—¿Sextio?
—Pomponio no pensaba recibirlo. ¿Quieres que yo te lo traiga?
Iba a verme abrumado con decisiones insignificantes a menos que enseñara a esa pandilla a asumir alguna responsabilidad. Agarré por el hombro al joven arquitecto.
—¿Hay un presupuesto para estatuas? —Éstrefo asintió—. Muy bien. Tu obra debe incluir al menos una colosal reproducción a cuerpo entero del emperador más unos bustos de Vespasiano y de sus hijos en mármol de primera calidad. Calcula también el coste de unos retratos de familia para el rey. Añade un puñado de temas clásicos: filósofos de barba espesa, autores desconocidos, diosas desnudas lanzando una mirada lasciva por encima del hombro, lindos animalitos y Cupidos barrigones con adorables pájaros como mascota… Planea lo que haga falta para decorar el jardín, el vestíbulo de entrada, la sala de audiencias y otras ubicaciones principales. Y si todavía te queda algo de dinero en el arcón, puedes disponer de él.
—¿Yo? —Éstrefo se puso blanco.
—Tú y el cliente, Éstrefo. Lleva a Sextio ante el rey. Mira si a Togidubno le gustan esos juguetes mecánicos. Quizá sean técnicamente asombrosos, pero el rey se está esforzando mucho para culturizarse y tal vez tenga unos gustos más refinados. Deja que él elija.
—¿Y si…?
—Si es que el rey quiere alguno de esos chismes con vías de agua ocultas, mantente firme con el coste. Si no le interesan, entonces sé firme con Sextio y échalo de la obra.
Hubo una ligera pausa.
—De acuerdo —dijo Éstrefo.
—Bien —dije yo.
Ni Verovolco ni Alexas habían salido de la sala de los planos. Como disponía de la atención de Éstrefo, lo cogí por banda:
—¿Cómo fue tu cena con Planco anoche?
Él estaba preparado:
—La carne de cerdo era decente, pero los entrantes de marisco me revolvieron las tripas. —Sonó ensayado.
—¿Esa cena en común es un acontecimiento habitual?
—¡No! —Pensó que insinuaba que sus gustos sexuales eran todos masculinos.
—¿Entonces por qué anoche?
—Pomponio solía perder el interés por Planco. Entonces a Planco le daba un ataque de desesperación; tenía que dejarle entrar y escucharle.
—¿Y cómo estaba ayer de desesperado?
Éstrefo se dio cuenta de adonde quería ir a parar.
—Lo justo para emborracharse hasta caer bajo la mesa de servir y quedarse allí tumbado roncando hasta el amanecer. El esclavo de mi casa te confirmará que estuvimos junto a él toda la noche. Y que Planco ronca tan fuerte que me quedé practicando juegos de tablero con el chico. —En ese punto afloró una pizca de inteligente defensa propia.
—Tendré que comprobarlo con tu chico, si no te importa. ¿Por qué Pomponio plantó ayer a Planco?
—Por la misma razón de siempre.
—Vamos, suéltalo ya, Éstrefo. ¿Cuál es esa razón? A Pomponio lo mataron ayer, ¡la causa de la angustia de ayer parece relevante!
Éstrefo, en quien había empezado a ver un atisbo de habilidad a pesar de su aire desgarbado y su horrible manera de copiar la pomada para el pelo de Pomponio, se irguió:
—Pomponio era un cabrón egocéntrico que se aburría con facilidad. Pienses lo que pienses de Planco, él es un hombre leal. Pero Pomponio casi lo odiaba por ser tan constante. Cuando le convenía, Planco era su cariño. Cuando era más divertido ser monstruoso, entonces evitaba al pobre y fiel Planco.
—De acuerdo —dije.
—¡Bien! —soltó Éstrefo como réplica, adoptando mis propias palabras. Bueno, era un arquitecto. Debía de tener cierta sensibilidad por la elegancia y la simetría.
Se abrió la puerta detrás de nosotros. El equipo estaba saliendo. Al frente del grupo, Lupo le tomaba el pelo a Blando, el jefe de los pintores:
—¡Espero que presentaras una coartada para ese ayudante tuyo! Anda por ahí. Cualquiera sabe lo que se traerá entre manos…
Alexas salió abriéndose camino entre ellos. Me despedí de Éstrefo con un movimiento de cabeza y nos fuimos con paso rápido.
Alexas mandó a buscar una camilla para recoger el cadáver. Volvimos andando a la vieja casa y esperamos en mis habitaciones a que vinieran los porteadores. Alexas pensó que también podría echarle un vistazo a la pierna de Eliano. Me impresionó el meticuloso cuidado que aplicó a los procesos de limpieza y nuevo vendaje. Las heridas tenían muy mal aspecto y el paciente tenía fiebre. Era inevitable. Eso era lo que empezaba a preocuparme. Más de un leve mordisco de perro había terminado en una lectura de últimas voluntades. Eliano, que sin duda se sentía bastante mal, casi no dijo nada. También debía de estar preocupado.
Alexas dedicó más tiempo del previsto asesorando a Helena sobre cómo tenían que cuidar de su hermano. No había duda de que era concienzudo.
—¿Dónde está Maya? —pregunté—. Pensaba que iba a ayudar a cuidar de él.
—Seguramente quería bañarse —dijo Helena.
—Hoy no podrá ser. ¿Te has olvidado del cadáver? Hice cerrar los baños.
Helena levantó la mirada de pronto:
—¡Maya se va a enfadar! —me di cuenta de que, con un asesino rondando el lugar, lo que le preocupaba era la seguridad.
—No pasa nada. Alexas y yo nos dirigimos allí precisamente.
—Pídele a Alexas que eche un vistazo a tu muela, Falco.
—¿Tienes algún problema, Falco? —preguntó éste amablemente. Se lo mostré. Consideró que era necesario extraer el fervoroso molar. Decidí que viviría con él.
—Sufrirás menos si dejas que te lo saquen, Falco.
—Quizá sólo sea un fogonazo.
—Cuando el dolor domine tu vida, volverás a pensarlo.
—¿Hay algún sacamuelas decente en esta zona? —Helena estaba empeñada en que tenía que hacer algo. Debía de estar más irritable de lo que yo pensaba.
—No me quejo —dije entre dientes.
—No, tratas de arrancártelo tú mismo —me acusó Helena. Me pregunté cómo lo sabía.
—Bueno, cuando quieras ayuda me lo haces saber y yo puedo conseguirte a alguien de aquí con un juego de tenazas —dijo Alexas motu propio—. O también, Helena Justina, puedes llevarlo a Londinio y gastar un montón de dinero.
—¡Por la misma tortura! —refunfuñé. Alexas cayó en la cuenta de que tenía un paciente difícil y se ofreció a triturar para mí un calmante de hierbas.
Lo saqué de allí a rastras para llevar a cabo nuestra desagradable tarea. Al pasar por delante de otra de las habitaciones, vi a nuestra niñera, que, sin duda, estaba a punto de probarse uno de los vestidos de mi hermana Maya en su ausencia.
—Le queda mejor a la verdadera dueña —anuncié en voz alta desde la puerta—. ¡Vuélvelo a dejar en el arcón y ocúpate de mis hijas, Hispale, por favor!
Hispale se giró hacia la puerta sosteniendo todavía, sin ningún reparo, un vestido rojo contra su cuerpo. Probablemente habría pronunciado alguna réplica grosera, pero vio en mí a un desconocido del género masculino y eso atrajo su interés. Le informé de que el enfermero estaba casado y tenía tres pares de gemelos, ante lo cual esa mocosa de sonrisa tonta tuvo el descaro de decirle a Alexas que le encantaban los niños.
—Si la quieres, es tuya —le propuse mientras nos dirigíamos pasillo abajo.
Puso cara de asustado, con toda la razón.
Salí del pasillo interior hacia las termas reales con la sensación de que todo iba mal a mi alrededor. Alexas dio un rodeo a través del jardín para buscar a los porteadores de la camilla, dijo. Parecía evitar ese cadáver con todas las excusas posibles. Era extraño porque, cuando me mostró el cuerpo de Vala, el techador muerto, allá por el primer día en que llegué allí, estaba perfectamente sereno.
Seguí adelante hacia los baños, donde me esperaba otro sobresalto. Podía nombrarme a mí mismo director del proyecto e imaginar que en esos momentos llevaba la obra… pero el destino opinaba de otra manera. Mis precauciones se habían desbaratado.
La entrada tendría que haber estado acordonada. Mis instrucciones de la noche anterior fueron bien claras. La cuerda sí que estaba allí. Pero la habían tirado a un lado en un montón de trastos, en lo alto del cual había dos desgastados cestos de herramientas que contenían unos cuantos cinceles desportillados, unas jarras y unas hogazas de pan a medio comer. En cuclillas ante la entrada había un par de inútiles trabajadores de boca floja. Sostenían un palo de madera que atravesaba el umbral y daba la impresión de que lo nivelaban o lo medían. No hacían ninguna de esas dos cosas. Uno estaba enfrascado en una polémica en torno a un gladiador católico mientras que el otro miraba al vacío.
—¡Más vale que sea algo bueno! —les dije con un rugido. Mi imitación de Marte el Vengador tuvo todo el efecto de una actuación de apertura en un teatro en decadencia fuera de temporada.
—No te despeines los rizos, tribuno.
—¿Vosotros habéis sacado la cuerda de sitio?
—¿Qué cuerda? ¿No te referirás a ésta?
—Oh sí, ésta. Pero tenéis razón, ¿por qué no desatar esa cosa? ¡Será mucho más fácil utilizar la cuerda para ahorcaros a vosotros dos!
Se intercambiaron unas miradas. Me trataban como a cualquier cliente con ojos de loco que estuviera al final de una cadena: con absoluta indiferencia.
—¿Cómo os llamáis?
—Yo soy Septimio y él es Tiberio —me informó el portavoz, dando a entender que ese tipo de preguntas eran de mala educación. Saqué una tablilla y anoté los nombres.
—Poneos en pie. —Me hicieron caso—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Es el lugar donde hay que hacer el trabajo, tribuno.
—¡Pues no veo que lo estéis haciendo! —gruñí—. Estáis merodeando por la escena de un crimen, interfiriendo en mis medidas de seguridad, permitiendo el acceso a personas no autorizadas, y por el Hades que me estáis sacando de quicio.
Decidieron aparentar que estaban impresionados. Las grandes palabras y el mal genio eran una novedad. Yo tenía bastante más de ambas cosas a las cuales apelar. Y ellos tenían mucha terca rebeldía.
—¿Habéis entrado en los baños desde que retirasteis de allí la cuerda?
—No, tribuno.
—Sería mejor que esperarais que me lo creyera. —No lo hice, pero no tenía sentido ser quisquilloso—. ¿Ha entrado alguien más?
—Oh, no, tribuno. No mientras estábamos aquí sentados.
Falso. En ese momento mi propia hermana salía del vestuario por detrás de ellos. Llevaba su frasco de aceite y su espátula y estaba lívida.
—¡Esto es una verdadera vergüenza, no hay agua caliente ni nada de calor en las salas de vapor!
—Son órdenes mías, Maya.
—¡Vaya, quizá tendría que haberlo sabido!
—Hay un hombre muerto en las estancias calientes, por no mencionar a un asesino que se aprovecha de los bañistas solitarios. ¿Pasaste por delante de estos dos haraganes descarados?
—Bueno, pasé por encima de ellos —dijo Maya con desdén.
Septimio y Tiberio se limitaron a esbozar una sonrisita.
Maya se iba precipitadamente, pero la retuve:
—¿Hay alguien más ahí dentro? —pregunté.
Una mirada cautelosa cruzó su rostro.
—Ahora no.
—¿Qué quieres decir? ¿Había alguien?
—Me pareció oír movimiento.
—¿Quién era?
—No tengo ni idea, Marco. Ya me había quitado la túnica y estaba explorando la sala de baños fría… ¡Vaya una pérdida de tiempo! No sabía quién había venido, así que no dije nada. —Maya sabía lo que yo pensaba sobre el hecho de que visitara unos baños mixtos ella sola. A ella no le importaba. Tratándose de Maya, puede que hubiera disfrutado de los escalofríos del riesgo.
—La próxima vez, tráete a rastras a Hispale para que monte guardia. Quizá te guste que te miren con lascivia esos muchachos que andan en busca de pecheras húmedas, pero que te espíe un estrangulador es harina de otro costal.
—Tal vez sólo oí a estos dos ganduleando por ahí —replicó Maya, implicando sin reparo a los trabajadores.
—No, seguro que no —respondí con sarcasmo—. Septimio y Tiberio nunca espiarían a una dama, ¿no es verdad, muchachos?
Ellos me miraron y ni siquiera se molestaron en mentir. A juzgar por la manera tan tonta en que estaban plantados en la entrada cuando aparecí, probablemente ni se les pasó por la cabeza jugar a los mirones. Por otra parte, mi hermana irradiaba todo el aire de una mujer que atacaría salvajemente a quienes espiaran por las mirillas.
Con una sacudida de sus faldas, Maya salió como una flecha de vuelta a nuestras habitaciones. La dejé marchar. Podía preguntarle más cosas después, con el apoyo de Helena.
Al final apareció Alexas. Cuando vio a los dos obreros, me pareció que su expresión fue de ligera incomodidad. Ellos no se inmutaron lo más mínimo, y lo saludaron por su nombre.
—¿Conoces a estos sinvergüenzas? —le pregunté enojado.
—Trabajan para mi tío. —Septimio y Tiberio nos observaban con los brillantes ojos de contentos alborotadores.
—¿Tu tío es el contratista de la casa de baños del rey?
—Me temo que sí. —Alexas parecía compungido. Bueno, yo lo sabía todo sobre familiares engorrosos.
—¿Y dónde está este tío?
—¿Quién sabe? ¡No va a estar en la obra! —Era un verdadero profesional.
—¿Cómo se llama tu tío?
—Lóbulo.
En ese caso, no era nadie a quien yo buscara.
Emprendí la marcha hacia el interior, a la cabeza de una caravana que, aparte de mí, estaba formada por Alexas, un par de chicos con rostro de color de suero que llevaban un camastro para llevarse el cuerpo, y los dos obreros, que, de pronto, armaban más escándalo por el cuerpo que el que habían manifestado por Maya.
—¿Y dónde estabas tú anoche, Alexas?
—Lo pone en mi tablilla.
—Dímelo de todas formas.
—Fui a Noviomago a ver a mi tío.
—¿Él responderá por ti?
—Por supuesto que sí.
Nunca me han gustado las coartadas familiares.
Las salas abovedadas estaban más frías que la noche anterior. Aun con la caldera sin funcionar, a la estructura de unas termas le lleva un tiempo enfriarse. Una ligera humedad se deslizaba por las salas de vapor. Llegamos a la última estancia. Por lo que pude observar, el difunto Pomponio todavía yacía tal como lo dejé. Si alguien había estado allí y había toqueteado el cuerpo, nunca podría probarlo.
En un principio, no había ninguna razón para pensar que nadie hubiera hecho eso. Todo tenía el mismo aspecto. Después de que mis compañeros terminaran de exclamarse por la manera en que habían mutilado al arquitecto, alzaron el cuerpo y lo colocaron en el camastro. Arreglé la pequeña toalla para que le tapara sus partes íntimas. Entonces oí un ruido y algo cayó al suelo.