Un cadáver en los baños (30 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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Ahora un miembro de esa tribu leal había cometido un fraude, tal vez con complicidad oficial. No teníamos que exagerar las cosas: el fraude solamente había ocasionado pérdidas económicas y no un verdadero perjuicio al imperio. El daño se produciría si no manejábamos bien la situación.

¿Cómo podía Pomponio ser tan ciego como para no ver las consecuencias? Si ejecutaba a Mandúmero nos encontraríamos al borde de un incidente internacional.

Estaba tan enojado que no pude hacer nada más que levantarme de un salto y largarme de allí. Me alejé dando grandes zancadas, tan furioso que no supe si los aduladores se quedaron todos con Pomponio o si hubo alguien más que saliera detrás de mí.

XXXIII

No había nadie trabajando en la obra. Por supuesto, todos sabían lo que estaba pasando.

Verovolco había tomado la delantera y se había perdido de vista. Me dirigí a grandes pasos hacia la vieja casa. Cuando llegué a las dependencias del rey no me dejaron entrar. Como no quería montar una escena, me fui hacia mis habitaciones.

Había un par de guerreros repantigados fuera en el jardín. Al verme, uno de ellos se puso en pie despacio. Se me cayó el alma a los pies. Sólo estaba saludando. Esos debían de ser nuestra escolta. Conseguí encontrar una sonrisa para él.

Entré como un vendaval y perturbé una hogareña escena de paz. Por una vez, las niñas se estaban portando bien. Maya e Hispale se servían de unas varillas calientes para rizarse el pelo. Helena estaba leyendo. Entonces leyó la expresión de mi rostro. Cuando vio que de verdad estaba en crisis, abandonó el pergamino.

Mientras le contaba a Helena lo sucedido, Maya se quedó escuchando con el semblante adusto. Al final, mi hermana saltó:

—¡Marco, dijiste que me habías traído desde Roma por seguridad! Primero, el lío de la otra noche; y ahora, más problemas.

—No te preocupes, su trabajo siempre es así —Helena trató de quitarle importancia—. Corre por ahí como si los dioses lo tuvieran bajo una maldición mortífera y luego lo resuelve todo. Al minuto siguiente pregunta cuándo estará la cena… —dejó de hablar. No servía de nada.

La manera como estaba Maya ahí de pie, rígida, desvió mi atención hacia ella. Mis ojos toparon con su dura mirada.

—Todo va bien —bajé la voz en tono tranquilizador. Mis palabras sosegadoras no funcionaron. Maya había aprendido a desconfiar de los hombres que fingen ser cariñosos.

—He estado hablando con Eliano —replicó Maya. Helena debía de haber ido a buscarlo mientras yo estaba en la reunión de la obra. Al considerarlo, al menos a él, inocente de la conspiración para alejarla de Roma, Maya se ofreció voluntaria para cuidarlo—. Dice que su hermano anda bebiendo por la ciudad.

—Sí, es una estratagema. Quinto está de guardia para mí. Beber es lo que hacen los jóvenes cuando salen de noche… Mira, Maya, tengo un problema que necesita agilidad mental. A menos que esto sea importante…

Maya dijo en tono acusador:

—Hay una bailarina, Marco.

—Una bailarina. Sí. Atrae a los hombres buenos y los separa de sus madres.

—Una bailarina… aquí en Noviomago —Maya no estaba recomendando una buena salida nocturna para mejorar nuestra vida social. Lo que en mí sólo había causado una ligera inquietud, para mi hermana era una fuente de terror—. Tú lo sabías… ¡y no me lo dijiste!

—Maya, todo el imperio está lleno de sucias chicas con castañuelas…

No funcionó el farol. Maya ya sabía por qué la bailarina podía ser una amenaza para ella:

—Ésta viene de Roma; y es especial, ¿no es así?

—Justino ya me dijo que la mujer estaba causando alboroto; debe de ser alguna mocosa que se quita más ropa de lo habitual, sin duda.

Maya se limitó a fulminarme con la mirada.

—¿Qué ocurre, Maya? —preguntó Helena con voz preocupada.

—Anácrites tiene una bailarina trabajando para él. —El tono de Maya era glacial—. Una vez me contó que tenía una agente especial que trabajaba para él en el extranjero. Dijo que era extremadamente peligrosa. Marco, me ha seguido. La ha mandado a por mí.

Mi hermana tenía derecho a estar enfadada. Y también asustada. Eché la cabeza hacia atrás y tomé aire despacio.

—Dudo que se trate de ella.

—Entonces, ¿lo sabes todo de ella? —gritó Maya. Helena ya lo había entendido y puso unos ojos como platos.

—Sí, claro. —¿Eso me hizo parecer eficiente, o sólo taimado?—. Se llama Perela. La conocí en la Bética. La conocimos los dos, Helena y yo. Ya ves que sobrevivimos a la experiencia.

Resultó entonces que Perela no se encontraba en la Bética buscándome a mí. Pero sí que recordaba cómo me había sentido mientras había creído ser su objetivo. Después de eso, ella y yo tuvimos una disputa, cuando le robé el mérito de un trabajo que ella había querido que fuera su cometido. Desde entonces nuestra relación había sido profesional, pero tampoco era una amiga de verdad.

No fue de mucha ayuda mencionar a Perela. Helena se estremeció.

—Marco, ¿por qué iba a estar aquí Perela? —preguntó—. ¿Por qué iba a saber nada de Maya? —Intenté no contestar—. ¡Marco! ¿De verdad la ha mandado Anácrites?

—Si se trata de Perela, no puedo decir qué es lo que Anácrites le ha dicho que haga. —Helena sabía, al igual que yo, que Perela se limitaría a obedecer órdenes. Que daría por sentado que era un asunto de estado.

—¡Dime la verdad! —exigió Maya. Sacudió sus rizos morenos con desdén.

Tenía derecho a saberlo.

—Está bien. Ésta es la situación: a Perela la vieron en Roma merodeando por tu antigua casa. Ése es el motivo de que algunas personas quisieran que te fueras.

—¿Qué? ¿Quién la vio?

—Yo. —Naturalmente, Maya se puso furiosa. También Helena pareció molesta de que lo hubiera mantenido en secreto.

La siguiente pregunta de mi hermana me sorprendió un poco:

—¿Petronio Longo sabe todo esto?

—Sí. Estoy seguro de que por eso ayudó a tus hijos a sacarte de allí.

—¿Y qué hay de sacar de allí a mis hijos? —Maya estaba que ardía—. No ha funcionado, ¿verdad? A mí todavía me persigue esa mujer, mientras que mis pobres niños…

—Están con Petronio —interrumpió Helena. De hecho, era su confesión de que había estado involucrada—. Están a salvo.

—¿Qué piensa hacer con ellos?

—Dejar que los vean por el barrio durante un tiempo; así parecerá que todavía estás en Roma. —Me di cuenta perfectamente de que eso saldría mal. Se intensificó mi enojo con Petro por no haberme hablado de ese plan—. Luego, por supuesto, cuidará de ellos de la forma más segura. No te preocupes por ellos —insistió Helena—, Lucio Petronio sabrá qué hacer.

Todo el antiguo miedo que Maya le tenía a Anácrites había vuelto. Yo tampoco estaba demasiado contento.

—Iré y echaré un vistazo a esa bailarina —sugerí con dulzura—. No te preocupes por ello, Maya. Sabré si se trata o no de Perela. En cuanto haya solucionado el problema de esta obra, iré a comprobarlo.

XXXIV

Era un contratiempo del que podía haber prescindido. ¡Perela! Dioses benditos.

Solucionar el problema de la mano de obra podía ser una misión que llevara mucho tiempo, gracias a Pomponio. Afortunadamente, tuvimos un leve indulto: Mandúmero debió de oír que sospechábamos de él. Cuando pregunté, me dijeron que ese granuja del supervisor había abandonado la obra.

Esos días, los demás trabajadores se juntaban en grupos y rezongaban. Consideré que era poco probable que fueran a por mí, o al menos no lo harían abiertamente. Cuando me acercaba, me volvían la espalda de forma harto significativa. Un hombre que llevaba una carretilla llena de escombros vino directo hacia mí e intentó empujarme a una profunda zanja. Poco después, mientras caminaba bajo el andamiaje de la vieja casa, una bolsa de arena que se usaba para lastrar una polea cayó de pronto y se estrelló justo a mi lado. De haber dado en el blanco, ese peso muerto podría haberme matado.

No se veía a nadie arriba. Pudo ser un accidente.

Quizá le sacara información al único hombre que parecía estar enfrentado a Mandúmero: Lupo, el otro supervisor. Pero cuando pregunté por él me dijeron que no podía atenderme. Pomponio había convocado una reunión de la obra con los jefes de todos los gremios, como el encuentro del que me había excluido el día de mi llegada. Si la de entonces era para discutir el avance de los trabajos en general o para hacer cambios específicos después de mis revelaciones sobre los chanchullos con la mano de obra, eso no lo sabía. No me invitó a asistir.

Trabajé en mi oficina toda la tarde con Cayo y traté de no desmoralizarme.

Justo antes de que recogiéramos, alguien tiró una gran piedra a través de la ventana abierta. Cayo y yo nos pasamos media hora discutiendo si hacer caso omiso de ese acto vandálico o darnos importancia reaccionando públicamente. Optamos por fingir indiferencia.

El pesado trabajo habitual perdió su interés. En cambio, Cayo dijo:

—Estuve buscando a Goto y Cloaca, esos dobladores de tuberías por los que preguntabas.

—¿A Goteo y Desagüe? Encontrar a Gloco y Cota podría suponer demasiada emoción ahora mismo, Cayo.

—Ninguno de los dos está aquí —me aseguró—. Comprobé todas las listas cuando estaba haciendo las comparaciones y no figuran, Falco.

—Nombres falsos —hice una mueca con desánimo—. Igual que su trabajo de pacotilla.

—¿Lupo no sabe nada de ellos, Falco?

—Él dice que no.

—Mira, Lupo es el mayor mentiroso que me he encontrado nunca —dijo Cayo sonriendo con alegría.

—¡Qué raro! —refunfuñé.

—Podrían estar en cualquier parte, ¿sabes, Falco? Algunos de los gremios vienen hasta aquí con contrato, pero hay otros profesionales que simplemente se presentan. Hay posibilidades de que los contraten si demuestran tener un buen linaje italiano o de algún lugar que parezca civilizado. Exigimos cosas a las que los britanos no están acostumbrados, materiales desconocidos y técnicas sofisticadas. Un artesano que diga que ha manejado mármoles finos, por ejemplo, escaseará.

—Pero hay muchas ciudades en la Galia y en Germania que se están restaurando o expandiendo, o sea que hay bastante competencia para los artesanos, Cayo.

—Sí. Incluso en Britania, las ciudades levantan templos al culto imperial, o elegantes baños públicos.

—Son los baños lo que me interesa. Y, según la información que tengo, Togidubno dispone de un plan privado para renovar las instalaciones que posee aquí.

—Creo que ya tiene el personal —me dijo Cayo—. Un equipo que recomendó Marcelino, el antiguo arquitecto.

—¿Los conoces?

—No me han contado nada de ellos.

—¿Marcelino está metido en el asunto de la renovación de los baños?

—A ese asqueroso de Marcelino le gustaría estar metido en todas partes —refunfuñó Cayo.

—Él está fuera de esto. ¿Supone algún problema?

—No podemos hacer que se vaya de aquí. Siempre anda rondando por la obra. A Pomponio le irrita muchísimo.

—¿Y eso no le pasa con la mayoría de las personas? —me reí.

Aquella tarde, la reunión de la obra debió de terminar exactamente en el mismo momento en que yo dejé de fingir que trabajaba y salí fuera. La mayor parte de la gente se dispersó, pero alcancé a Blando, el jefe de los pintores. Había querido hablar con él desde que vi que lo herían en la pelea con Filocles. Caminaba despacio; quizá todavía tenía molestias. Cuando los demás me vieron, salieron disparados con la cabeza gacha; él no podía alejarse brincando tan deprisa, así que no pudo evitarlo.

—¡Me alegra ver que andas de nuevo por aquí! —Él soltó un gruñido—. Soy Falco. Hay un pintor que me está buscando. ¿Eres tú? —Volvió a gruñir, aparentemente era una negativa. La conversación no era su punto fuerte. No resultaba fácil ver por qué tenía fama de tener tanto éxito con las mujeres. Quizá conseguía sus malvados propósitos sirviéndose de los viejos recursos romanos: un perfil majestuoso y unos guiños sugerentes.

En mi opinión, su perfil no era nada de lo que mereciera la pena hablar.

—Entonces debe de ser tu ayudante.

—Yo no sé nada de eso —masculló Blando de mal humor—. Hace lo que quiere. Yo he estado fuera de circulación.

Le eché una mirada severa.

—Sí, estuve allí. ¡Mala suerte lo de Filocles padre! He oído que el hijo está muy disgustado por haber perdido a su progenitor.

Blando, que era quien había causado el problema por seducir a la mujer de Filocles hacía tantos años, no reaccionó. Pero me sentí mejor al observar que alguien más aparte de mí se había echado enemigos por ahí.

Maya estaba dejando claro que apoyaba a los que me tiraban piedras. Así que, en lugar de cenar con mis seres queridos en nuestras habitaciones privadas, cogí a uno de mis guardaespaldas y me escabullí montado en un pony para hacerle una visita a Justino. Quería que me llevara a ver a la famosa bailarina, pero él sabía que esa noche no actuaba.

—Tiene el día libre, Falco. El propietario de la taberna es muy hábil. Deja que los muchachos se entusiasmen y luego, cuando corre la voz, ofrece actuaciones sólo a intervalos.

—Se ahorra pagarle cada noche a esa condenada.

—Es más listo aún. Las apariciones propiamente dichas nunca se hacen públicas hasta el último momento.

—¿Y cómo lo sabes, Quinto?

—Por una fuente privada: la querida Virginia-dijo con una sonrisa burlona.

—¡Qué tesoro! Así que, mientras el cascarrabias que lleva la taberna finge no saber nunca cuándo accederá su artista a coquetear con lo que tiene, la cautivadora Virginia sirve bebidas a la multitud de todos modos, ¿no? ¿Los entusiastas siguen viniendo?

—El propietario afirma que, después de un descanso, la bailarina volverá a estar fresca. —Justino sonrió. No hice caso de su mirada lasciva.

—¿Cómo se llama?

—Stupenda. —Me estremecí.

—¡Supongo que será su nombre artístico! Por favor, dime que sólo se trata de una quinceañera pechugona.

—Madura —discrepó Justino al tiempo que negaba con la cabeza sabiamente. Eran malas noticias—. ¡Experimentada! Eso es lo fascinante. Empiezas pensando «Es una bruja pintarrajeada», y luego te encuentras con que te ha hechizado…

—¡Por Júpiter!

Eso era lo que le gustaba hacer a Perela: instalarse cerca de su presa trabajando como bailarina en algún antro desagradable. Desde allí escuchaba, observaba y dejaba que la conocieran en el distrito hasta que nadie se extrañaba de su presencia. Durante todo ese tiempo planeaba su jugada. Al final desaparecía del lugar donde bailaba. Y entonces atacaba. Yo había visto los resultados. Cuando Perela encontraba a sus víctimas, las eliminaba de forma rápida y silenciosa. Cortarles el cuello con un cuchillo desde atrás era su método preferido. No cabe duda de que tenía otros.

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