proyecto.
—Pomponio es un mocoso iluso —contestó Timágenes amablemente—. Está decidido a arruinar mi visión creativa, ¡pero me las va a pagar!
No parecía haber mala intención en sus palabras, aunque el hecho de que fuera tan sincero era instructivo.
—¿Otra pelea?
—En absoluto. —Timágenes hablaba bastante tranquilo—. Lo detesto. Aborrezco su hígado, sus pulmones y sus bofes.
—¿Y esperas que no tenga suerte con las chicas? —Me acordé de Lupo, el supervisor, cuando describía las enojadas maldiciones que sus obreros ponían en los santuarios.
—Eso sería demasiado cruel —Timágenes sonrió—. En realidad, no hay ninguna chica por aquí que le fuera a dirigir la mirada. No son tontas —opinó al tiempo que le dirigía un educado saludo a Helena—. Todos sospechamos que prefiere a los chicos, pero los muchachos de Noviomago también tienen mejor gusto.
—¿Qué es lo que ha hecho Pomponio para molestarte? —preguntó Helena.
—¡Mejor no te lo cuento! ¡Es demasiado obsceno! —Timágenes se agachó y agarró una florecita azul—. Una vincapervinca. Éstas crecen bien en Britania. Extienden su oscura estera por lugares fríos, húmedos y escabrosos y se sujetan con unas hojas fuertes y lustrosas que apenas se perciben hasta que de pronto, a finales de abril, sacan sus resistentes estrellas azules. En eso consiste la jardinería por aquí. El asombroso descubrimiento de algo brillante y rebelde.
El poético hurgador del follaje tiró de la flor, con tanta fuerza que obsequió a Helena con una cuerda fibrosa de unos seis centímetros o más de largo. Había muy pocas flores y las raíces blancas pendían en macizos desagradables. Ella aceptó la ofrenda con cuidado.
—Así, ¿qué te hizo Pomponio? —insistí lacónicamente.
Haciendo caso omiso de mi pregunta, Timágenes se limitó a volver el rostro para husmear el aire y luego respondió:
—Ya está aquí el verano. ¡Se huele en el viento! Ahora sí que tenemos problemas de verdad…
No supimos si se refería a problemas hortícolas o lo dijo en un sentido más amplio.
Más tarde, cuando Helena y yo nos dirigíamos de vuelta al camino de Noviomago y a nuestro transporte, nos encontramos con un lento carromato que se dirigía a la obra con marcha cansina.
—¡Deja ya de reírte, Marco! —Afortunadamente, no había nadie cerca que pudiera espiar nuestro encuentro. Habría resultado grosero por mi parte carcajearme de unos extranjeros de la manera en que lo estaba haciendo. Pero uno de los que había en ese lamentable grupo sólo estaba disfrazado de extranjero. Su malhumorada cara de pocos amigos era demasiado familiar.
La atmósfera era radiante. El verano había llegado, tal como observó Timágenes. Una mañana extremadamente fría, con un viento lacerante, se había transformado entonces en una tarde increíblemente benigna. El sol atravesaba las nubes, que pasaban deprisa. Te dabas cuenta de que incluso estando tan al norte, sin ninguna transición perceptible, habría unas horas más de luz que alargarían ambos extremos del día.
Ese espíritu de renovación quedaba desperdiciado en el abatido joven que habíamos encontrado.
—¡Ni me dirijas la palabra, Falco!
—¡Ave, Sextio! —saludé a su compañero en vez de a él—. Confío en que nuestro querido Aulo te esté siendo de utilidad. Es un poco malhumorado y agresivo pero, en general, tenemos buena opinión de él.
El hombre que vendía estatuas móviles fue directamente al cotilleo. El hermano de Helena se dio la vuelta y se alejó, con más amargura aún. Metido todavía en su papel de ayudante, empezó a darle forraje al desgarbado caballo que tiraba del carro en el que llevaban muestras de cerámica. Helena intentó darle un beso en la mejilla con cariño de hermana; él se la quitó de encima con enojo. Como nos habíamos quedado con todo su equipaje, iba con la misma túnica que llevaba puesta cuando lo dejamos en la Galia. La lana blanca había adquirido una pátina oscura y grasienta que a algunos rufianes les costaría años aplicar a su ropa de trabajo. Estaba encogido y cabizbajo.
—¿Eso es bronceado o es que vas cubierto de mugre?
—Oh, no te preocupes por mí, Falco.
—No lo hago, chico, no lo hago. Eres todo un receptáculo de virtud republicana. Nobleza, coraje, tenacidad. Seamos realistas, eres de ese tipo de bellacos a quienes les gusta sufrir de verdad.
Le dio un puntapié a la rueda del carro, que dio un bandazo y provocó un estrépito de piedras que se rompían.
—¡Eh! —protestó Sextio, horrorizado.
Mientras el factor de estatuas se encaramaba al carro para investigar, Aulo se volvió hacia mí con gravedad:
—¡Será mejor que esto valga la pena! No sabes lo que he pasado… —bajó la voz. Si ofendía a Sextio, era fácil que éste lo despidiera, lo cual no me ayudaría nada—. Estoy magullado, destrozado y hasta la coronilla de oír hablar de los inventos del maravilloso Hero de Alejandría. Ahora tenemos que subir hasta aquí, encontrar algún comprador y tratar de hacerle creer que necesita un juego de ninfas bailarinas que funcionan con aire caliente y a las que se les cae la ropa…
—¡Vaya! —lo interrumpí con una sonrisa—. Yo tenía un tío abuelo loco al que le chiflaban los juguetes mecánicos. Ésta es una nueva variante de un gran éxito. ¿Cuándo se despojaron de sus vestidos las famosas ninfas bailarinas?
—Es un giro moderno, Falco. —Eliano mostró una vena mojigata. Como odiaba el gusto popular, aunque sin duda lo comprendía, gruñó—: Les damos a nuestros compradores lo que quieren. Cuanto más pornográfico sea, mejor.
—¡No me digas que lo del
strip-tease
fue idea tuya! —dije con una carcajada de admiración—. Por el gran Júpiter que le estás tomando el gusto a esto. ¡A mi tío Escaro le ibas a encantar, chico! Cuando te quieras dar cuenta, tendrás uno de los tinteros «moja en mí de todas las maneras» de Filón de Tiro. —Escaro me había contado lo suficiente sobre los inventores griegos como para poder hacer estas bromas.
—¡Monturas de balancín! —dijo Aulo con un gruñido. De esta forma demostró que había oído todo lo referente al octágono mágico de Filón, el juguete para ejecutivos que todo escriba quiere que le regalen en las siguientes saturnales—. ¡No me interrumpas cuando desvarío! —siguió diciendo Aulo—. Estoy harto de esto. ¿Por qué yo? ¿Por qué no mi taimado hermano?
—Justino es más joven que tú y está delicado —le recriminó Helena—. Además, le prometí a nuestra querida Claudia que cuidaría de él.
—Quinto es bastante fuerte, y nadie le prometió nada a Claudia; ella pensaba que su querido maridito regresaría a casa desde Ostia. Siempre me toca la peor parte. Ya sé que voy a tener que comer caldo rancio y dormir al lado de la carreta, bajo un toldo junto al caballo.
—Están las
canabae
—le dije con una pizca de lástima.
Sextio me oyó mientras de un salto bajaba otra vez junto a nosotros.
—¡Eso va por mí! —gritó—. Tienes suerte de que te haya cogido, chico. No me voy a llevar todo esto a ningún sitio donde me lo puedan robar, joven Aulo. Vas a tener que quedarte con el carro y vigilar la mercancía. Yo voy a procurarme algo de beber y quizás una atractiva moza para esta noche.
Eliano estuvo a punto de escupir, por la frustración. Entonces nos pusimos en marcha. Una voz que al menos Helena y yo reconocimos me llamaba con excitación:
—¡Hombre de Roma!
Nos giramos al mismo tiempo para saludarlo, como un juego de autómatas bien engrasados pero ligeramente culpables.
—¡Verovolco! ¿A tu sofisticado rey le gustan las estatuas móviles?
—A él le gustan los atletas griegos, Falco.
—Creo que eso significa que le gusta el arte clásico, no los novios empalagosos —le expliqué a Sextio—. No sé qué es lo que se puede comprar, Verovolco. Acabo de conocer a estos interesantes vendedores. Están intentando descubrir cuál es el procedimiento para conseguir una cita y mostrar sus mercancías.
—Tienen que ver a Planco.
—¿El ayudante del arquitecto? Pero si es un idiota —dije para camelarlo.
—A Planco… y a Éstrefo, que trabaja con él —repitió Verovolco sin darle importancia. Parecía un cómico nativo, pero su respuesta fue tan enérgica que lo miré dos veces. Sabía cómo rechazar a esos hombres que ponen el pie en la puerta para que no se cierre. De pronto me lo pude imaginar tomando una postura firme en otras situaciones.
—Mira, sabemos que deben de llegar representantes comerciales sin parar… —empezó a decir Eliano.
—Si Planco y Éstrefo les permiten ver a Pomponio…, ¡entonces es él quien los rechaza! —bramó el representante del rey. Era un chiste estupendo.
—Venga ya…, ¡qué te parece un pájaro que protege a sus polluelos de una serpiente! —trató de engatusarlo Sextio.
—Con unas alas que hacen que vuele y se sostenga en el aire de verdad —añadió su ayudante cansinamente. Seguro que Eliano aguantó interminables ensayos en algún lugar—. A la verdadera usanza del maravilloso técnico Csetiphon…
—¡Ctesiphon! —dijo Sextio entre dientes.
—De Tiro.
—¡De Alejandría! —Alejandría debía de estar llena de excéntricos que construían artilugios.
—Te podemos mostrar lo último en estatuas parlantes. Yo manejo el modelo de muestra —explicó Eliano—, pero puedo enseñarle la técnica sin ningún problema a algún esclavo tuyo. También tenemos un mecanismo para abrir las puertas de tu palacio como si lo hiciera una mano invisible; necesitarías cavar un hoyo para meter el depósito de agua, pero veo que aquí tienes obreros, y usarlo es de lo más sencillo una vez montado adecuadamente. O piensa en una mecha autorregulable para las lámparas de aceite…