—Anoche estaba tan exhausta que no me di cuenta. Seguro que vuelven arrastrándose hasta sus barracones como discretos ratones.
—¡Los ratones arman un jaleo terrible! —En la plaza de la Fuente una vez viví con una plaga de roedores equipados con botas del ejército.
Esa noche unas visitas nos honraron con su presencia. Desde el campamento situado más allá de las cabañas de la obra, vino Sextio; alguien debía de estar vigilando su carretada de mercancías, porque trajo consigo a Eliano. Dejé que se sentaran y hablaran. Les ofrecimos unas jarras, aunque no unos cuencos de comida. Tenía que parecer algo muy natural; éramos todos forasteros que habíamos venido juntos de la Galia y estábamos aburridos. Sextio y su compañero se lo habrían tomado en serio cuando les invitamos con ese tópico de «Pasaos un día a tomar algo»… Cuando en realidad lo que quieres decir es «¡No vengáis, por favor!».
Todavía llevaba al bebé en brazos, un toque informal.
Sextio centró su atención en Maya, aunque se sentó a cierta distancia; apenas habló con ella y no hizo ningún movimiento manifiesto. Ella todavía estaba deprimida. Excepto cuando quería insultar a alguien, Maya no decía nada a nadie. Por regla general, mi hermana era una chica muy alegre, pero cuando andaba deprimida quería que todo el mundo lo supiera. Cualquiera de mis hermanas cuando estaba de mal humor era capaz de entristecer a toda una familia; Maya, cuyo carácter normalmente era el más risueño, consideraba entonces que tenía derecho a una profunda melancolía.
Hispale se arrodilló y, por una vez, empezó a jugar con Julia. De esa manera, ella también podría distanciarse. Como liberta, formaba parte de la familia; le permitíamos que se uniera a nosotros cuando conversábamos todos sobre cualquier cosa o, lo que es más, la animábamos a que lo hiciera. Sus raíces senatoriales se notaron de nuevo. Tener que compartir un espacio con una pareja de vendedores de estatuas la horrorizaba. Tardó un buen rato en darse cuenta de que el hediondo ayudante era Camilo Eliano, en niño mimado de su antiguo hogar refinado. De pronto chilló al reconocerlo. Eso me gustó.
Él no le hizo ni caso. Ella era la hija de la niñera de su infancia. Eliano era tan esnob como cualquiera de por allí. Además, era un patán desagradecido.
No quiso sentarse y se puso a deambular por ahí, sirviéndose toda la comida sobrante de cualquier cuenco que pudiera alcanzar. Helena lo observaba, al tiempo que deducía que yo había dejado que su hermano casi se muriera de hambre. Ella habría ido a buscarle un festín, pero Eliano ya se estaba atiborrando por su cuenta. Eso es lo que consigue una formación patricia: atiborra de confianza a los muchachos jóvenes.
—¿Cómo te fue con el arquitecto? —le pregunté a Sextio.
Negó con la cabeza.
—No van a recibirme.
—Ah, bueno. Sigue intentándolo.
Bien podía ser que Planco y Éstrefo rechazaran sus tediosas novedades, así que esperé que no lo intentara demasiado. Si, desdeñado, se marchaba de Noviomago, yo perdería a mi práctico infiltrado. Quería mantener a Eliano en el terreno.
Finalmente, el voraz muchacho dejó el tentempié. Provisto de una gran taza de vino sin diluir, empezó a andar despacio hacia mí.
—¡Falco!
Yo mecía al bebé mientras con la nariz le acariciaba su perfumada cabeza, como si estuviera absorto en pensamientos puramente paternales.
—¿Alguna novedad?
—Poca cosa. Hoy vi que uno de los jefes tenía una fuerte pelea. No pude acercarme lo suficiente para escuchar, pero se ensañó totalmente con un carretero. —Por su descripción posterior, pensé que podía tratarse del agrimensor, Magno.
—¡Hum! Esta mañana lo vi fisgonear alrededor de los carromatos de transporte. ¿Iba bien vestido, con botas elegantes y quizás un bolso al hombro? —Eliano se encogió de hombros inútilmente—. ¿Qué había en el carro?
—Nada; daba la impresión de estar vacío. Pero el carromato parecía ser el motivo de su pelea, Falco.
—¿Todavía está allí?
—No. Se lo llevaron luego.
—¿Hacia dónde se dirigió?
—Esto… —Intentó acordarse—. No estoy seguro.
—¡Vaya, no me sirve de mucho! Sigue observando. Eso podría formar parte de algún chanchullo con los materiales. Cada vez que te encuentres solo cerca de los carromatos estacionados, intenta examinarlos sin que te vean, ¿lo harás?
Puso mala cara.
—Esperaba poder dejar de merodear por ahí intentando pasar desapercibido.
—¡Mala suerte! —dije.
Poco después de eso, Favonia vomitó encima de mi hombro… Una buena excusa para separarnos y retirarnos a pasar la noche.
—¡Oh, no será difícil limpiarlo! —se burló Maya mientras nos dirigíamos a nuestras habitaciones. Tenía demasiada experiencia para que me engañaran. Además, me había quedado sin túnicas.
Los obreros que habían salido a la
canabae
empezaron a regresar justo cuando casi me estaba quedando dormido. Volvían paseando poquito a poco; la mayoría de ellos no eran nada conscientes de que podían estar molestando a alguien, seguramente pensaban que no hacían nada de ruido. Algunos estaban contentos, otros eran soeces, otros estaban llenos de escandalosa animadversión contra el grupo que iba delante. Al menos uno de ellos se encontró con que necesitaba echar una meada sumamente larga precisamente en la pared del palacio.
Finalmente, muy entrada la noche, dejaron de armar jaleo. Entonces fue cuando la pequeña Favonia decidió despertarse y llorar sin parar hasta que se hizo de día.
El vino con miel que sirven en las obras de construcción es asqueroso. Deben de suministrar esos mejunjes de sabor desagradable a los obreros deliberadamente para evitar que se tomen tiempo libre para beber. Entre las tropas, atascadas en los confines de algún lugar, marchando por un largo camino a través de un espeso bosque o atrapadas en algún fuerte de la frontera azotado por el viento, hasta el vino agrio es bien recibido, en tanto que en el triunfo de un emperador, cuando el ejército regresa a Roma con esplendor, les obsequian con
mulsum
de verdad. Esto es, cuatro medidas de vino de la mejor calidad mezcladas con una medida de miel pura de la Ática. Cuanto más te acercabas a los puestos de avanzada del imperio, menor era la esperanza de un vino elegante o de un genuino endulzante griego. A medida que degeneran los alimentos, baja la moral. Cuando llegas a Britania, la vida ya no puede ser peor. Es decir, no hasta que no estás sentado en una obra de construcción y llega el chico del
mulsum
.
Renovado gracias a mi descanso nocturno (ése es otro chiste amargo), fui arrastrándome hacia mi oficina. Con la vista nublada, me puse a trabajar y escudriñé algunas hojas de gastos de personal por si encontraba allí el nombre de Gloco o Cota. Fui el primero de la casa en levantarme. No había desayuno. Así que me abalancé sobre mi taza alegremente cuando llegó el chico que se sorbía los mocos. Un error que sólo cometería una vez.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Igiduno.
—Hazme un favor, la próxima vez tráeme sólo un poco de agua caliente.
—¿Qué le pasa al
mulsum
?
—Bueno…, ¡nada!
—¿Entonces qué te pasa?
—Tengo dolor de muelas.
—¿Para qué quieres el agua?
—Para una medicina. —Se suponía que el clavo aliviaba el dolor. No resultó en mi agonizante muela; Helena lo había probado durante la última semana. Pero cualquier cosa sabría mejor que lo que ofrecía el chico del
mulsum
.
—¡Mira que eres raro! —dijo Igiduno con desdén mientras salía perezosamente, enfurruñado.
Lo llamé para que volviera. Mi mente debía de estar trabajando dormida. No había encontrado a Gloco y Cota, pero había descubierto una anomalía.
Le pregunté a Igiduno si servía uno de esos brebajes a todo el mundo, en toda la obra. Sí que lo hacía. ¿Cuántas tazas? No tenía ni idea.
Le dije a Cayo que le diera a Igiduno una tablilla encerada y un punzón. Por supuesto, no sabía escribir. En lugar de eso, le enseñé al muchacho cómo hacer un registro usando grupos de cinco líneas.
—Cuatro palos derechos y luego uno que los cruza. ¿Lo has entendido? Entonces empiezas otro grupo. Cuando termines, los podré contar.
—¿Se trata de algún ingenioso truco del ábaco egipcio, Falco? —Cayo sonrió.
—Haz una ronda por la obra, Igiduno.
—Sólo hago una. Me lleva todo el día.
—Eso es duro para la gente que no está cuando pasas.
—Me lo dicen sus compañeros. Les dejo su taza con un azulejo encima.
—¡Así que no hay escapatoria! Cuenta todas las tazas de vino caliente que sirvas. Además, pon un palo por cada uno de los que tendrían que coger una taza pero que dicen «no, gracias». Entonces me traes aquí la tablilla.
—¿Y un poco de agua caliente?
—Eso es. Si hirviera, sería estupendo.
—¡Estás de broma, Falco!
Igiduno se marchó. Dejé mi taza de
mulsum
en el suelo para
Nux
. Mi peludo sabueso la husmeó una sola vez y se fue muy ofendida a la parte de la oficina donde estaba el contable.
Él me miró fijamente.
—Cayo, ¿puedes encontrarme las cuentas del pedido habitual al servicio de comidas?
Removió por ahí, las identificó y me las pasó. Entonces se inclinó hacia el otro lado para ver con qué registros estaba ya trabajando y las notas que había garabateado. No tardó nada en establecer la relación.
—¡Caray! —dijo—. Nunca se me había ocurrido eso.
—Ya ves por dónde voy. —Yo me frotaba la mejilla con pesimismo—. Nada concuerda, Cayo. Los gastos de personal son elevados. El dinero se escurre por un tamiz…, y además, mira estas facturas de comida. Las cantidades de vino y provisiones que se trajeron no coinciden con esa cantidad de hombres… Yo diría que la cuantía de los suministros es adecuada para los que yo he visto en la obra. Lo que es sospechoso es la cantidad de mano de obra. Si echas un vistazo fuera, verás que casi no contamos con ningún gremio que no sean esos gorilas rudos que cavan zanjas.
—La mano de obra es escasa, Falco; eso lo demuestra la manera en que el programa se va retrasando. Al administrativo encargado de seguir el programa no le importa, no hace más que jugar a los dados todo el día. El equipo del proyecto lo justificó como «retrasos debidos al mal tiempo» cuando se lo pregunté.
—Siempre dicen eso. —Había aprendido el sistema al intentar contratar a Gloco y Cota allí en Roma—. O la lluvia amenaza con estropear su cemento o hace demasiado calor para que los hombres puedan trabajar.
—En cualquier caso, no es de mi incumbencia. Yo estoy aquí para contar cuartos.
Suspiré. Él lo había intentado. Era sólo un contable. Tenía tan poca autoridad que allí todo el mundo le daba mil vueltas.
—Es hora de que tú y yo contemos cabezas y no cuartos —me confié a él—. He aquí mi teoría: parece que al menos uno de nuestros alegres supervisores asegura tener mano de obra imaginaria.
Cayo se echó hacia atrás con los brazos cruzados.
—¡Uf! Me gusta trabajar contigo, Falco. ¡Esto es divertido!
—No, no lo es. Es un asunto muy serio. —Vi corno se abría un agujero negro—. Quizás explique por qué Lupo y Mandúmero están enfrentados. Podría haber una guerra de territorios para controlar el chanchullo de la mano de obra. Son malas noticias. Sea cual sea el supervisor que lleve este asunto, Cayo, escucha: ten mucho cuidado. En cuanto sepan que lo hemos descubierto, la vicia se volverá extremadamente peligrosa.
Entonces Cavo siguió trabajando con bastante tranquilidad.
Más tarde salí un momento para investigar otro aspecto. Había estado pensando en Magno y en su peculiar comportamiento del día anterior cerca de las carretas de transporte. Afirmó estar «comprobando una remesa de mármol». Pensé que era poco probable, pero los farsantes inteligentes a menudo te engañan no con mentiras, sino con astutas verdades a medias.
Quería encontrar la zona donde se trabajaba el mármol. Me guiaron hasta allí los chirridos de las hojas de las sierras. Con
Nux
detrás de mí, entré en el cercado. Había unos hombres que preparaban e igualaban unos bloques irregulares recién traídos, utilizando martillos y distintos tipos de cinceles.
Nux
, alarmada por el estruendo, se fue corriendo con el rabo entre las piernas, pero yo lo único que podía hacer era ponerme los dedos en los oídos mientras me daba una vuelta por ahí e inspeccionaba varias losas verticales.
Había cuatro hombres que empujaban y tiraban de una sierra de hoja múltiple para partir a trozos un bloque de color gris azulado destinado a hacer incrustaciones. Las desdentadas hojas de la sierra estaban sujetas en un marco de madera en forma de caja y su avance se lubricaba echando agua y arena en los cortes. Mediante un proceso lento y cuidadoso, esos hombres atravesaban la piedra y obtenían varias delicadas y magníficas láminas de una sola vez. De vez en cuando levantaban la sierra y dejaban descansar las manos. Entonces se acercaba un chico para apartar con un cepillo el polvo húmedo producido por su trabajo, el «suelo» de mármol, que luego recogerían y usarían los yeseros, mezclándolo con sus últimas manos de pintura, para dar un acabado de brillo más refinado. Luego el chico echaba más arena y agua en las hendiduras para causar abrasión y los aserradores reanudaban su movimiento.
Después, apilaban las losas resultantes en vertical según su grosor y calidad. También había unos cuantos bloques rotos, tirados por ahí caprichosamente, que debían de haberse hecho añicos con la sierra. En otros lugares habían dispuesto las finas láminas encima de unos bancos, y en esos momentos las estaban puliendo con unos bloques de piedra silícea y agua para proporcionarles un buen acabado.
Mientras paseaba por allí, me quedé asombrado por los colores y la variedad de los mármoles con que trabajaban. Parecía todo un poco prematuro, dado que el nuevo edificio sólo estaba en la fase de los cimientos. Quizá se debiera a que los materiales provenían de lugares remotos y necesitaban adquirirse con mucha antelación. Dadas las enormes proporciones del palacio que se proponían levantar, la preparación en la obra les llevaría mucho tiempo.
El primer marmolista me encontró mirando. Me arrastró al interior de su cabaña. Una vez allí, acepté de buen grado su ofrecimiento de una bebida caliente; el hombre había perdido las esperanzas en Igiduno y se preparaba la suya propia encima de un pequeño trípode.