Seguí adelante a empujones. ¡Por Júpiter! Uno de los protagonistas era el anciano Filocles, el mosaiquista de pelo cano. Acometía la pelea como si fuera un boxeador profesional. Al tiempo que yo salí de entre el gentío, él tumbó al otro. A juzgar por su túnica salpicada de pintura, el hombre que cayó al suelo tenía que ser un artista de frescos. Filocles se aprovechó de su ventaja sin perder ni un instante. De una manera asombrosa, dio un salto en el aire, levantó las rodillas y luego cayó sobre su oponente, de lleno en el estómago, aterrizando con las dos botas y todo su peso. Tomé aire al imaginarme el dolor. Entonces me abalancé sobre Filocles desde detrás.
Pensé que otros me ayudarían a separarlo. No hubo suerte. Mi intervención no fue más que una nueva fase del alboroto. Me encontré luchando con ese viejo violento de cara roja y pelo blanco que no parecía tener sentido del peligro ni discernir a quién atacaba, sólo un genio del demonio y unos puños salvajes. Apenas podía creer que fuera el mismo hombre hermético que había conocido por la mañana.
Mientras yo intentaba evitar que Filocles causara más daño, sobre todo a mí, apareció Cipriano. Cuando el vapuleado pintor se levantó y, sin ninguna razón, amenazó con emprenderla contra mí, Cipriano le agarró los brazos y tiró de él hacia atrás.
Mantuvimos separados al mosaiquista y al pintor. Ambos forcejeaban como locos.
—¡Basta! ¡Dejadlo ya los dos!
Filocles se había vuelto loco. Ya no era el zángano taciturno que guardaba las distancias; ahora no dejaba de revolverse como un tiburón varado en la playa. Se balanceaba como un demente. Me sorprendió una vez más el suelo embarrado y patiné. En esa ocasión conseguí evitar la caída a expensas de otra sacudida de mi espalda. Filocles se tambaleó hacia el otro lado colgando como un peso muerto, por lo que me paró. Rodamos por el suelo, yo rechinando los dientes pero aferrado a él. Al ser más joven y más fuerte, al final tiré de él hacia atrás hasta que se puso en pie.
Se soltó. Giró sobre sus talones e intentó pegarme. Me agaché una vez, luego le golpeé con fuerza en la cabeza. Eso lo detuvo.
Para entonces, el otro hombre ya se había dado cuenta de lo doloroso que era que te saltaran encima. Se dobló y se desplomó contra el suelo de nuevo. Cipriano se inclinó sobre él y lo sujetó.
—¡Traed una tabla! —gritó. El pintor apenas estaba consciente. Filocles se quedó a cierta distancia, sin duda recapacitando. De pronto empezó a preocuparse. Su respiración se aceleró.
—¿Ése es Blando? —le pregunté a Cipriano. Al hombre lo estaban tendiendo sobre un tablón para podérselo llevar. Alexas, el enfermero, se abrió paso entre la multitud para examinarle.
—Es Blando —confirmó Cipriano en tono grave. Debía de estar acostumbrado a resolver disputas, pero estaba enojado—. Filocles, ¡ya estoy harto de vosotros dos y de vuestras estúpidas contiendas! Esta vez vas a ir a mi calabozo.
—Empezó él.
—¡Ahora ya ha quedado eliminado!
Llegó Pomponio. Justo lo que necesitábamos.
—¡Oh! Esto es ridículo —se volvió contra Filocles al tiempo que agitaba un dedo con furia—. ¡Por todos los dioses! Necesito a ese hombre. No hay nadie que lo iguale en más de mil kilómetros. ¿Vivirá? —le preguntó a Alexas de la forma más autoritaria que pudo.
Alexas parecía preocupado pero dijo que pensaba que Blando sobreviviría.
—Llévalo a la enfermería —ordenó Cipriano con brusquedad—. Que se quede allí hasta que yo no diga lo contrario.
—¡Y atadlo a la cama si hace falta! ¡Espero que tú, Cipriano —declaró Pomponio en un afectado tono de superioridad—, mantengas a tu mano de obra un poco bajo control!
Se marchó airado. Cipriano observó con el ceño fruncido cómo se alejaba pero, por alguna razón, se abstuvo de recurrir a ningún sonido o gesto grosero. Era un típico jefe de obras: de primera clase.
La multitud se dispersó con rapidez. Los encargados suelen provocar ese efecto. A Blando se lo llevaron, con Alexas corriendo a su lado. A Filocles también se lo llevaron a golpes. Entre los comentarios que se hicieron entre dientes mientras el tumulto se diseminaba, escuché una provocativa burla en particular. Iba dirigida a Lupo, el supervisor de la mano de obra extranjera, de parte de un siniestro y forzado chiflado de brazos desnudos que iba cubierto de muestras de tintura azul.
—No me lo digas —le comenté por lo bajo a Cipriano—, ése es el cabecilla de la otra cuadrilla, el jefe de los trabajadores locales. Veo que él está enemistado con Lupo. —Se habían marchado en direcciones opuestas; si no, daba la impresión de que habría tenido lugar otra pelea—. ¿Cómo se llamaba…? ¿Mandúmero? —Cipriano no dijo nada. Interpreté que estaba en lo cierto—. Muy bien, así, ¿qué pasa con Filocles y Blando?
—Se detestan.
—Bueno, eso ya lo veo. Todavía no me he visto obligado a tener que leer con un catalejo cóncavo. Explícame por qué.
—¿Quién sabe? —respondió el jefe de obras, bastante exasperado—. Digamos que por celos. Ambos son líderes en su campo. Los dos creen que el proyecto del palacio se vendrá abajo sin ellos.
—¿Y lo hará?
—Ya oíste a Pomponio. Si perdemos a cualquiera de los dos, difícilmente encontraríamos a alguien mejor. Intenta convencer a cualquier artesano con verdadero talento para que venga tan al norte. —En esos momentos estábamos los dos solos en medio de la obra descubierta. Cipriano se liberó de una poco común y amarga arenga—: Puedo arreglármelas para encontrar carpinteros y techadores sin demasiados problemas, pero todavía estamos esperando que el cantero que he elegido decida si va a despegar el trasero de su cómodo banco en Lacio. Filocles lleva a su hijo con él a todas partes, pero Blando sólo tiene a un chico novato trabajando en su equipo. El lo alaba, pero… —Se había desviado por un camino secundario pero luego volvió a la diatriba principal con un arrebato final—: Todos los acabados de calidad son una pesadilla. ¿Por qué tienen que viajar hasta este agujero? ¡No lo necesitan, Falco! Roma y las villas millonarias de Neápolis ofrecen unas condiciones mucho mejores, mejor paga y una mayor oportunidad de adquirir fama. ¿Quién quiere venir a Britania?
En esos momentos, la túnica que me había puesto hacía poco estaba aún más mugrienta que la anterior. Una vez más, volví a mis dependencias para cambiarme de ropa.
—¡Oh, Marco, no! —Helena me había oído. Era capaz de distinguir mis pasos a una distancia de medio estadio.
Nux
también ladró—. Parece que tenga tres niños pequeños…
—Me pregunto si puedo reclamar el derecho a voto.
—¡Pon las facturas de la lavandería en tu hoja de gastos, de todas formas!
Ya había pasado por mis vestimentas de color blanco y ocre. Entonces sólo quedaba esa cosa de color arándano que ya se había teñido dos veces con un resultado poco uniforme. Esa vez también me cambié las botas. No hay manera. En la ciudad, las tachuelas te hacen caer de espaldas al patinar en el pavimento de piedra. En la obra, los clavos no servían para nada y el cuero liso no tenía ninguna adherencia. Puede que me viera forzado a ponerme unos zapatos de madera como los que llevaban los trabajadores o incluso que tuviera que atarme unos sacos asquerosos por encima.
—Perdona; no pude evitarlo.
—Quizá tendrías que quedarte aquí dentro tranquilamente haciendo trabajo de oficina —sugirió Helena.
—No será difícil limpiarlo —le dije para serenarla al tiempo que pasaba por mi lado de un salto y agarraba la prenda color ocre recién manchada. Yo la había dejado cuidadosamente en un fardo, pero ella la desplegó del todo para ver lo peor. Dio un grito y puso mala cara. El barro tenía la mala costumbre de tener el mismo aspecto que el estiércol de buey reciente de una bestia con diarrea.
—¡Puaj! Al menos, cuando vivíamos en la plaza de la Fuente teníamos a mano la lavandería de Lenia. Ahora no te metas en problemas, por favor.
—Por supuesto, amor mío.
—¡Oh, cállate, Falco!
Me quedé en la oficina un rato. Me dejó salir a comer.
Me alegraba que se preocupara. Odiaba pensar que algún día pudiéramos llegar a un punto en que mi presencia le fuera indiferente. Prefería lo de entonces; todavía venía de pronto a encontrarme, como si me echara de menos cuando estaba ausente durante una o dos horas. Y cuando me miraba y se quedaba quieta de repente. Entonces, si le guiñaba un ojo, ella decía: «¡Venga, no seas infantil, Falco!».
Y se daba la vuelta, para que no viera si se ruborizaba.
Me hizo volver y trabajar en la oficina toda la tarde. Uno de los administrativos trajo más documentos; entró arrastrando los pies, creyendo que me encontraba en lugar seguro fuera de la obra y que no me enfrentaría a él. Hice que se sentara sin hacer caso de su aterrorizada mirada y aproveché esa oportunidad para llegar a conocerlo. Era un individuo enjuto, de rasgos finos, de unos veinte años, con un cabello oscuro y corto y un trazo de barba menos opulento de lo que él debía de esperar. Tenía un aspecto inteligente y algo precavido; quizá fuera yo quien le inquietara.
Parte del problema con los costos del proyecto se hizo pronto evidente. Habían cambiado el sistema de registros principal.
—Vespasiano quiere llevar las cosas con rigor. ¿Qué es lo que se ha modificado? ¿Algún pellizco en las cuentas?
—Albaranes nuevos. Diarios nuevos. Todo nuevo.
Eché la cabeza hacia atrás y resoplé de frustración.
—¡Vaya, no me digas! Una nueva contabilidad, rehecha desde cero. Es probable que funcione perfectamente. Pero seguro que tú odiabas abandonar el sistema que conocías y luego, cuando probaste la versión con la que no estabas familiarizado, no pareció resultar… Apuesto a que empezaste el proyecto del palacio con el sistema antiguo y después cambiaste cuando ibas por la mitad.
El contable asintió con la cabeza, abatido.
—Tenemos un poco de lío.
Me di cuenta de lo que había ocurrido. El utilizaba entonces dos estrategias contables distintas. Ya no sabía hasta qué punto llegaba el enredo.
—No es culpa tuya. —Yo estaba enfadado y eso le inquietaba. Pensaba que se lo reprochaba a él personalmente—. ¡Los espabilados chicos del erario público establecen un sistema de registro con columnas corintias y resulta que a ninguna de las mentes elevadas que crearon este elaborado plan se le ha llegado a ocurrir enseñaros cómo funciona a vosotros, los administrativos!
—Bueno, al fin y al cabo, sólo tenemos que aplicarlo. —Ese oficinista tenía más brío del que yo había pensado. Trabajó al servicio del gobierno durante quizás una década y había adquirido una mordaz inteligencia. Tenía miedo de mí. Pero eso era lo que yo quería.
—¿Te mandaron un manual con las nuevas normas?
—Sí —puso una mirada furtiva.
Yo sabía cómo funcionaban las cosas.
—¿Alguien ha cortado ya la cinta y ha desenrollado el pergamino?
—Está sobre mi mesa —comprendí el eufemismo.
—Tráelo —dije. A mis pies,
Nux
levantó la vista con curiosidad.
El contable de los presupuestos parecía bastante inteligente; debieron de seleccionarle para este proyecto porque alguien tenía una buena opinión de él. Así que, cuando iba a escabullirse por la puerta, le dije en tono amable:
—Tú y yo vamos a aprenderlo juntos. Trae todos los viejos pedidos de la obra y las facturas desde el principio. Volveremos a escribir toda la contabilidad desde el primer día.
Podía mandar a alguien a Roma a buscar a algún funcionario que viniera allí y enseñara a la gente. Pero eso tardaría meses… si es que llegaba. Vespasiano me contrató por mi dedicación y mi buena voluntad para ponerme a trabajar en serio. Por lo tanto, lo solucionaría: leería las normas. Como sabía muy poco de las antiguas, los cambios no me desconcertarían. Siempre que las reglas funcionaran, que era lo más probable, yo enseñaría a los administrativos.
Hay informantes que llevan una vida de intriga, se sumergen en las oscuras grietas de la sociedad y asombran a la gente con sus habilidades investigadoras y su talento deductivo. Muy bien. Algunos de nosotros tenemos que ganarnos los honorarios reflexionando sobre quién puso «treinta y nueve denarios de balasto en los idus de abril» en la columna equivocada.
Al menos, si en esa obra había algún chanchullo con el balasto, le seguiría la pista.
No seas infantil, Falco. No se hace dinero con el balasto. Cualquier idiota lo sabe.
(¿«Treinta y nueve denarios»? ¡Exorbitante! El estilo resbaló y tuvo que corregirse inmediatamente).
El administrativo y yo enseguida nos llevamos bien, clasificando las solicitudes de pedernal, que metíamos en unos cestos que había a su lado, y las hojas de trabajo del chico que repartía tazas de vino caliente con miel, que yo clavaba a la mesa con mi daga, encima de las mías.
—Dile a ese chico que a partir de ahora nos incluya en sus rondas de reparto. Mi
mulsum
es mitad vino y mitad agua, no hay demasiada miel y no hay hierbas.
—Nunca se acuerda de lo que le piden. Te lo sirve como quiere.
—¡Vaya! O sea, frío, flojo y con cosas raras flotando…
—Hay un lado bueno, Falco: sólo media taza. Derrama la mayor parte al cruzar por la obra.
Trabajamos toda la tarde. Cuando ya no había luz suficiente para seguir haciendo números y decidí que podíamos parar, el contable se había relajado un tanto. Yo ya no estaba tan contento; entonces veía toda la envergadura del trabajo y sus aburridas cualidades. Y me dolía la muela cariada.
—¿Cómo te llamas?
—Cayo.
—¿Dónde trabajas normalmente, Cayo? ¿Dónde tienes tu rincón?
—Junto a los arquitectos. —Tenía que poner fin a eso.
—¿En el viejo edificio militar? Mira, será más fácil si a partir de ahora trabajas en mi oficina. —Lo suavicé—: Al menos mientras yo esté aquí en la obra.
Levantó la vista y no dijo nada. Era inteligente. Sabía qué me traía entre manos.
Al despedirse, mi nuevo amigo comentó:
—Me gusta tu túnica, Falco. Ese color es muy poco común.
Habría mascullado una respuesta adusta pero, indefectiblemente, cuando ya recogíamos, llegó el chico del vino caliente. Así es la vida en una oficina. Te pasas toda la tarde esperando y entonces, al final, aparecen los refrigerios, justo cuando te estás poniendo la capa para irte a casa. Le preguntamos educadamente si podría traernos las bebidas un poco más pronto al día siguiente.
—Sí, sí —dijo con mala cara. Se trataba de un mequetrefe insolente, con una bandeja que apenas podía llevar, y que no podía limpiarse la nariz llena de mocos con la manga porque sostenía la vasera. Tal vez le moqueaba tanto la nariz por tener que soportar el frío aire britano. Le goteaba. Yo volví a poner mi taza en la fuente—. Sólo he llegado un poco tarde. Tengo que contarle a todo el mundo las noticias, ¿no? Pues la gente pregunta.