Luego tuve otra decepción: Justino no iba a ver al joven pintor esa noche.
—Creímos que tomarnos una noche libre bebiendo agua nos beneficiaría. —Justino tuvo la gentileza de parecer avergonzado.
Le conté que Eliano, al huir de los perros, había conocido a su amigo la noche anterior.
—¿Así que te llegó mi mensaje sobre los trabajadores britanos? —No preguntó por el bienestar de su hermano.
—Sí, gracias. Ahora los hombres hacen que su humor sea demasiado patente. No sé si andar mirando hacia arriba, por si acaso una tabla suelta de algún andamio se cae mientras paso por debajo, o si clavar la mirada en el suelo buscando agujeros grandes y profundos cubiertos de paja que hayan montado como trampas.
—¡Por todo el Olimpo!
—El jefe de los britanos se llama Mandúmero. Es un fornido deficiente mental tatuado con tintura azul al que no me gustaría encontrarme en un callejón estrecho. Te explico esto por una razón: ha desaparecido de la obra esta mañana después de que yo sacara a la luz el fraude con la mano de obra, así que quiero que lo busques en la
canabae
, por favor. Si aparece, me avisas enseguida.
Justino asintió con la cabeza. Ese día parecía estar sobrio. Probablemente escuchaba, aunque tenía aspecto de estar bastante distraído.
—No te acerques a Mandúmero tú solo —reiteré.
—No, Falco.
Me dio de comer, una cortesía de los esclavos de la apacible casa de su tío. Los dos bebimos agua durante la cena. Justino necesitaba curarse de su resaca. Yo también quería tener la cabeza despejada.
Fui a buscar a mi guardaespaldas, que había comido en un lugar desde el cual poder vigilar la calle, y con mucho cuidado nos encaminamos de vuelta al palacio recorriendo el kilómetro y medio, más o menos, que había de camino. Me alegré de haber tenido la precaución de taparme con un manto y un sombrero grande. Viajar de noche por un camino costero ya es bastante inquietante. Un ligero viento nos envolvía con sus ráfagas, que olían a algas y a espuma. Esperaba cruzarme en cualquier momento con grupos de obreros fuertes y hostiles, y agucé el oído, pendiente del más leve ruido detrás y delante de nosotros. Incluso con guardaespaldas me sentía muy desprotegido. Por lo que yo sabía, el silencioso britano de la capa roja y amarilla que montaba junto a mí podría ser el cuñado de Mandúmero.
Por otra parte, eso quizás asegurara su lealtad. A juzgar por lo que yo sentía por los maridos de mis propias hermanas, si él detestaba a Mandúmero, cuidaría de mí con la debida diligencia.
De nuevo llegamos al palacio antes de lo que yo esperaba. A esas alturas ya había recorrido ese camino suficientes veces como para que se me hiciera más corto. Aparecieron unas luces. Me puse en tensión. Era igual allí que en Roma. Nunca debes relajarte cuando te parece que divisas un lugar seguro. Puede ser el momento más peligroso.
Estaba nervioso. Al meternos bajo el oscuro andamio que rodeaba las dependencias del rey, una cuerda que se mecía me rozó; casi me caí de la montura. La silla era romana, con unas altas perillas frontales a las que te sujetabas con los muslos, y conseguí mantenerme en el sitio. El guardaespaldas sonrió. Yo le devolví su regocijo con valentía al tiempo que girábamos y nos dirigíamos al jardín del patio. Una vez allí, me disponía a descolgarme hasta el suelo cuando oímos unos pasos apresurados. Alguien venía corriendo por la parte exterior del edificio hacia nosotros.
Si se trataba de un ataque, era endiabladamente evidente. Pero una emboscada mal ejecutada por unos idiotas podía ser más peligrosa que una operación de especialistas.
Unas débiles llamas iluminaban el patio. Ya había oscurecido, por lo que no había nadie sentado ahí fuera. Yo iba armado con una espada que desenvainé sin hacer ruido. El guardaespaldas agarró una larga lanza; tenía aspecto de saber qué hacer con ella. Permanecimos en nuestras monturas al tiempo que nos dirigíamos hacia un foco de luz. Eso nos daba mejores posibilidades de maniobra. Esperaba que mi compañero no se diera cuenta de que no le quitaba el ojo de encima por si planeaba una traición. Con el resto de mi atención trataba de ver quién llegaba.
Un hombre. A pie.
¡Completamente desnudo! Un torso blanco y brazos y piernas muy bronceados. Los ojos desorbitados. Ajeno a su ridículo aprieto.
Me relajé un poco y me reí. El guardaespaldas desmontó con una sonrisa incrédula. Enganchó su caballo y mi pony a una columna y trajo una de las balizas para hacer más luz. Me eché a un lado, bajé de un salto, y entonces me encaré al hombre ridículamente desnudo. Cuando llegó, se asustó al ver mi espada desenvainada.
Era el jefe de obras. Con la cara roja, se dejó caer contra el respaldo de un banco del jardín, jadeando de una manera que parecía que estuviera a punto de morirse. Llevaba la ropa en un fardo que dejó caer al suelo. El guardaespaldas no perdía ojo a los alrededores, por lo que pude concentrarme en ayudar a Cipriano a que se calmara. Agarré su atado de ropa y saqué una túnica.
Al final consiguió dejar de resollar. Se puso la sucia túnica azul que le ofrecía. Cuando sacó la cabeza por el agujero del cuello, por un momento se me quedó mirando fijamente. Fuera cual fuera el problema, debía de ser de envergadura.
Tosió de nuevo, mientras se inclinaba para sacudirse el polvo de los pies y ponerse las botas.
—Será mejor que vengas, Falco. —Su voz sonó áspera a causa de la angustia.
—¿Qué ha pasado? ¿O debo decir quién?
—Pomponio.
—¿Está herido? —Era poco probable. Cipriano habría corrido a buscar la ayuda del enfermero y no habría venido hasta allí a toda prisa a avisarme a mí.
—Muerto.
—¿No cabe ninguna duda?
Una expresión atribulada surcó el rostro de Cipriano.
—Me temo que no, Falco. No hay lugar a dudas.
Encabecé la marcha, tomando la ruta interior. No tenía sentido llamar la atención hasta que lo comprobara por mí mismo. Entramos en la vieja casa pasando por mis habitaciones, lo cual me permitió dejar allí mis prendas exteriores y coger una antorcha. Apareció Helena, pero moví la cabeza en señal de advertencia y se retiró, llamando a Maya y a Hispale para que fueran con ella. Entonces avanzamos a través del solitario pasillo interior.
Cipriano había encontrado a Pomponio en los baños. Al menos su cuerpo estaría fresco. Esa misma mañana, sin ir más lejos, discutía con él. Esa idea se me pasó por la cabeza y me alegré de tener coartada esa noche.
Entré yo solo. Llevaba la antorcha agarrada con una mano, y la espada con la otra. Ninguna de las dos sirvió de mucho a la hora de disipar el miedo. Cuando sabes que estás a punto de ver un muerto, los nervios te provocan un inevitable cosquilleo, por muchas veces que lo hayas hecho antes. La tea ardiendo creaba sombras disparatadas en las paredes de estuco rosa y la espada no me daba ninguna seguridad. No tengo tratos con lo sobrenatural pero, si el fantasma del arquitecto todavía andaba por ahí silbando, sólo me tenía a mí para rondarme.
La entrada y el vestuario estaban débilmente iluminados con lámparas de aceite a ras del suelo. La mayoría se estaban quedando sin combustible. Algunas ya habían ardido hasta extinguirse; había unas cuantas que flameaban como locas con una luz parpadeante y unas llamas que se alargaban y humeaban antes de llegar a sus últimos momentos. Un esclavo habría vertido aceite nuevo en cuanto amaneciera. Por norma general, la gente se baña antes de la cena; el mayor movimiento de personas habría sido unas horas antes. Sólo el hecho de que se tratara de una comunidad grande, con gente que acaso llegara tarde y que quizá tuviera alguna categoría, sería motivo para que la casa de baños funcionara hasta tan tarde. En los palacios y edificios públicos, debe tenerse en cuenta a los hombres a quienes las obligaciones profesionales han retenido y a los viajeros recién llegados.
En uno de los armarios roperos había unas prendas dobladas. Era una tela buena de colores vibrantes: turquesa contrastado con rayas marrones. Todos los demás cubículos estaban vacíos. No había nada colgando de ninguno de los percheros de madera para las capas. Unas cuantas toallas de lino que habían desechado estaban tiradas por encima de los bancos.
No había ningún esclavo presente. Un fogonero debía de mantener vivo el horno para alimentar la caldera de agua caliente, pero el acceso al agujero de la leña estaría en el exterior. Como no se pagaba una cuota de entrada y todo el mundo podía utilizar los frascos de aceite comunitarios, eran innecesarios los asistentes. Los limpiadores fregarían el suelo por la mañana temprano y quizá de vez en cuando durante el día. Se repondría el suministro de toallas. A esa hora, normalmente no había movimiento de personal.
Las habitaciones cerradas, con sus paredes enormemente gruesas, estaban en silencio. Ni el chapoteo de los que se zambullían ni el golpeteo de los puños de los masajistas perturbaban el silencio absoluto. Eché un vistazo en la zona de la piscina que quedaba a la izquierda de la entrada. El agua brillaba con ligeros movimientos, pero no eran suficientes como para que se percibiera el sonido de los lengüetazos. Nadie había tocado la superficie recientemente. No había huellas de pies mojados alrededor del perímetro.
Cipriano me había dicho dónde tenía que mirar. Tenía que ir a la sala de vapor, la más calurosa. Andando cuidadosamente con mis botas de suela de cuero, crucé la primera estancia, entré en la segunda y entonces inspeccioné la gran cámara tibia con su bañera para sumergirse. Persistían los aromas de limpiadores y aceites corporales, pero la habitación había empezado a enfriarse y las fragancias eran cada vez más débiles. Una almohaza de hueso abandonada me llamó la atención, pero pensé que ya la habría visto allí antes.
No parecía haber nada fuera de lo normal. Nada que no hubiera presenciado cualquier visita tardía en cualquier casa de baños popular, cuando la mujer de las entradas ya se había ido y el agua caliente se estaba acabando de enfriar. Y la mayoría de las termas privadas también serían iguales después de que el fogonero se fuera a cenar. Podías entrar a todo correr y aun así terminar bastante limpio, pero no supondría un verdadero alivio para tus huesos. Incluso con la temperatura ascendente de las habitaciones de la sauna, la convección de calor entre el suelo y la salida de humos se debilitaba poco a poco, aunque unos pies desnudos todavía necesitarían la protección de zapatillas de suela de madera. Entré en la tercera sala de vapor. El cuerpo estaba tendido en el suelo. No daba señales de vida. En eso Cipriano tenía razón.
Más o menos cuando encontré el cuerpo, oí ruidos: en esos momentos, alguien que había detrás de mí, en las zonas más alejadas, estaba abriendo y poniendo calces a las pesadas puertas para refrescar las estancias del interior. Eso era sensato. Estaba empapado en sudor. Completamente vestido, me sentí húmedo y descontento. Perdía la concentración en unos momentos en que necesitaba estar alerta. Bajé la espada y me sequé la cara bruscamente con el brazo.
Toma notas, Falco.
No tenía ni tablilla ni punzón, pero mi memoria siempre ha sido mi mejor herramienta. Bueno, por el Hades que todavía hoy recuerdo la escena. Pomponio estaba tendido boca abajo. Tenía el pelo mojado, pero su color y su estilo recargado lo hacían reconocible. Estaba ligeramente girado hacia su lado izquierdo, de espaldas a mí; tenía las rodillas un poco echadas hacia arriba, por lo que su postura describía una curva. Un brazo, el izquierdo, estaba debajo de él.
Alguien con mala vista podría suponer que se había desmayado. Yo vi enseguida que tenía una cuerda muy larga y delgada fuertemente enrollada en el cuello. Varias veces. Uno de los extremos estaba atrapado bajo su brazo derecho; seguía hacia atrás y luego serpenteaba por el suelo hacia donde estaba yo, de pie junto a sus pies. Llevaba puestos unos zuecos de baño sin cordones. Si hubiera habido una pelea, probablemente se le habrían caído. Ceñida a su cuerpo, tenía una pudorosa toalla que se había aflojado alrededor de la cintura, aunque más o menos todavía estaba en su sitio.
Junto a su cabeza había un pequeño charco de sangre pálida y acuosa. Cipriano, horrorizado, me había advertido qué era eso. Él había tirado del cuerpo, dispuesto a darle la vuelta. Impresionado por la horrible visión, había vuelto a dejar caer el cadáver.
Me preparé. Apoyé el pie en medio de la espina dorsal del muerto para evitar que se deslizara por el suelo y tiré con fuerza del brazo que estaba más arriba. Estaba resbaladizo a causa del sudor, el vapor y el aceite, por lo que tuve que cambiar y agarrarlo de la muñeca con más firmeza. Con un solo tirón le di la vuelta y lo puse de espaldas al suelo.
Entonces fue cuando miré. Uno de sus ojos estaba completamente salido. Me aparté. Conseguí que no me entraran náuseas, pero la mano se me fue a la boca de forma involuntaria.
En ese momento entró Cipriano y se quedó detrás de mí. Había traído toallas de repuesto para secarnos el sudor que nos corría por el rostro.
—¡Aargh…! Los ojos me dan no sé qué.
—También lo han apuñalado. —Mi voz sonó amortiguada. Quizá fuera debido a la acústica del lugar—. Probablemente no te diste cuenta.
—No —admitió—. Me limité a salir corriendo.
En la garganta y en el torso desnudo había unas heridas hechas con algo que causó unos cortes de entrada y salida extremadamente pequeños. Cipriano puso mala cara:
—¿Qué fue lo que provocó unas heridas así, Falco?
—Es curioso. Son casi de la medida de un pasador. ¿Podría ser una mujer la responsable? —Reflexioné a la vez que miraba a mi alrededor en busca de inspiración. El arma ya no estaba en la sala. Había salido poca sangre. Esas puñaladas podían habérselas dado perfectamente después de muerto.
¿Un pasador? ¿Habría tenido una mujer la fuerza suficiente para estrangular a Pomponio, al parecer sin que éste se defendiera? La toalla que debía de haber llevado en la cintura mientras se bañaba era el típico pañal inútil que tienes que ajustarte cada cinco minutos. Se habría caído enseguida si hubiese hecho algún gesto enérgico, incluso sólo con intentar darse la vuelta rápidamente. ¿Podría ser que se la hubieran vuelto a poner encima después de matarlo? Probablemente no. No estaba tendida sin más sobre el cadáver; antes de que yo lo moviera, y aunque Cipriano también lo había intentado, la tela de lino lo envolvía justo por debajo de las caderas.
Fue la estrangulación lo que acabó con él, de eso estaba seguro. O alguien se le acercó por detrás de improviso, o se encontraba relajado en la «segura» compañía de algún conocido. En las salas de vapor, la mayoría de las personas se sientan en las repisas laterales, de cara a la habitación, de espaldas a la parecí. Por lo tanto, lo de acercarse por detrás era menos probable.