Sin duda, ese vestido era nuevo, pagado por mi padre, que había vuelto a llenar su guardarropa después de que Anácrites lo destruyera todo. Alguien que juzgara las cosas por las apariencias podría pensar que Maya tenía dinero.
Si a Maya le salía un admirador, yo no intervendría. No era estúpido. Pero sí que descubriría exactamente quién era, antes de que la cosa fuera demasiado lejos.
Tenía la espalda entumecida. Una costilla que me había roto hacía tiempo empezó a darme la lata tras unos duros días apretujado dentro de aquel medio de transporte. La cabeza me daba vueltas ligeramente, confundida a causa de las horas de movimiento constante en el camino. La mitad del grupo padecía bloqueo intestinal y dolores de cabeza; el resto aquejaba diarrea. Esa noche, mientras yo me movía con torpeza tratando de aliviarme el dolor de espalda, no acabé de decidir en qué fase estaban mis procesos internos. Cuando viajas, necesitas saberlo. Tienes que hacer planes con antelación.
La conversación con mi hermana no parecía nada serio. El hombre era un viajero solitario, vestido de forma informal y que por su aspecto parecía dedicarse al comercio. En la mesa tenía un trozo de pan a medio comer e intentaba vaciar una jarra alta que probablemente contenía cerveza. No le ofreció nada a Maya.
Mientras que él no paraba de hacer comentarios, las respuestas de Maya eran distantes. Ese sujeto debía de estar contento de que ella fuera tan agradable. Hablaba con poca confianza en sí mismo y parecía no estar seguro de qué pensar de ella. Hablar con él era un gesto desafiante por parte de Maya, eso ya lo sabía. Yo les había dicho a todos que evitaran charlar con otros viajeros, pero a Maya le gustaba rechazar los buenos consejos. Desobedecer abiertamente a su cabeza de familia era algo que hacía con toda naturalidad y así se distinguía de aquellos de nosotros a los que veía como unos secuestradores. En ese viaje, un solo movimiento en falso por mi parte y se convertiría en una persona incontrolable.
Al final, el hombre salió para atreverse con el agua fría de la casa de baños; Maya subió al piso de arriba sin decir una sola palabra. Yo me quedé un rato sentado en silencio y luego la seguí.
Al día siguiente vimos al desconocido intentando atravesar con gran esfuerzo la verja del mesón con una carreta llena de grandes artículos bien envueltos. Maya mencionó que se trataba de algún tipo de vendedor ambulante con el mismo destino que el nuestro. Dijo que se llamaba Sextio. Les dije a los muchachos que ayudaran a Sextio a empujar su vehículo hasta el camino. Luego les hice una señal con la cabeza para indicarles que uno de ellos tenía que hacerse amigo suyo.
—Aulo, tú necesitas un poco de aventura en tu vida…
Cuando por fin cruzamos el Estrecho Galo y llegamos a Noviomago, bajé a buscar al ayudante de algún funcionario. Eliano se había convertido en el compañero más bien malhumorado de un hombre que esperaba atraer el interés del gran rey por las estatuas mecánicas. Algún día, si llegaba a convertirse en un hacendado gordinflón con villas en el lago Volusena y en Surrento, nuestro querido Aulo podría adquirir sus propias curiosidades con la tranquilidad de saber cómo engrasar un conjunto de palomas móviles para que picotearan una imitación de maíz de un plato dorado. Le dije que disfrutara del disfraz y él me explicó el repugnante destino que le gustaría imponerme.
Todo lo que tenía que hacer entonces era arreglar a Justino para que pareciera un fanático de las peceras ornamentales y ya podríamos acercarnos sigilosamente a Gloco y Cota por tres flancos. Eso suponiendo que estuvieran allí.
BRITANIA: NOVIOMAGO REGNESIS
Pleno verano (¡como si eso sirviera de algo!)
Fin del viaje. Primer día. Un terreno en construcción absolutamente enorme justo en la costa sur.
El jefe de obras estaba ocupado. Pero mientras esperaba, me había mirado e imaginé que sería educado. Normalmente lo son. Su trabajo se basa en la conciliación; cualquiera capaz de evitar que los exaltados fontaneros destrocen al maldito estúpido del arquitecto cuando les hace encauzar una tubería de admisión otra vez más (pero se niega a pagarles por ello) también puede ocuparse de un visitante indeseable en la obra.
Ya había sido testigo de cómo el arquitecto adoptaba un aire despectivo muy desagradable con un picapedrero. No fue ninguna sorpresa.
No me habían permitido acercarme a los fontaneros. Pero eso iba a cambiar. Todos los gremios de esa obra estaban en mi lista para ser investigados. Todavía no había muchos que participaran en ella. De momento, la «obra» parecía consistir solamente en un vasto proyecto de nivelación del terreno.
Esa mañana había salido de Noviomago montado en una mula. Todavía me sentía mareado a causa de la travesía marítima. Después de recorrer apenas un par de kilómetros por un ancho camino costero que sin duda llevaba a alguna parte, para mi consternación fui a parar a ese extenso escenario enlodado.
No era la clase de territorio donde le gustara trabajar a un informante de una gran ciudad. El emplazamiento del futuro palacio se hallaba en un bajo recoveco costero situado entre el océano y las marismas. A medida que iba subiendo a lomos de mi montura, a mi derecha quedaba la entrada al puerto, una especie de laguna donde unas dragas daban vueltas lánguidamente por lo que yo sabía que iba a ser un profundo canal. Los cisnes seguían con sus asuntos, sin inmutarse. Al llegar, el camino que seguía cruzaba un puente sobre un río, recién canalizado para controlarlo, y luego se confundía con un nuevo sendero llano que rodearía el ampliado palacio. A mi derecha, justo antes del puente, había unos viejos edificios de estilo militar. El nuevo palacio se iba a situar sobre una enorme plataforma que se estaba construyendo para crear una base firme y drenada. Era casi igual de alta que yo, un metro y medio sobre las nervudas plantas de ciénaga hasta el nivel normal del suelo.
El paisaje levantado ofrecía un escenario desolador. Las avefrías y las frenéticas alondras competían con el repiqueteo de la piedra que provenía de una zona que se utilizaba de almacén. Más arriba había algunas estructuras ya levantadas, fundamentalmente un complejo de piedra en el lado más próximo que en esos momentos estaba envuelto en andamios. Más allá de ese conjunto de estancias, que debían de constituir la residencia actual del gran rey, la enorme plataforma era tan sólo un espantoso mar de barro.
Amarré la mula y me dirigí hacia la obra. Las rodadas de las carretas serpenteaban por el suelo caprichosamente. Distinguí un entramado de postes de agrimensor y cuerdas donde, según parecía, ya se habían hecho los fundamentos para las nuevas obras. Entre esos cimientos, algunas zonas sin rellenar esperaban que algún incauto se rompiera los huesos al caer. Había montones de material de relleno por todas partes. Transportaban unas cantidades increíbles de arcilla y escombros desde el lado más apartado y los echaban en ese otro extremo. Se incorporaban un enorme número de pilares de carga en aquellas zonas que todavía no habían sido rellenadas. Ponían otros tantos a lo largo de unas paredes tan largas que debían de haber sacrificado todo un bosque de robles para conseguir toda esa pesada madera. En los lugares donde se había progresado un poco más, se veían montones de tuberías de desagüe y bloques de piedra igualados listos para su incorporación aunque, corno en la mayoría de las obras, en ésta había muy pocos obreros que incorporaran nada.
Estuve una hora dando vueltas por ahí, al tiempo que trataba de orientarme y de interpretar el plano antes de que me detuvieran y me pidieran explicaciones. Hasta ese momento, los funcionarios de la obra pensaban que sólo era un turista curioso que había venido de visita desde Roma junto con una dama distinguida que se alojaba en la ciudad en una casa propiedad del procurador financiero de Britania. Supusieron que había traído a Helena Justina para que viera a su tío Gayo y a su tía Elia y que habíamos hecho una pausa en su casa de Noviomago Regnensis para rehacernos de nuestro largo viaje antes de seguir adelante hacia Londinio.
El jefe de obras encontró un momento para hablar conmigo. No revelé quién era yo, para ver de qué pie calzaba. Intentó darme largas diciendo que tenía que ir a una reunión con el equipo del proyecto; dijo que le habría gustado dejarme dar una vuelta por allí pero las obras eran peligrosas, por lo que había un edicto de seguridad que declaraba prohibido el paso en la obra a los visitantes si no se les guiaba. Estaba por enseñarle la carta de presentación del gobernador. Dependiendo de su reacción ante las órdenes de Frontino, o le haría morirse de vergüenza sacando también mi pase del emperador… o me limitaría a hacerle saber que existía.
Era un hombre enjuto, de un peso mediano, con muchas arrugas y una inteligencia evidente. Tenía unos ojos marrón oscuro que lanzaban miradas a todas partes. Todas las veces que fue desde su cabaña de obras hacia la cantina cubierta en busca de una bebida caliente, anduvo buscando holgazanes, buscando rateros con sus astutos ojos puestos en equipos y materiales…, y si le habían advertido de la llegada del proverbial hombre de Roma, entonces me estaba buscando también a mí. Rezumaba eficiencia. Su comportamiento comedido indicaba que, tanto si sabía que me habían enviado para investigar como si no, lo encajaría bien cuando se lo confesara. Si era tan bueno como me habían dicho en la secretaría, se alegraría con mi presencia. Si había estado fuera de Italia demasiados años y se había vuelto displicente o corrupto, entonces yo tendría que guardarme las espaldas. La razón por la cual los jefes de obras pueden permitirse ser educados es que, exceptuando al arquitecto, son ellos los que tienen el poder absoluto.
De nuevo fue requerida su presencia para responder a alguna cuestión de ubicaciones. Me hizo un gesto con la cabeza, una leve insinuación para que me fuera. Ni hablar. Mientras el agrimensor lo tenía atrapado alrededor de la
groma
, yo me quedé donde él me había dejado (para que no tuviera que preocuparse de lo que me traía entre manos) pero me negué a irme, como un tipo grosero sin modales. Entonces alguien inició una conversación con el jefe de obras, tal como suele ocurrir, por lo que intenté charlar un poco con el agrimensor mientras esperaba para reanudar su asunto.
—Es una obra prestigiosa.
—Está bien si te gusta —respondió. Los agrimensores son gente infeliz. Son unos sujetos inteligentes y astutos, y todos creen que si no fuera por ellos, el desastre devastaría cualquier nueva construcción. Tienen la sensación de que su importancia no se toma en serio. Están absolutamente en lo cierto sobre ambas cosas.
—¿Un gran proyecto?
—Un programa renovable de cinco años.
—¡Muy grande como para que salga mal! —cometí el error de sonreír.
—Gracias por la confianza —contestó agriamente. Debí de haberme imaginado que un agrimensor se lo iba a tomar como un desaire personal. Parecía estar tenso. Quizá sólo fuera que tenía una naturaleza nerviosa. Me ofreció un seco: «Con permiso…».
Ya era hora de imponer mi autoridad. Podría haber sacado una tablilla de notas y haber escrito alguna. Pero yo prefiero ser sutil. Para las misiones oficiales se necesita un cierto aire. Yo lo tenía. Era capaz de hacer que se preocuparan sólo con ir paseando hacia el extremo de los cimientos de una nueva pared y observando qué pasaba entre los obreros. (Estaban poniendo a mano una capa de pedernal dentro de cemento entre una doble hilera de pilares. Bueno, un hombre y un chico hacían eso mientras que otros cuatro hombres estaban allí y los ayudaban apoyados en sus palas con actitud pensativa).
Cuando me puse cómodo, con los pulgares metidos en el cinturón, y me limité a observar en silencio, el agrimensor olió a auditoria inmediatamente. Yo esperaba ese movimiento suyo de cabeza medio a escondidas como advertencia a su compinche; el jefe de obras volvió a aparecer de nuevo a mi lado con el ceño fruncido.
—¿Alguna cosa más, señor?
Yo sabía tan bien como él que merece la pena ser cortés. Pero empecé de la misma manera en que tenía intención de continuar, y fue dura.
—Mi nombre es Didio Falco. Hace unos años trabajé para Flavio Hilaris. Había un poco de lío en la organización de las minas de plata. Ahora me han vuelto a llamar.
Él siguió con su actitud evasiva.
—¿A mi obra?
—Ya me has oído.
—No me lo dijeron.
—Pero no pareces muy sorprendido.
—¿Cuál es tu trabajo aquí?
—Lo que haga falta —dejé claro que no me andaría con tonterías.
El no era tan tonto como para oponerse.
—¿Tienes autorización?
—De las más altas esferas.
—¿Londinio?
—Londinio y Roma.
Eso provocó el toque de nerviosismo adecuado.
—Está a punto de empezar una reunión del equipo. Te presentaré a nuestro director del proyecto.
Seguro que el director del proyecto era un idiota. Estaba claro que eso era lo que pensaba el jefe de obras; el no tener confianza en el director del proyecto era un requisito formal en su trabajo. Me pareció que el agrimensor también se reía por detrás de la mano que le tapaba la boca.
—¿Quién está al frente de tu equipo? —Eso es algo que puede variar entre los discípulos, sobre todo cuando se trata de proyectos como puentes o acueductos en los que predominan los aspectos de ingeniería.
—El arquitecto. —El tipo al que había visto antes cuando estaba siendo grosero. No había duda de que pronto lo sería conmigo.
—¿No hay esperanzas de que os proporcionen a alguien que sepa lo que hace?
El jefe de obras era muy formal:
—Pomponio tiene muchos años de capacitación y ha trabajado en proyectos importantes. —De forma deliberada, se abstuvo de comentar: «y los jodió todos». No obstante, el agrimensor se rió por lo bajo descaradamente. Al empezar en su profesión, ese geómetra del terreno también debió de pasar por una seria capacitación; seguro que algunas de las clases las dieron unos antiguos genios entrecanos de la
groma
que llamaban a su tarea «evitar que el maldito arquitecto arruine el trabajo».
Esos dos me causaron una buena impresión.
—¿Quieres decir que Pomponio es esa mezcla habitual de soberbia, auténtica ignorancia e ideas descabelladas?
El jefe de obras se permitió esbozar una leve sonrisa.
—¡Lleva unos broches egipcios de cerámica vidriada para sujetar la túnica! —confirmó el agrimensor en tono adusto. El era el profesional más elegante de toda la obra: lucía un crespo cabello gris, una túnica blanca inmaculada, un cinturón lustrado y unas botas envidiables. Llevaba sus instrumentos en una cartera cuidadosamente abrochada y bien engrasada; yo me la habría llevado de buena gana de un tenderete de segunda mano, aunque era evidente que había llevado un buen trote.