Un cadáver en los baños (27 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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—¿Qué pasa aquí? —se burló Eliano—. Todo el mundo anda gruñendo como un oso intranquilo.

—Falco tiene dolor de muelas. Nuestras hijas están inquietas. La niñera está deprimida por culpa de un artista de frescos, Maya conspira sola en su habitación y yo —sostuvo Helena Justina— soy toda serenidad.

Al ser su hermano, a Eliano se le permitió hacer un ruido grosero.

Se ofreció a atarme un cordel a la muela y cerrar la puerta de un golpe. Le dije que tenía mis dudas sobre si la puerta instalada por Marcelino en la vieja casa resistiría. Entonces Eliano nos explicó una historia de terror que Sextio le había contado sobre un dentista de la Galia que te hacía un agujero y te pegaba un diente nuevo de hierro directamente en la encía…

—¡Aaargh! ¡No sigas, no sigas! Puedo desenterrar cadáveres o cambiarle el taparrabos a un bebé, pero soy demasiado sensible para oír nada de lo que hacen los dentistas… Estoy preocupado por mi hermana —le dije para desviar su atención hacia otro tenia. Maya se había ido sola sigilosamente y había entrado en la casa; lo hacía a menudo. La mayoría de las veces, no quería tener nada que ver con el resto de nosotros—. La alejamos de Anácrites temporalmente, pero ésa no es la solución. Algún día tendrá que volver a Roma. En cualquier caso, él es un funcionario del Palatino. Se enterará de que estoy en una misión en Britania. Supón que adivina que Maya ha venido con nosotros y manda a alguien tras ella.

—En una provincia como ésta —me tranquilizó Eliano—, un espía adiestrado destacaría bastante.

—Tonterías. Yo soy un profesional y paso desapercibido.

—Muy bien —soltó una carcajada—. Si alguien viene a por Maya Favonia, nosotros estamos aquí. Está más protegida que si siguiera en Roma.

—¿Ya la larga?

—Bueno, ya lo solucionarás de alguna manera, Falco.

—No veo cómo.

—Ocúpate de ello cuando tengas que hacerlo —esos días Eliano decía cosas que parecían salir de mi boca. Perdió interés en mis problemas. Se incorporó—. Mira, yo quiero hacer algo, Falco. Y no voy a volver para vigilar esas malditas estatuas. Que Sextio mime sus propios trastos.

—Vas a volver ahora mismo —tenía que mantener a raya a ese soldado. De todas formas, tenía un plan—. Y yo voy a ir contigo. Parece ser que se han ido todos a ver a esa maravillosa artista que mencionó Justino. —Durante toda la tarde se había oído el pisoteo habitual de las botas de los trabajadores que se dirigían a la ciudad—. Carne desnuda, mal aliento, bragas de cuero y una raída pandereta… Mientras los obreros intentan agarrar las cuerdas de su biquini, para nosotros no habrá moros en la costa. Tú y yo vamos a echar un vistazo a algunos de esos carromatos de transporte. Algo pasa.

—¡Ah, ya sé lo que es! —dijo Eliano, sorprendiéndome, al tiempo que se ponía en pie con dificultad—. Tiene que ver con que sacan material de la obra a escondidas. Hoy llegó un nuevo carromato; todos los conductores me miraron y dijeron en voz alta: «Aquí está el mármol robado; ¡no dejéis que Falco lo descubra!», y se dieron suaves codazos unos a otros.

—¡Aulo! Tendrías que habérmelo dicho hace horas, eres de una ayuda…

Cuando me dirigía a buscar una lámpara, unas botas y alguna prenda de ropa exterior, el bebé empezó nuevamente a llorar de forma lastimera. Helena se puso en pie de un salto y dijo que venía con nosotros.

—¡Ah, no! —gritó su hermano—. Falco, no puedes permitirlo.

—Calla; cálmate. Alguien tendrá que sostener el farol mientras buscamos.

—¿Y qué pasa si nos metemos en problemas? ¿Qué pasa si alguien nos descubre?

—Helena y yo nos podemos tirar al suelo y fundirnos en un abrazo apasionado. Seremos dos amantes con una cita en el bosque. Es una excusa perfecta.

Eliano se indignó. Nunca pudo sobrellevar la idea de que yo hiciera el amor con su elegante hermana, más que nada porque intuía, y no se equivocaba, que a ella le gustaba. En público, yo le reconocía alguna que otra experiencia y él, por supuesto, fingía ser un tipo de mucho mundo, aunque, por lo que yo sabía, todavía era virgen. Las chicas guapas de su edad iban con carabina; él seguro que no se atrevía a pagar por la diversión, ante la posibilidad de contraer una enfermedad; y si alguna vez le había pasado por la cabeza la idea de un escarceo con alguna de las amigas de su madre —a pesar de su aspecto de matronas—, seguro que la habría desechado, pues éstas se lo habrían contado a ella. Los hijos de los senadores siempre pueden abalanzarse sobre los esclavos de sus casas, pero Eliano detestaría tener que encontrarse después con su mirada. Además, también se lo dirían a su madre.

Se puso sumamente pedante:

—¿Y eso dónde me deja a mí, Falco?

Yo sonreí ligeramente:

—Tú eres un pervertido que espía nuestro revolcón escondido detrás de un árbol, Aulo.

XXIX

Roma también tenía zonas en las que por las noches reinaba la oscuridad. Aunque, realmente, no se podía comparar con el campo abierto. Me habría sentido más seguro andando por callejones estrechos y serpenteantes, patios sin luz y columnatas donde, si había alguna lámpara, los ladrones la habían apagado al pasar. Hasta parecía haber menos estrellas en Britania.

Tomamos la vía de acceso que rodeaba el palacio, subimos con cuidado hacia el lado este y luego atravesamos el ala norte, dejando atrás el almacén de seguridad. Era más fácil andar por el camino de grava que cruzar a trompicones por la obra, llena de barro y trampas mortales. Un zorro joven soltó un grito espeluznante en la maleza cercana. El ulular de un búho sonó como si un malhechor humano les hiciera señas a sus amigos que acechaban escondidos. Los ruidos eran inquietantes.

—Estamos locos —decidió Eliano.

—Es muy posible —susurró Helena. Ella estaba impasible. Notamos que, en esos instantes, mi supuestamente sensible dama estaba encantada de andar a aquellas horas metida en una aventura.

—Seamos realistas —le dije a su hermano—. Tu hermana nunca ha sido una de esas mujeres dóciles que se quedarían tan contentas doblando manteles mientras sus hombres salían a gastar dinero, apostar, festejar y coquetear.

—Bueno, al menos desde que se dio cuenta de que Pertinax hacía todo eso sin ella —puntualizó él. Pertinax había sido su primer marido, que le duró poco. Helena detestaba la idea de fracasar en su matrimonio pero, cuando él la desatendió, tomó la iniciativa y presentó una notificación de divorcio.

—Vi su reacción, Aulo, y aprendí de ello. Cuando quiere jugar fuera con los chicos, yo la dejo.

—De todas formas, Falco —murmuró Helena suavemente—, yo te cojo de la mano cuando tienes miedo.

Algún animal de considerable tamaño se alejó entre la maleza causando un murmullo. Helena me agarró la mano. Tal vez fuera un tejón.

—Esto no me gusta —susurró Eliano, nervioso. Yo le dije que nunca le gustaba nada, y luego guié a mis compañeros en silencio más allá de las cabañas de los especialistas en acabados.

El mosaiquista tenía su ventana con los postigos bien cerrados; probablemente todavía lloraba la muerte de su padre. De la cabaña de los pintores de frescos llegaba un aroma a pan tostado; había alguien dentro silbando fuerte. Casi la habíamos dejado atrás cuando se abrió la puerta de golpe. Tapé la lámpara con mi cuerpo; por instinto, Eliano se acercó para ayudarme a ocultar la luz. Salió una figura envuelta en una capa y, sin dirigir la mirada hacia donde estábamos, se largó en dirección opuesta. Caminaba con rapidez y seguridad.

Podía haberlo llamado e iniciar una seria discusión sobre la malaquita aplastada (que era carísima) o la celadonita de tierra verde (que perdía color) pero ¿quién quería empezar a calumniar el color «verde Apia» delante de un pintor del que se sabía que pegaba puñetazos a la gente?

—¿Ése es tu estabio, Falco?

—Supongo que sí. Habrá salido a pegarle a tu hermano otra vez.

—O a darle una serenata a Hispale.

—Apuesto a que ni siquiera se ha fijado en ella. Justino y él tienen puestas sus esperanzas en una delicada tabernera llamada Virginia.

—¡Vaya! ¡Me muero de ganas de contárselo a Claudia! —Por desgracia, parecía que lo decía en serio.

Helena, enojada, me propinó un empujón. Seguí anclando.

Encontramos la hilera de carretas. Fisgonear en los carromatos de transporte de desconocidos en medio de una oscuridad como boca de lobo, cuando los dueños de los carros podrían estar allí esperando a saltarte encima, no era nada divertido. Un buey notó nuestra presencia y empezó a mugir con un bramido lastimero. Oí que las mulas que había amarradas daban patadas en el suelo. Estaban inquietas. Si yo hubiera sido uno de esos carreteros, habría terminado por investigar. Nadie se movió. Con suerte, eso significaría que no se había quedado nadie a vigilar los carromatos. Tampoco es que pudiéramos dar nada por sentado.

—Helena, nosotros vamos a investigar. Estate atenta por si oyes venir a alguien.

Poco después empezamos a buscar. Helena creyó oír algo. Nos quedamos todos en silencio. Aguzamos el oído y percibimos un ligero movimiento, pero parecía alejarse de nosotros. ¿Nos habría visto alguien y habría ido a buscar ayuda? Podría haberse tratado de caballos o ganado husmeando por allí.

—Pensad que, lo mismo que las ratas y las serpientes, tienen más miedo ellos de nosotros que nosotros de ellos…

Le ordené a Eliano que volviera al trabajo, pero le dije que se diera prisa. Con los nervios a flor de piel, fuimos saltando de un vehículo a otro. Las carretas vacías no fueron ningún problema. Comprobamos que no tuvieran dobles fondos y nos sentimos como idiotas al hacerlo. No encontramos nada tan sofisticado. Había otros carromatos con mercancías para vender; sillas de mimbre, horribles mesas laterales de imitación del estilo egipcio e incluso toda una serie de artículos para vestir la casa: feos cojines, rollos de tela chillona para cortinas y unas cuantas alfombras espantosas…, todo ello fabricado, con un pésimo nivel de trabajo y según lo que se creía que era el gusto provincial, por personas que carecían de él. Otros empresarios de pacotilla como Sextio debieron de haber acudido allí por si acaso. Si no encontraban un comprador en la persona del rey, entonces conducían hasta la ciudad e intentaban vender la mercancía a sus habitantes. A cambio, los ladinos britanos probablemente trataban de enjaretarles ámbar falso y pizarra agrietada a los vendedores.

Como no queríamos dejar señales de que los habíamos registrado, tuvimos problemas con los carromatos. Aun así, fisgoneamos entre las mercancías lo mejor que pudimos. Uno de nosotros levantaba los ordinarios productos mientras el otro buscaba por debajo. Habría sido mejor si Eliano se hubiese molestado a sostener las cosas como se suponía que tenía que hacerlo, en lugar de dejar que una butaca de señora se estrellara contra mi cabeza. Los objetos de cestería son endiabladamente pesados.

—¡Ten cuidado! La hija de algún lancero tribal va a encontrarse el nuevo asiento de su dormitorio manchado con mi sangre.

Por suerte, simplemente me quedó la mollera dolorida. El olor a sangre era lo último que necesitábamos. Porque, justo en ese momento, una multitud de hombres salió corriendo de la oscuridad, gritándonos, con los perros guardianes del almacén sueltos aullando por delante de ellos.

No teníamos ningún sitio adonde ir. Había casi un kilómetro de distancia hasta la vieja casa del rey.

Ayudé a Helena a subir al carromato de los muebles, la tiré al suelo de un empujón entre las sillas de mimbre y le dije que se quedara quieta bajo ese frágil testudo. Eliano y yo bajamos de un salto y nos separamos para intentar confundir a los perros. No vi hacia dónde se dirigió. Yo tomé el único camino que se abría ante mí.

Corrí hasta el campamento sin encontrar obstáculos. Atravesé la maleza con estrépito y salí al claro, donde merodeaban unos cuantos marginados que sin duda se alimentaban de la obra. Algunos tenían unas tiendas bastante decentes, con cumbreras; otros no tenían más que unas ramas inclinadas y cubiertas con pieles. Unas cuantas hogueras ardían lánguidamente. Eso era todo lo que podía esperar encontrarme allí. Agarré una rama ardiendo, agité la fogata más próxima y, al saltar las chispas, la luz iluminó el claro. Conseguí hacerme con una segunda tea encendida. Entonces me di la vuelta para enfrentarme a los perros guardianes que venían corriendo hacia mí por entre los árboles.

XXX

Eran unos perros grandes, fieros, de pelo negro y largas orejas. Venían directos hacia mí a toda velocidad. Cuando llegó el primero, di un brinco hacia atrás por encima de la hoguera, con lo cual él debió de chamuscarse las patas al saltar. Por lo visto, no sintió nada. Realicé unas fintas desenfrenadamente con las teas encendidas. Él trataba de esquivar las llamas a la vez que gruñía, pero seguía intentando morderme. Unas cabezas asustadas asomaron de algunos de los vivaques. Otros perros se acercaron a toda velocidad y atacaron las tiendas. Eso fue duro para sus ocupantes, pero distrajo a los demás perros que me perseguían. Me quedé con mi único atacante. Rugí y di patadas en el suelo. «Tienes que hacerles frente», me dijo alguien una vez…

Mi agresor ladraba ferozmente. Llegaron unos hombres pegando gritos. Los trabajadores ilegales no se perdían una juerga. Los vi con cacerolas y duelas, dando golpes por allí con violencia. Luego dejé de mirar, y justo entonces ese perro terrorífico se lanzó directo a mi garganta.

Tenía las teas ardientes cruzadas delante de mí. Con los extremos hacia fuera, se las estrellé en la boca. Al menos, eso hizo que fallara su objetivo. Chocó contra mí; caímos los dos al suelo, hacia atrás, y yo seguí rodando. Le di un golpe a un caldero caliente. El dolor me abrasó el brazo, pero no hice caso de eso. Lo agarré por las dos asas curvas, lo arranqué de los ganchos de que colgaba y se lo lancé al perro. O el pesado recipiente le golpeó, o el jugo hirviendo lo escaldó. Al momento puso pies en polvorosa, gimiendo.

Todo lo que necesitaba era un segundo de gracia. Ya estaba de pie. Cuando volvió a abalanzarse sobre mí, yo me había enrollado la capa en la mano y había desmontado un asador en el que un conejo se doraba sobre el fuego. Se lo clavé al perro; expiró a mis pies. No había tiempo para sentir lástima. Corrí directamente hacia el grupo de hombres que habían traído a los canes, que estaban intentando reunir a los demás. Se quedaron demasiado sorprendidos como para reaccionar cuando los aparté a patadas. Mientras ellos daban vueltas por allí, yo me escapé del campamento.

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