Verovolco me vio cuando me iba a caballo. Había elegido un pony pequeño pensando en que sería Ala quien lo montaría. Mis botas casi rozaban el suelo. Verovolco se echó a reír. Ese día estaba sembrando alegría por todas partes. Me limité a sonreír débilmente. A los romanos no nos interesa la carne de caballo.
Yo estaba muy contento de saber que podía frenar sólo con poner el pie en el suelo.
Llegué a Noviomago cerca del mediodía. Parecía un lugar verdaderamente tranquilo. Quizás ése no fuera el mejor momento. O me había perdido la hora punta o es que no la había.
Ya había estado allí cuando tocamos tierra al llegar, pero entonces estaba exhausto y desorientado tras semanas de viaje. Ésa era mi primera oportunidad real de echar un vistazo. En realidad, era una ciudad nueva. Yo ya sabía que el reino de los arrebates había tenido que restablecer su trayectoria cuando Togidubno subió al poder. Antes de esa reinstauración durante la invasión romana, los feroces catuvellauni del norte habían entrado en el territorio de esa tribu costera y lo habían arrasado, mordisqueando sus tierras de labranza hasta acorralarlo contra las salobres ensenadas. Los romanos recompensaron a Togidubno por su apoyo con el regalo de incrementar sus territorios tribales. Él llamaba a esto «el reino», como si las demás tribus britanas y su realeza no contaran.
En esa época debió de elegir otra capital tribal. También tenía que construirla, pero entonces le encantaba construir. Al estar él mismo romanizado, probablemente le pareció natural utilizar la base de abastecimiento de los legionarios como punto de partida. Así que allí se encontraba el «nuevo mercado del reino», rodeado en parte por la curva que describía un pequeño río, a poca distancia tierra adentro. Tal vez el hecho de abandonar su antiguo poblado (quizás en algún lugar de la costa) fuese un símbolo de la afinidad del rey con la nueva forma de vida que traería la nueva situación de Britania como parte del imperio romano. Quizás el viejo asentamiento se hundió en el mar.
Noviomago demostraba lo superficial que era la romanización. Sabía que había ciudades que habían evolucionado a partir de fuertes militares, en las que con frecuencia los legionarios veteranos constituían el principal grueso de la población. La reina Boadicea quemó unas cuantas, pero habían sido reconstruidas. Eran totalmente provincianas, aunque sólidas y florecientes. A diferencia de ellas, Noviomago Regnensis apenas tenía propiedades de albañilería decentes o una población que mereciera la pena contar. Aunque era el cuartel general del dirigente britano más leal, seguían siendo tierras provincianas. El adobe y las cañas seguían marcando el estilo de los edificios en esas estrechas calles donde hasta entonces sólo se habían aventurado unos pocos habitantes y comercios.
Llegaban allí los caminos principales desde Venta, Caleva y Londinio. En un punto central se unían al sendero que conducía a la ciudad y que utilizaban los mercaderes. El cruce de caminos tenía una gran zona cubierta de grava que hacían pasar por un foro. No había ningún indicio de que se usara con fines democráticos, ni siquiera para cotillear. Contaba con unos tenderetes para vender nabos en edad de jubilación y pálidas verduras de primavera. Había un par de templos pequeños y oscuros, un conjunto de baños paupérrimo, una señal descolorida que indicaba el camino al anfiteatro que había fuera de la ciudad y a la corta hilera de tiendas de broches donde fabricaban mercancía con esmaltes étnicos.
Togidubno tenía una casa allí, y también el tío de Helena, Flavio Hilaris. La suya contaba con salidas de aire caliente y un mosaico muy pequeño en blanco y negro. En su ausencia, casi permanente, la dirigían una pareja de esclavos debiluchos que ese día parecía que habían salido al mercado. Maravilloso. La sopa de nabo era la especialidad gastronómica que le ofrecerían a Camilo Justino, su honroso invitado romano. Mi madre diría: «si no le diéramos nada más a esta provincia, la gente nos daría las gracias por los nabos…».
Justino aún estaba en la cama. Encontré a ese granuja durmiendo todavía. Lo saqué del catre, vertí agua fría en una jofaina, le alcancé un peine y descubrí una túnica arrugada debajo de la cama. Se había afeitado, aunque no desde la última vez que lo vi. Según mi calendario, de eso hacía dos días. Tenía un aspecto rudo pero, para hacer el trabajo que le había encargado, era aceptable.
Parecía ser que alguien no se había creído su actuación: tenía un ojo morado.
—Veo que has estado metido de lleno en la tarea. Toda la mañana acostado con una terrible resaca, y con un ojo a la funerala.
Soltó un gruñido.
—Vaya, muy bien, Quinto. Tienes el arte de parecer medio muerto. ¿Quieres el cinturón, o no podrías soportar su firme sujeción alrededor del estómago?
Con un enorme bostezo, Justino cogió el cinturón y se lo puso con desgana. Abrochar la hebilla era demasiado complicado. Yo se la sujeté, como si se tratara de un niño de tres años medio dormido. El cinturón era una espléndida creación en cuero labrado britano con una hebilla de color plateado y negro, aunque, por los alargados agujeros que tenía, vi que no era nuevo.
—¿Es de segunda mano?
—Lo gané —sonrió—. En un juego de soldados.
—Bueno, ten cuidado. ¡La próxima vez no quiero encontrarte aquí sentado desnudo porque algún embaucador te haya desplumado jugando al strip-damas! —Helena quedaría horrorizada. Por no hablar de, su querida novia Claudia—. Hay que ser prudente. ¿Quieres dejarlo correr, o llevar bien el trabajo?
—Me lo estoy pasando de maravilla, Falco.
—¿En serio? ¿Quién te golpeó?
Justino se tocó el ojo con cuidado. Encontré un espejo de mano de bronce entre sus cosas y le mostré los daños. Se le crispó el rostro pero, más que por el dolor, fue al ver el estropeado aspecto que tenía.
—Sí —le dije con calma—. Ahora ya eres un niño grande. Parece que has estado jugando con chicos mayores de esos que tu madre no aprobaría.
Mi ayudante no se desconcertó lo más mínimo:
—En realidad, era joven.
—¿Sólo fue porque estaba borracho como una cuba o es que aborrecía tu acento?
—Un ligero desacuerdo sobre una dama.
—¡Eres un hombre casado, Quinto!
—Y él también, por lo que deduje… Yo la apretaba para sonsacarle información; él lo que apretaba eran sus tetas.
—El matrimonio te ha hecho volverte muy grosero.
—El matrimonio me ha hecho… —se detuvo, al borde de alguna triste confesión. Lo dejé correr.
Mientras lo ponía en pie y lo llevaba a la cocina en busca de alimento, hice que siguiera hablando para que no se volviera a quedar dormido.
—Así que, ¿cambiaste impresiones con tu asaltante? Eso debió de ser cuando os convertisteis en hermanos de sangre, tras una conmovedora reconciliación con unas jarras de cerveza britana, ¿no?
—No, Falco. Somos dos romanos encallados aquí que añoran su país. Cuando esa desleal muchacha se fue con otro, nosotros encontramos una tranquila bodega donde compartimos un vino de la Campania bastante bueno y una refinada fuente de quesos variados. —Justino tenía el don de contar una historia increíble como si fuera completamente cierta.
—Apuesto a que sí. —Lo empujé hacia un banco que había junto a una mesa. Alguien había estado cortando cebollas. Justino se puso verde y se sujetó la cabeza con las manos. Yo aparté el cuenco rápidamente.
—Era muy refinada —juró de nuevo débilmente.
—No me gusta cómo suena eso —le puse delante un poco de pan—. Come, tunante. Y no vomites. No voy a limpiar ninguna porquería.
—Lo que de verdad me apetece son unas buenas gachas tradicionales…
—Yo no soy tu abuela. No tengo tiempo de mimarte, Quinto. Trágate el pan y luego me cuentas qué has descubierto.
—La vida nocturna —declaró mi agente de dudosa reputación con la boca llena de pan duro— casi no existe en este lugar. Lo que hay…, bueno, ¡lo he encontrado!
—Eso ya lo veo.
—¿Estás celoso, Falco? Cuando las tropas estuvieron aquí hace treinta años, debieron de enseñarles enseguida a los nativos qué era lo que los muchachos duros necesitaban: un burdel y un par de sucios antros donde beber. Puedes conseguir varias clases de vinos importados, de calidad un poco afectada por el transporte, y buccinos secos de aperitivo. En platos muy pequeños. Regentan esos lugares camareros y chicas de alterne de segunda generación… Gente, yo diría, con la mitad de una cuarta parte de sangre romana. La Segunda Augusta…, ésa era tu legión, ¿no? Debe de estar bien representada en su linaje.
—A mí no me mires. Yo tenía la base en Isca.
—De todas formas, tú eras un chico tímido, ¿verdad que sí, Falco?
Más de lo que él se imaginaba.
—La inocencia es una cosa más habitual de lo que la mayoría de muchachos reconocen.
—Creo que yo también la recuerdo… Falco, los anfitriones de las
canabae
hablan con un maldito acento nasal del Esquilino y te pueden sacar el dinero con la misma rapidez que cualquier tabernero de la vía Sacra.
Enseguida entendí lo que quería decir.
—No te voy a dar más dinero.
—¿Ni cargándolo a los gastos de la misión? —dijo en tono adulador.
—No.
Se enfurruñó y luego siguió con el informe:
—Los hombres de la obra del palacio vienen a la ciudad casi todas las noches. Van y vuelven andando.
—Hay poco más de kilómetro y medio. Fácil de recorrer si estás sobrio y no del todo imposible si vas borracho.
—Una vez aquí, suelen dividirse. Los trabajadores extranjeros beben cerca de la puerta oeste, en la parte de la ciudad que primero encuentran al llegar. Los britanos se aventuran a seguir adelante y tienen preferencia por el lado de la puerta sur. El camino que hay allí lleva a un poblado tribal situado en un cabo de la costa.
—Ya me lo esperaba. Hay dos cuadrillas, con dos supervisores distintos. Los supervisores no se llevan bien —le dije.
—Los trabajadores tampoco.
—¿Hay muchos problemas?
—Casi todas las noches. De vez en cuando se pelean por las calles y tiran ladrillos a las ventanas con los postigos cerrados para molestar expresamente a los lugareños. Cuando no, organizan peleas uno contra uno. Y luchas con cuchillos, eso fue lo que le pasó a ese galo del que me pediste que investigara.
—¿Dubno?
—Tuvo problemas con una cuadrilla de britanos. Se intercambiaron insultos, y cuando éstos se dispersaron, estaba allí tendido, muerto. En esos momentos estaba solo, por lo que sus compañeros no saben con quién vengarse, aunque piensan que fue cosa de los fabricantes de ladrillos.
—¿Esta historia la sabe todo el mundo?
—No, pero a mí me llegó por una fuente bastante común… —Justino lanzó una mirada lasciva—. Me lo dijo confidencialmente la joven dama que he mencionado. Se llama Virginia —dijo.
Le eché una mirada:
—¡Un bello nombre! Pero entonces, ¿qué hay de tu compañero de pelea?
—¡Ah! —sonrió—. ¡El pintor y yo podemos compartirla!
—¿Es un pintor? Bueno, si se trata del nuevo ayudante, lo he estado buscando, y dicen que quiere hablar conmigo. Hispale tampoco le diría que no, cree que es una buena oportunidad.
Justino hizo una mueca:
—Hispale es nuestra liberta. ¡No puedo permitir que vaya por ahí besuqueando a un pintor de brocha gorda!
—Así que tú beberás y te pelearás con ese tipo, pero tus mujeres le están prohibidas. Dejémonos de esnobismos. Se la puede quedar, si es que su mujer le deja —le repliqué con entusiasmo—. Da igual, tú dile a tu compañero de juergas que en la obra lo llaman «el sabelotodo de Estabias» —hice una pausa—. Pero no le digas que me conoces.
Justino se estaba cansando de comer. Lo hizo más lentamente, con aspecto de preguntarse cuándo volverían la bebida y la pelea.
—Así que, ¿puedo seguir adelante? Pasármelo tan bien me deja agotado…
—¿Serás valiente y no te quejarás? —me levanté para irme. Le di un poco de dinero en efectivo—. Están moldeando la medalla de oro de reconocimiento a tu labor. Gracias por tu sufrimiento…
—Es una dura misión, Falco. Esta noche voy a ir a mi cubil favorito. Si los rumores son correctos, vendrá una interesantísima mujer de Roma para entretener a los muchachos.
Me encontraba a mitad del camino de regreso montado en mi pony cuando, por alguna razón, su comentario sobre esa artista femenina me preocupó.
Me había deprimido.
—Uno de mis ayudantes quiere ser un guaperas; el otro, sencillamente no quiere saber nada —me quejé ante Helena. Ella recurrió a su método habitual de mostrar comprensión: adoptar una expresión cruel y enfrascarse en la lectura de un pergamino de poesía—. Aquí estoy, intentando volver a imponer el orden en este enorme proyecto caótico, pero soy una orquesta de un solo hombre en la arena.
—¿Qué es lo que han hecho? —murmuró, aunque me di cuenta de que el pergamino era mucho más interesante que yo.
—No han hecho nada; ése es el problema, cariño. Eliano se pasa el día tumbado en el bosque con los pies en alto; Justino sigue en la ciudad bebiendo toda la noche.
Helena levantó la vista. No dijo nada. Su manera de permanecer en silencio dio a entender que yo llevaba a sus hermanos por el mal camino. Ella era la mayor y se preocupaba por ellos. Tenía la costumbre de amar con diligencia a los gandules; por eso se había enamorado de mí.
—Si eso es lo que significa pertenecer a la clase ecuestre —le dije—, prefiero estar medio muerto de hambre en el último piso de un edificio de viviendas. ¡Empleados! —escupí la palabra—. Los empleados no le sirven de nada a un informante. Nosotros necesitamos luz y aire. Nos hace falta espacio para pensar. Necesitamos la libertad, y el desafío, de trabajar solos.
—En ese caso, deshazte de ellos —dijo cruelmente la protectora hermana de los dos Camilos.
Cuando Eliano nos vino a ver esa noche, todavía malhumorado y quejándose de sus condiciones, le dije que tenía que ser más tranquilo y ecuánime, como yo. Me sentí mucho mejor después de soltar esa hipocresía.
Se tumbó en la hierba con una taza en equilibrio sobre su estómago. Toda esa familia parecía tener problemas con la bebida en aquel viaje. Incluso Helena se había tirado al vino esa noche, aunque fue porque la pequeña Favonia lloraba de nuevo sin parar. Mandamos a Hispale a nuestra habitación con las dos pequeñas y le dijimos que las hiciera callar.
Nux
la siguió para supervisar. Después de eso, vi que Helena estaba nerviosa, creyendo que dentro habría problemas. Yo, por mi parte, también estaba atento por si oía algo.