Regresé a la obra.
Entonces ya me había familiarizado con ella. De alguna manera, me recordaba al complejo de un fuerte militar, amurallado por los cuatro costados. Con la misma distribución, ligeramente rectangular, el palacio tendría casi la mitad de longitud y anchura que toda una base de la legión. Estas albergan a seiscientos hombres, y las bases de dos legiones, el doble. Como si se tratara de una pequeña ciudad, un fuerte permanente está abarrotado de edificios magníficos entre los que predomina su pretorio, palacio con enormes oficinas centrales administrativas y hogar del pretor. El nuevo complejo del rey era aproximadamente dos veces más grande que un pretorio normal. Ante todo, también estaba diseñado para impresionar.
El bullicio de la otra esquina suscitó mi interés. Me dirigí hacia allí marchando en diagonal. Pomponio, el director del proyecto, tenía una fuerte discusión con Magno, Cipriano (el jefe de obras) y otro hombre que enseguida deduje que era el ingeniero de los desagües. En esa parte de la obra, donde el nivel del terreno era el natural, los obreros habían seguido adelante con las plataformas que hacían de estilóbato y que revestirían cada una de las alas. Colocaban las primeras hiladas de bloques de apoyo donde se situarían las columnatas.
La altura especial planeada para la espectacular ala oeste con su sala de audiencias planteaba un problema que los diseñadores ya debían de saber desde el principio: cómo unirla estéticamente a las columnatas de las alas contiguas; serían mucho más bajas en los puntos colindantes de las esquinas. En esos momentos, Pomponio y Magno estaban enfrascados en una de esas largas discusiones sobre la obra en las que ese tipo de cuestiones se ponen por los suelos al tiempo que se dan sugerencias unos a otros y luego cada cual encuentra dificultades insalvables en cualquier idea que proponga la otra persona.
—Sabemos que tenemos que escalonar las columnatas —decía Magno.
—No quiero ninguna variación en el impacto visual…
—Pero vas a perder de un metro y medio a cuatro metros, como máximo. ¡A menos que levantes los techos, los únicos que podrán andar hasta el final de esas alas serán los enanos! Te hace falta ganar altura para nivelarlo, hombre.
—Levantamos las columnatas, gradualmente…
—No tiene cohesión. Es mucho mejor utilizar unos simples tramos de escaleras. Si quieres, cambias la línea del tejado. Deja que te explique cómo…
—Ya he tomado una decisión —afirmó Pomponio.
—Tu decisión es una mierda —dijo Magno. Era sincero aunque, dado que los agrimensores solían ser unos sabelotodos exaltados, hablaba con bastante amabilidad. Sólo le interesaba explicar la buena solución que había ideado—. Escucha…, pon escaleras en cada extremo para que la gente suba al ala oeste. Luego, no te limites a disponer las columnatas más bajas siguiendo el nivel hasta que topen con el enorme estilóbato. Coloca una columna más alta en cada una de las alas. Levanta las columnatas al máximo.
—No, no voy a hacer eso.
—Esas columnas necesitan tener un diámetro mayor —siguió adelante Magno, haciendo oídos sordos a la objeción—. Eso ofrece mejores proporciones…, y si lo arreglas con detalles arquitectónicos en el tejado, todavía tendrán que soportar más peso.
—No me estás escuchando —se quejó el arquitecto.
—Tú sí que no me escuchas —respondió lógicamente el agrimensor.
—La cuestión es —saltó Cipriano, que había prestado atención a ambos con paciencia— que, si hacemos lo que dice Magno, necesito hacer el pedido de las columnas de más altura ahora. Todas las del tendido principal tienen tres metros y medio. Vas a subir hasta cuatro, cuatro metros y medio las más altas. Los diseños especiales siempre tardan más… —ni siquiera Magno lo escuchaba.
Estaba claro que todavía iban a discutir sobre el diseño de esa esquina durante horas. Era posible que durante días. Incluso semanas. Bueno, seamos realistas, digamos que durante meses. Sólo se solucionarían los detalles del diseño cuando los constructores llegaran a un punto en que ya no pudieran echarse atrás. Yo apostaba por el plan de Magno. Pero, claro, Pomponio estaba al mando.
Sentado sobre una gran losa de piedra caliza, el ingeniero intervenía de vez en cuando:
—¿Y qué pasa con mi depósito? —Nadie daba muestras de notar siquiera su presencia.
A juzgar por su posición, la losa que tenía bajo las posaderas parecía formar parte de una maqueta de uno de los paseos con columnatas que iban a bordear el jardín interior. Deduje que era parte de una alcantarilla que se situaría a los pies del estilóbato y que recogería los restos de agua del tejado. Al menos, el profundo hueco que tenía proporcionaba una especie de asiento al ingeniero mientras esperaba a que le escucharan.
Pomponio y Magno se alejaron un poco al tiempo que volvían una y otra vez sobre los mismos puntos. Probablemente ocurría a menudo. Retrasar la decisión quizá diera más tiempo para que surgieran nuevas ideas; podía prevenir errores caros. No se peleaban, exactamente. Los dos pensaban que el otro era un idiota; ambos lo dejaron claro. Pero parecía tratarse de un enfrentamiento absolutamente rutinario.
—¡Remates! —gritó Magno en voz alta, como si fuera una exótica obscenidad. Pomponio se limitó a encogerse de hombros.
Me senté en otra losa de piedra caliza y me presenté al ingeniero. Se llamaba Recto. Debía de resentirse del frío en los pies, porque llevaba unos calcetines cortos de punto dentro de sus estropeados botines de la obra. Pero su ancho cuerpo parecía más resistente; sólo llevaba una sencilla túnica de manga corta. Unas cejas pobladas le crecían por encima de una gran nariz italiana. Era de ese tipo de personas a quienes siempre les parecía que se avecinaba algún desastre pero que, sin desesperarse, afrontaban el problema de manera práctica. De aspecto sombrío, era emprendedor y resolutivo. Pero nunca conseguía suficiente confianza en sí mismo como para animarse.
—¿Así que tienes un problema con un depósito? —me compadecí.
—Es muy amable por tu parte que te hayas dado cuenta, Falco.
—Estoy aquí para vendar las heridas de este proyecto.
—Vas a necesitar unos cuantos trapos.
—Es lo que me está pareciendo. Cuéntame lo de tu depósito.
—¡Mi depósito! —dijo Recto—. Bueno, sólo necesito recordarles a esos pedorros que hay que construirlo antes de que avancen más con sus estilóbatos de mierda. En primer lugar, está situado sobre una base de piedra que sobresale del jardín. Quiero que se cave un agujero y se asiente la base. Cuanto más pronto pongan el depósito, más contento estaré. Me importan un bledo los apestosos niveles de sus elegantes columnatas.
Dirigí la mirada al cielo; era de un gris típicamente britano.
—Así, ¿qué es ese depósito?
—El depósito de asiento para el acueducto.
—¿Acueducto?
—¡Oh! Aquí tenemos todo tipo de instalaciones, Falco. Bueno, las tendremos.
—¡Cómo no!
—Obtuve la aprobación para el acueducto del mismísimo gobernador durante su visita oficial.
—¿Visita oficial?
—Vino para presentarse al gran rey.
—¿Fue divertido?
—¡Ni te lo imaginas! —se maravilló—. Tuvimos que construir una letrina nueva por si el gobernador quería cagar.
—¡Debió de quedar encantado! ¿Se trata de mi amigo Frontino?
—¡Me habló! —exclamó Recto con excitación. Frontino era una persona sumamente práctica.
—A Frontino le gusta la compañía de los expertos. Y además —le dije con una sonrisa—, estaba a cargo de las vías acuíferas de Roma. Le gustan los acueductos.
—Sólo será uno pequeño —Recto pasó a un retraimiento embarazoso.
—Aun así, tendrás tu acueducto… Sé que tiene que tener un depósito de asiento. En caso contrario, las tuberías se atascarían, pero… ¿cuál es el problema, Recto?
—No está incluido en el presupuesto. Debía de tratarse de una cantidad provisional.
—¿Una qué?
—Un gasto teórico. El acueducto en sí se va a financiar como si fuera una instalación provincial. —Yo había deambulado por los pintorescos vericuetos de la burocracia del erario público—. Pero el depósito de acumulación se encuentra en nuestra obra, por lo que es un proyecto nuestro. Cipriano no puede arreglarlo para que yo haga el trabajo si no tiene una mierda de albarán. —La burocracia había reunido su propia variedad de palabras soeces—. Como nunca se tuvo en cuenta, primero Pomponio tiene que proporcionarme una orden de variación. Sabe asquerosamente bien que tiene que hacerlo, pero el cabrón sigue aplazándolo.
—¿Por qué?
—Porque Pomponio es de esa clase de bastardos bien mierdosos.
Nos quedamos callados. Recto todavía esperaba tener una charla con el arquitecto. Yo no tenía ningún plan en firme.
Miraba el lugar donde los trabajadores habían empezado a levantar la gran base para la espectacular ala oeste.
—Esa plataforma base va a tener un metro y medio de alto, ¿no es así? ¿Con la columnata situada encima?
—Revestida —dijo Recto—. Tan alta como un maldito baluarte enorme en un fuerte fronterizo.
—Con una sólida pared lisa de cara al jardín, ¿no se verá sumamente lóbrego el conjunto?
—No, no. A mí se me ocurrió lo mismo. He estado hablando de eso con Blando.
—¿Blando?
—El artista principal de los frescos. —Posiblemente fuera el mismo visitante misterioso que no me encontró cuando me estaba bañando—. Quieren pintarla… Exuberante vegetación naturalista.
—¿Un jardín simulado? ¿No pueden poner flores de verdad?
—Hay muchas. Si miras para atrás hacia el ala este, verás que van a instalar árboles que den flores en unos enrejados, y unos arriates llenos de color camuflarán los estilóbatos inferiores. Pero todas las paredes interiores de detrás de las columnatas se van a pintar, más que nada va a hacerlas resaltar discretamente. Esa enorme pared tiene su propio diseño. Será una extensión de enredaderas de vivo color verde oscuro a través de las cuales —dijo Recto, fingiendo burlarse aunque parecía gustarle el concepto— se podrá ver lo que aparenta ser otra parte del jardín.
—¡Eso sí que es buena idea!
Recto me intrigaba. La mayoría de los trabajadores del lugar parecían habitar en compartimentos cerrados. Sólo conocían su propio oficio y no tenían ni idea del plan general. Él se fijaba en todo. Me lo podía imaginar aprovechando el descanso de la hora de comer para pasearse por las oficinas de los arquitectos en el viejo complejo militar y echar un vistazo a los planos sólo por curiosidad.
—¡Así que tú conoces a Frontino! —parecía fascinado por mi famoso contacto.
—Trabajamos juntos en una ocasión —le dije con discreción—. Él era el cónsul, entronizado; yo era el que iba por ahí al nivel de las alcantarillas —no era del todo cierto, pero fue una manera elegante de quitarle importancia a la relación.
—Aun así… ¡trabajar con Frontino!
—Quizás algún día, Recto, la gente te diga a ti: «¡Trabajar con Falco!».
Recto pensó en ello; se dio cuenta de que era ridículo; dejó ese respeto reverencial por mis prestigiosos amigos. Entonces, con muy buen criterio, me habló de su disciplina.
Su mayor desafío era la envergadura. Tenía que hacer frente a unos tendidos de tuberías inmensamente largos, tanto para distribuir agua limpia a lo largo de tocias las alas como para llevarse el agua de lluvia, que supondría un enorme volumen con el mal tiempo. Era esencial asegurarse de que no hubiera absolutamente ninguna fuga allí por donde tenían que pasar sus tuberías de agua y las de desagüe, por debajo de los edificios, así que las juntas se sellaban bien y todo el tramo se rodeaba de arcilla antes de que se volviera inaccesible bajo las habitaciones terminadas. Las necesidades domésticas eran sólo parte de su misión. La mitad de los senderos del jardín se trazarían por encima de tuberías para abastecer las fuentes. Incluso el jardín silvestre junto al mar, con una provisión tan abundante de estanques y arroyos, necesitaba una tubería que hiciera llegar el agua a un punto concreto para regar las plantas.
Era un verdadero experto. Cuando hablábamos de cómo pensaba hacer los sumideros del jardín, me explicó que en uno de los tramos la caída apenas iba a ser de uno a uno ochenta y tres grados. Eso representaba una pendiente prácticamente invisible. Para medirla con precisión haría falta paciencia… y brillantez. La forma de hablar de Recto me convenció de que poseía ese don. Me imaginé que, cuando todo estuviera terminado, el agua bajaría a borbotones por ese conducto casi horizontal de una manera bastante satisfactoria.
Pomponio terminó de discutir con Magno. Vimos que Magno se alejaba con paso firme junto a Cipriano, los dos sacudiendo la cabeza. Entonces el arquitecto se acercó a nosotros como llevado por el aire, con la clara intención de emprenderla con Recto. Ese bravucón rimbombante era transparente. No había conseguido imponer su voluntad a los experimentados agrimensor y jefe de obras, así que entonces pensaba colmar de desprecio el proyecto de desagüe.
Recto ya había lidiado antes con Pomponio. Se levantó de su bloque de piedra caliza con aspecto nervioso, pero ya tenía preparado su discurso:
—No quiero pelearme pero ¿qué pasa con mi mierda de depósito? Mira, te lo digo ahora, delante de Falco, que es mi testigo: ese depósito necesita programarse esta semana.
Yo me mantuve neutral. Me quedé sentado. Pero estaba allí. Tal vez fue por eso que Pomponio se echó atrás de pronto:
—Cipriano puede redactar un albarán y yo lo firmaré. ¡Arréglalo con él! —ordenó, tajante. Como jefe de obras, Cipriano era el encargado de asignar mano de obra a la tarea; también tenía autoridad para hacer que trajeran los materiales adecuados. Por lo visto, eso era todo lo que Recto necesitaba. Era un hombre feliz.
La tensión se evaporó.
En otras partes las cosas no estaban tan calmadas. Durante el día la obra era siempre ruidosa, incluso cuando parecía que no ocurría casi nada. En esos momentos, unos gritos que sonaron mucho más apremiantes de lo normal resonaron por la zona abierta. Me puse en pie de un salto y miré hacia allí, hacia el ala sur. Daba la impresión de que había empezado una pelea. Salí para allá, corriendo.
Los hombres acudieron en tropel a la refriega. Muchos más obreros de los que yo esperaba que hubiera ese día en la obra salieron de las zanjas y corrieron a mirar, todos gritando en varios idiomas. Pronto me encontré rodeado de una multitud y recibiendo empellones por todos lados.