Un cadáver en los baños (22 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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—Entonces, ¿podría preguntarte una cosa, por favor? —Estaba tranquilo. Al chico del
mulsum
nunca debes atacarlo, aplastarlo u ofenderlo. Lo necesitas de tu lado—. ¿Qué noticias?

—¡Espera un poco, legado! El emocionante acontecimiento de hoy es… que Filocles acaba de morir.

XXIII

—¿No querrás decir Blando? —corregí al chico del
mulsum
—. Participó en la pelea que hubo antes.

—Muy bien. Blando, entonces. —Lo único que le interesaba era que tenía que preparar una taza menos.

—Lo patearon de mala manera… pero ¿qué ocurrió?

—Entré con su vino caliente. Él se levantó de un salto para cogerlo. Al minuto siguiente se cayó al suelo, muerto. —El bazo, pensé. En cualquier caso, hemorragia interna.

—¿No lo vigilaba Alexas?

—Alexas no estaba.

Perdí los estribos.

—¡Pues bien debería haber estado, maldita sea! ¿Qué sentido tiene llevarse a la gente a la enfermería si se quedan tumbados sobre su tabla y se mueren?

—No ocurrió en la enfermería —protestó el chico del vino caliente. Levanté una ceja, conteniéndome—. Estaba en el calabozo.

Habría hecho rechinar los dientes, pero estaba tratando con suavidad al que me dolía.

—En ese caso se trata de Filocles.

—¡Ya te lo dije! Fuiste tú el que dijo que era Blando, jefe.

—Bueno, está claro que no sé de lo que hablo.

Hice que me llevara al calabozo. Era un pequeño y sólido cobertizo donde el jefe de obras retenía a los juerguistas borrachos y difíciles durante un día, o dos si era necesario, hasta que se les pasaba la cogorza. El interior parecía haberse usado muchas veces.

En esos momentos Alexas se encontraba en el lugar. Cipriano debió de haber mandado a buscarlo.

—Pareces tener más cadáveres que pacientes vivos —dije.

—No tiene gracia, Falco.

—No me río en absoluto.

Filocles estaba tendido sobre un poco de hierba en el exterior. Estaba bien muerto. Debían de haberlo sacado a remolque para que le diera el aire. Demasiado tarde. Al tiempo que Alexas seguía friccionándole las extremidades y sacudiéndolo, por si acaso, yo miré por encima del hombro del enfermero; sólo vi unos pocos moretones, pero ninguna otra marca.

—Fue Blando quien se llevó una buena paliza. Filocles parecía estar bien. —Me incliné, le volví la cabeza y examiné el lugar donde yo le había sacudido—. Peleaba como un loco. Tuve que pegarle un golpe.

Alexas sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Has confesado…, duerme tranquilo. No tengas remordimientos de conciencia por haberle dado en la cabeza. Tal como lo ha descrito el chico, se le paró el corazón. Puede que la excitación no le haya ayudado, pero le habría sucedido de todas formas.

El chico del
mulsum
hizo un número dramático agarrándose el costado, se tambaleó y entonces cayó por etapas hasta el suelo.

—Muy bien —le aplaudí—. Estoy deseando verte representar el papel de Orestes en los Juegos Megalensios.

—Yo voy a ser conductor de aurigas.

—Buena idea. Está mucho mejor pagado y no tienes que quitarte de encima los enjambres de chicas enfervorecidas. —Me lanzó una mirada de indignación. Tendría unos catorce años, un muchacho en un mundo de hombres, creciendo deprisa. Ya era bastante mayor para andar con chicas, pero los asuntos de dinero todavía no le preocupaban. No importa, de eso ya se ocuparían ellas.

Cuando se llevaron el cuerpo del mosaiquista, con Alexas detrás, Cipriano sacudió la cabeza.

—Debo comunicar a Filocles hijo que su padre ha muerto.

—Pregúntale si sabe de qué iba la pelea.

—¡Eso lo sabemos todos! —soltó Cipriano con irritación.

—Dijiste que por celos. —Lo observé.

—Tenían una guerra que se remonta a décadas atrás. —Cipriano habló entonces con voz cansada y me contó los agrios secretos que previamente había tratado de no difundir al enviado del emperador. En esos momentos ya no tenía sentido proteger a Filocles padre y, por haberse unido a la pelea, Blando debía correr el riesgo—. En la mayoría de las obras, la norma era que, si contratabas a Blando, tenías que olvidarte de Filocles, y viceversa. Ésta era la primera vez en muchos años que participaban en el mismo proyecto.

—¿Aun tratándose de Britania, donde vuestra elección de artesanos es limitada porque nadie quiere venir aquí?

—Sí. —Cipriano habló con un orgullo compungido—. Y tratándose del palacio del gran rey, para el cual queremos lo mejor.

—¿Ya estos dos los avisaron antes de venir de que quizá se encontraran?

—No. Por supuesto, yo sí que les advertí, cuando llegaron, de que no iba a permitir que hubiera problemas. Pomponio los contrató. El adjudica los subcontratos especiales. O no sabía que se odiaban uno a otro, o le daba igual.

—Las relaciones personales no son su punto fuerte.

—¡Dímelo a mí! —suspiró Cipriano, cansado—. O sea, que ahora Filocles padre va de camino al Hades y es probable que el hijo nos deje plantados. Blando está fuera de circulación y vete a saber si volverá a valerse por sí mismo, o cuándo podrá hacerlo…

Le di un golpe en el hombro.

—No dejes que eso te deprima. Lo que todavía no comprendo es a qué viene todo esto.

—¡Ya conoces a los pintores, Falco!

—¿Tienen la mano larga? —intenté adivinar.

—Querrás decir que meten los dedos por todas partes. La mayoría son unos pillos calentorros. ¿Por qué crees tú que se hacen pintores? Entran en las casas de la gente y tienen acceso a las mujeres.

—¡Ah! ¿Así que Blando…?

—Se tiró a la esposa de Filocles padre. Este los descubrió. —Hice una mueca de dolor—. Pero no se lo digas a su hijo —suplicó Cipriano—. Es un poco corto. Todos pensamos que no lo sabe.

Se me ocurrió una cosa:

—¿Por casualidad no será Blando su verdadero padre?

—No. Filocles hijo era un bebé —Cipriano también había pensado en ello. Entonces se rió—. Bueno, creo que él estaba… Hagamos cuenta de que estamos seguros. ¡El se debatiría entre seguir poniendo suelos o empezar con las paredes veteadas!

—Lo necesitas para que ponga las piezas en los teselados. Yo no diré ni pío.

Cipriano me miró fijamente durante unos instantes.

—No hay nada más que puedas hacer sobre esto. Falco. —O quería verificar ansiosamente cuál era mi opinión, o buscaba influir en mis acciones si es que quería causar problemas.

—¿Por qué tendría que haberlo? —le respondí—. Es una muerte por causas naturales. Nos dejó su trabajo creativo. Filocles hijo o algún otro aburrido fijador de suelos pondrán al final esos diseños. Por lo demás, es cosa de la Fortuna. Siempre ocurre lo mismo. Maldices su inoportunidad, consuelas a cualquier pariente que haya y organizas el funeral; luego sigues adelante y los olvidas.

Tal vez a Cipriano le pareciera insensible. Prefería eso a que pensara que iba a llevar a cabo una investigación. Además, aunque su trabajo en las obras de construcción era peligroso, quizá yo había visto más muertes repentinas que él. Yo era fuerte. Y mira, todavía podía enfadarme.

Mientras el jefe de obras se iba a darle la mala noticia al hijo del mosaiquista principal, yo intenté ver a Blando. Alexas me dejó entrar allí donde yacía, pero estaba roncando. Le dolía tanto que el enfermero lo había drogado.

—¿Jugo de adormidera?

—Beleño.

—¡Ten cuidado!

—Sí. Intento no matarle —me aseguró Alexas con gravedad.

XXIV

Esa investigación exigía más de lo que yo esperaba. Ese mismo día había sufrido una caída y una pelea, y después me había visto envuelto en una muerte accidental. Me afectó, tanto mental como físicamente. Eso sin contar el dolor de muelas, el duro trabajo en la oficina o los asuntos personales que me habían dejado sin fuerzas de una manera más agradable.

Me alegré de haber traído allí a Helena y a los demás. Así no tenía que enfrentarme a un paseo en burro por la tarde antes de encontrar consuelo y la cena. De todas formas, estaba claro que entonces necesitaba visitar regularmente mi arcón de la ropa. Me gustaba cambiar de territorio durante un caso. El problema de las misiones provinciales siempre era el mismo: el lugar y el personal permanecían contigo día y noche. No había escapatoria.

Añoraba Roma. Allí, tras un largo día de trabajo, podía perderme en el Foro, los baños, las carreras, el río, el teatro y miles de puntos de reunión en la calle en los cuales se ofrecía tanta variedad de comestibles y bebidas que hacían que te olvidaras de los problemas. Llevaba tres días en ese lugar y ya extrañaba mi casa. Echaba de menos los edificios altos y abarrotados de los barrios bajos tanto como los elevados templos que brillaban con el bronce y el cobre y que coronaban las famosas colinas. Añoraba las calles peligrosas llenas de ánforas rotas, perros salvajes, espinas de pescado y cajas que caían desde las ventanas; vendedores de salchichas ambulantes que iban vendiendo la carne tibia; cuerdas y cuerdas de túnicas lavadas, colgadas entre las ventanas por donde asomaban unas arpías de noventa años que expresaban con una risa socarrona su repugnancia hacia las chicas que exhibían demasiado sus piernas ante los escurridizos vendedores de aceite de baño, probablemente bígamos.

Nadie podía acumular varias mujeres en Noviomago; con esa escasa población, todo el mundo lo sabría. Descubrirían a cualquier endemoniado chico con torques y lo llevarían de vuelta a su propia choza. Yo anhelaba una ciudad donde floreciera el engaño y hubiera alguna esperanza para la astucia sofisticada. Ansiaba oler un tufillo de perversión entre las dulces fragancias del incienso, la pinocha y la mejorana. Estaba dispuesto a aceptar un beso con sabor a ajo de una sediciosa mesera o a dejar que un licio excesivamente obsequioso me vendiera un amuleto hecho de algún exótico órgano sexual mal embalsamado. Quería estibadores y chicas con guirnaldas, bibliotecarios y proxenetas, financieros esnobs vestidos con lujosas togas púrpura, con su lana recalentada llena de ese fétido tinte que provenía de las costas de Tiro y que huele de una manera igual de expresiva que el marisco del que se extrae. Por todos los dioses que añoraba el ruido y la tensión familiares de mi hogar.

Tres días en Britania: me moría de ganas de irme. Pero, poco después de llegar, la idea del interminable viaje de vuelta a Italia era casi insoportable. Antes de enfrentarnos a eso, quizá fuéramos a tomar una rápida inyección de vida de ciudad allá en Londinio.

Cualquiera que haya estado allí sabrá que es una broma.

Debía de ser junio. En casa el cielo sería azul. Nos habíamos perdido el gran festival de las flores; habrían seguido con los héroes y los dioses de la guerra.

El lugar era agradable; bueno, podía fingirlo. La gente se sentaba fuera de casa las tardes en que hacía buen tiempo; nosotros, los romanos, con mantos echados por encima de los hombros. Ese día, los sirvientes del rey nos trajeron unas bandejas con viandas informales y comimos allí donde estábamos, en el jardín. Camila Hispale se pasó el rato temblando de forma exagerada, lo que hizo que los demás nos decidiéramos a disfrutar del aire libre.

La pequeña estaba inquieta. Probé a mecerla sobre mis rodillas. Nunca funciona si hay compañía. Los bebés saben que te gustaría impresionar a la gente con tu toque mágico; dejan de quejarse, para engañarte, y luego lloran más fuerte.

—Veinte años más y será buena de verdad —se burló Maya.
Nux
se metió sigilosamente bajo las faldas de Helena, gimiendo bajito. Helena, que tenía aspecto de estar cansada, también gimió.

Me levanté y probé el truco de caminar despacio de un lado a otro. A mi madre siempre le daba resultado. En una ocasión en que Julia llevaba tres días berreando sin descanso, vi que mi madre la calmaba en unas cinco zancadas. Favonia no se dejó engañar por mis esfuerzos.

Más abajo del enorme jardín, cerca de las dependencias del rey, vimos a Verovolco. Estaba con un pequeño grupo de britanos. Les habían servido a la vez que a nosotros y en esos momentos comían de sus platos con parsimonia, y también bebían. Parecían estar todos decaídos, aunque quizá no iban a seguir tan callados. Verovolco no dejaba de mirar hacia nosotros. Evitamos el contacto de manera instintiva y seguimos cada uno en nuestro grupo. Lo último que deseaba era establecer la pauta de una pesada vida social internacional cada noche.

—Parece que se toma en serio las instrucciones del rey de mantenerse alejado y dejarte hacer tu trabajo —comentó Helena en voz baja. Ella sabía cómo me sentía.

Meneé a Favonia. Decidió dejar de llorar. Un hipido con burbuja me recordó que era una decisión de la que se podía retractar en cualquier momento.

Julia, que gateaba por allí sobre la hierba, se percató entonces del silencio y soltó un chillido agudo. Mi hermana Maya se inclinó y agitó un muñeco delante de ella. Julia lo apartó de un golpe, pero se calló.

—¿A la cama? —amenazó Maya.

—¡No! —Adorable tesoro. Fue una de sus primeras palabras.

Dirigí la mirada hacia Verovolco y lo observé de la misma manera que él nos observaba a nosotros.

—No me gusta ser poco sociable, pero…

—Tal vez sea al revés. —Helena sonrió—. Aquí estamos, todo ropa elegante, latín vocinglero y haciendo alarde de nuestro amor por la cultura. Quizás a nuestros tímidos anfitriones britanos les da mucho miedo que la buena educación los obligue a mezclarse con una panda de romanos demasiado desenvueltos.

Nos quedamos en silencio. Tenía razón, claro. El esnobismo puede ser un arma de doble filo.

Las magníficas habitaciones de la vieja casa estaban situadas entre el jardín del patio y el camino que rodeaba todo el recinto. Eso significaba que el jardín era tranquilo, a salvo del ruido del tráfico que había junto a la construcción principal. Pero en una apacible noche de verano oíamos vagamente el movimiento constante del camino que pasaba por detrás. Las voces y las pisadas contaban su historia: grupos de hombres se marchaban de la obra. Por el ruido que hacían, la mayoría iban a pie. Habían comido y se dirigían a su entretenimiento de la tarde. Su destino sólo podía ser el centro de Noviomago, esos lugares infames donde se ofrecían mujeres, bebidas alcohólicas, juego y música: los sórdidos placeres de la
canabae
.

Mientras la irregular procesión pasaba sin ser vista, yo deseaba que fuera ya de madrugada, que era cuando iban a volver todos. Helena me leyó el pensamiento:

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