Un cadáver en los baños (42 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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—Por supuesto, Marco Didio. —Era una actitud extrañamente obediente. ¿Le habría apretado Maya las clavijas a esa chica?

—Eso está fuera de mi alcance —comentó Maya en voz baja—. Se porta bien porque espera que la dejes salir y pasar la tarde con un amigo.

—¿Qué amigo?

—No tengo ni idea. No para de salir corriendo para flirtear con un hombre. Lario jura que no es él.

—¿Debo dejarla salir esta noche? —le consulté a Helena.

—Claro —respondió suavemente—. ¡Siempre que ese amigo sea una matrona, libre del menor escándalo, que mande su propia silla de manos para recoger a Hispale!

Eso parecía poco probable.

Julia estaba demasiado ocupada para entrar en la casa. Demasiado joven para que le preocuparan los hombres de los andamios, tenía toda su colección de juguetes esparcida por el patio: la muñeca de trapo, la muñeca de madera a la que le faltaba una pierna, la muñeca de marfil vestida a la moda, la carretilla, los animales de arcilla, la vajilla de las muñecas, el sonajero, el saquito relleno para jugar a lanzarlo, pelotas de tres medidas diferentes, el antílope que cabeceaba y… ¡por todos los dioses!, algún cerdo al que no le importaban los tímpanos de sus padres le había dado una flauta. No diré que mi hija fuera una consentida, pero era afortunada. Tenía cuatro abuelos que adoraban a su pequeña de ojos oscuros. Las tías rivalizaban unas con otras por su cariño. Si se creaba algún juguete nuevo en cualquier rincón del imperio, de algún modo Julia lo adquiría. Os preguntaréis por qué los trajimos todos en un viaje de más de mil quinientos kilómetros. Fue por puro terror a su reacción si descubría que nos habíamos dejado alguno de esos tesoros.

En esos instantes, nuestra codiciosa pequeña de dos años estaba absorta jugando a ordenar sus cosas.

Helena me agarró del brazo y dijo entre dientes, con un entusiasmo fingido:

—¡Mira, cariño! ¡Julia Junila está haciendo su primer inventario!

—Bueno, eso soluciona las próximas saturnales. Su regalo puede ser un ábaco.

—La niña tiene gustos caros —replicó Helena—. Creo que preferiría que le proporcionáramos su propio contable.

—¡Sería más útil que su niñera! —se mofó Maya.

Maya se había quedado en la entrada a nuestras habitaciones, con la puerta abierta, vigilando a Julia…, o mejor dicho, echando un vistazo con ojo cínico a los encuentros de Hispale con los hombres del andamio. Esos tipos habrían tenido más motivos para sus comentarios si hubieran podido ver a Maya, pero ella se había quedado en el lado del umbral donde no se la veía. Un miembro de mi familia sabía comportarse con modestia, si quería.

Sin embargo, ella sí tenía un admirador. Había estado hablando con Sextio, el vendedor de estatuas. Bueno, lo había dejado hablar, procurando que sus respuestas no fueran demasiado desagradables. Sextio, con esa mirada precavida que siempre le había dirigido a Maya, le había estado contando que había vendido su cargamento de estatuas.

Ante tales noticias, Eliano asomó la cabeza; Lario y él debían de estar holgazaneando por dentro.

—¡Por el Olimpo! ¿Quién las compró? —preguntó Eliano con interés profesional.

—Uno de los contratistas de la casa de baños del rey.

Eliano me dirigió una sonrisita de complicidad; por lo visto tenía una pobre opinión de las estatuas. Instalarlas en el vestuario real sería una tremenda broma.

—¡Tenía que haber un montón de agua a mano para los mecanismos! —comenté. Incómodo a causa de nuestra presencia, Sextio se largó arrastrando los pies. Si había regresado a la obra con la esperanza de engatusar a Maya para ganarse su confianza, había fracasado.

Maya sólo estaba interesada en tener noticias mías. Me arrastró adentro. Como me había asegurado de que, durante nuestra ausencia, no había habido ningún incidente, brevemente la puse al corriente sobre Perela. Tenía que confesar lo de la muerte de Marcelino antes de que mi hermana se enterara por otros. Le quité importancia a los detalles. Recalqué que eso indicaba que la misión de Perela en Britania tenía muy poco que ver con nosotros.

—¡No me digas! —se burló Maya.

Me fui a mi oficina. Allí encontré a Cayo, trabajando en un montón de facturas y sorbiendo
mulsum
. No habíamos hablado desde que me marché precipitadamente acusándolo de mentirme.

—¡Vaya! ¡Veo que Igiduno no aplica su prohibición de servir en esta oficina cuando yo no estoy!

Cayo sonrió con recelo sobre el borde de su taza.

—Tienes que saber cómo tratarlo, Falco.

—Eso es lo que siempre me dijeron sobre las mujeres. Nunca se me había presentado la ocasión de aplicarlo al chico de las bebidas. —Lo miré fijamente—. Magno dice que me equivoqué totalmente contigo. Por lo visto, eres honesto, servicial y un modelo de probidad en todos los sentidos.

—Bueno, estoy en el bando apropiado —afirmó.

Le conté lo que habíamos descubierto en la villa de Marcelino. Los suministros perdidos que ese mismo día traeríamos de vuelta aumentarían las posibilidades de cuadrar las cuentas de la obra. Cayo se animó.

—Cuéntame eso de ayudar a Magno. En concreto, explícame por qué nunca me dijiste lo que te traías entre manos.

Cayo pareció avergonzado.

—No me lo permiten, Falco.

—¿Que no te lo permiten? Mira, estoy cansado. Los asesinatos me deprimen. Y también la corrupción descarada, a decir verdad. Magno me dijo que debía pedirte que me pusieras al tanto.

El contable siguió sin decir ni pío.

—Cayo, me gusta oír que eres honrado, pero no es suficiente. Explícame cuál es tu papel. No permitiré que se entrometan en este proyecto personas con misterios.

—¿Es una amenaza, Falco?

—Puedo despedirte, sí. Dalmacia queda muy lejos como para volver pesadamente a casa en la ignominia, sin medio de transporte y la paga retenida.

Era en Dalmacia donde había dicho que vivía su madre.

Había alguien más en esa provincia que había nacido en Dalmacia: un importante funcionario britano. «La posición más alta de tu padre fue como inspector tributario de tercera en una ciudad de Dalmacia en la que sólo tenían un buey»; eso es lo que en una ocasión le dije a ese hombre con actitud desafiante. En esa época yo era un memo. «Aparte de ti, sólo el emperador tiene más peso en Britania…».

—¡Flavio Hilaris! —exclamé. ¿Cómo podía haberme olvidado de él? Al fin y al cabo, nos había dejado su casa de Noviomago. En cuanto concluyera mi misión, Helena quería que fuéramos a visitarlos a él y a su mujer en Londinio.

Cayo se ruborizó levemente:

—¿El procurador financiero?

—Un hombre excelente. Es el tío de mi mujer, ¿lo sabías? Nació en Narona.

—¿De veras? —murmuró Cayo.

—Déjate de engaños.

—Hay un montón de gente que proviene de mi provincia, Falco.

—Pero no hay tantos que vengan a parar aquí. ¿Qué edad tienes tú? ¿Unos veinte años? ¿En qué trabajaste antes del palacio, Cayo?

—En un estudio de viabilidad del foro.

—¿No sería del foro de Novio? Lo he visto; debieron de diseñarlo en el reverso de una factura de caracoles de mar… Una que alguien perdió. ¿Dónde, Cayo?

—En Londinio —admitió.

—¡Ante las propias narices del gobernador de la provincia… y de su mano derecha! Hilaris es un hombre justo. Sabe cómo seleccionar al personal. No era dado a tener favoritos. Pero el hecho de ser de Dalmacia te granjearía su cariño, supongo. Y si él pensaba que prometías… ¡Bueno! Para tu información, su especialidad es esa tan rara de eliminar los chanchullos. Así fue como lo conocí; fue así como conocí a mi esposa, por lo que no es probable que lo olvide. Entonces, dime, ¿trabajas aquí en secreto para el procurador de Londinio?

—Él te lo habría dicho, ¿no? —El administrativo, al que habrían hecho prometer que guardaría silencio por su propia seguridad, probó con su última táctica.

—Estoy más que seguro de que tenía la intención de mantenerme completamente informado —le contesté con toda la ceremonia.

—¿Algún problema administrativo? —murmuró Cayo, que empezaba a mostrar su regocijo.

—Por supuesto. ¡Y el tío de Helena Justina en su sitial es un cerdo malicioso!

Parecía que nos entendíamos el uno al otro, así que dejé ahí la cosa. Cayo estaba bien situado para observar lo que ocurría en la obra, pero era bastante joven. Estaba haciendo un buen trabajo. Se lo diría a Hilaris. Para mejorar el control en el futuro, era mejor dejar al administrativo infiltrado allí, si era posible, conservando su tapadera. Así que le hice un guiño amistoso y continué con mi trabajo.

Pasé un par de horas redactando el borrador de un informe sobre los problemas de la obra y mis ideas para una resolución futura. De vez en cuando la gente venía con albaranes para que yo, como director del proyecto, los firmara, aunque las cosas parecían estar tranquilas. Por supuesto, Cipriano había salido de la obra para llevar los vehículos que recogerían a Magno y los materiales que íbamos a recuperar de la villa de Marcelino. No estaban ocurriendo muchas cosas.

Tenía ganas de tomar el aire y di un paseo por ahí. Ese día el lugar estaba lleno de carretillas abandonadas y zanjas a medio cavar. Podía considerarla una obra donde todo se había quedado a la espera debido a una verdadera emergencia, o un trabajo de construcción completamente normal donde, como tan a menudo ocurre, nadie se había molestado en aparecer.

Las investigaciones adquieren su propio impulso cuando empiezan a ir bien. Si descubres suficientes cosas, pronto se hacen patentes nuevas conexiones. Incluso podría ser de ayuda rodearte de unos inteligentes ayudantes bien escogidos.

Primero, Cayo se suavizó lo suficiente para tratar de congraciarse:

—¿Cómo va esa muela, Falco?

—Iba muy bien hasta que la has mencionado.

—¡Lo siento!

—Intenté sacármela yo mismo con unas pinzas, pero está muy profunda. Tengo que pedirle a Alexas que me recomiende a alguien que las saque sin dolor.

—Han colgado un cartel nuevo en el que se ve un colmillo, allí abajo junto al Némesis. Debe de ser un cirujano-barbero, Falco. Justo lo que necesitas.

—¿Has oído gritos? —me estremecí—. ¿El Némesis es un antro en el que se bebe?

—El dueño tiene sentido del humor —dijo Cayo con una sonrisa.

Yo había perdido el mío.

—Los informantes son famosos por su ironía, ¡pero no quiero que me arranquen la dentadura al lado de un tugurio que se llama como la diosa del castigo inexorable!

—Si escupes, evitas su ira —me aseguró—. Eso tiene que ser fácil durante la odontología profunda de las encías.

—¡Ahórratelo, Cayo!

Continué garabateando con mi punzón. Estaba utilizando una tablilla que tenía una capa de cera bastante delgada. Debía recordar que mis palabras podían notarse en el tablero. Por muy lúcidas y elegantemente expresadas que fueran, no quería que las leyeran quienes no debían. Después de usarlas, tenía que quemar las tablillas que descartara, y no tirarlas a un hoyo de basura.

—Sobre ese otro problema que tienes, Falco… —dijo Cayo al cabo de unos momentos.

—¿Cuál de tantos?

—Los dos hombres que quieres encontrar.

Levanté la mirada.

—¿Gloco y el maldito Cota? —dejé el punzón sobre la mesa formando una cuidadosa línea de norte a sur. Cayo parecía nervioso—. ¡Habla, oráculo!

—Estaba pensando en el tío de Alexas. —Lo miré fijamente—. Bueno, puede ser que él los conozca, Falco.

—¿Eso es todo? ¿Conocerlos? ¡Pensaba que ibas a decir que él era uno de ellos! De todas formas, Alexas siempre ha dicho que nunca ha oído hablar de Gloco y Cota.

—¡Vale, está bien! —Se hizo un pequeño silencio—. Aunque podría estar mintiendo —sugirió Cayo.

—Ahora pareces igual de desconfiado que yo.

—Será contagioso.

—Su tío se llama Lóbulo.

—Bueno, eso es lo que Alexas dice, ¿no, Falco?

—Sí. No obstante —dije, con una sonrisa irónica—, ¡Alexas podría estar mintiendo también sobre eso!

—Por ejemplo… —Cayo se esforzó para brindar la solución razonable—, puede que su tío sea un ciudadano con más de un nombre.

—Si construye termas, apuesto a que sus clientes lo conocerán por diferentes apelativos. O podría ser que utilizara un alias para eludir pleitos… —Dejé el punzón y consideré esa proposición—. ¿Conoces a Alexas? Aparte de su propio trabajo, ¿forma parte de una familia de médicos?

—No tengo la menor idea, Falco.

—¿Y no sabes de qué parte del imperio es?

—No —Cayo parecía alicaído. Era algo temporal—. ¡Ya lo sé! Puedo preguntarle a mi amigo el que lleva las listas personales. Alexas tiene que haber rellenado un registro con los nombres de los familiares próximos. Allí constará cuál es su ciudad natal.

—Sí, ¡y también dirá quién quiere sus cenizas funerarias, por si descubro que me ha estado contando trolas!

Por una de esas raras casualidades, en una conversación anterior con Alexas sobre las muertes ocurridas en la obra, podría ser que incluso yo mismo lo hubiera empujado a proporcionarme esos detalles.

Camilo Justino asomó la cabeza en la oficina a eso de media mañana. Se lo presenté a Cayo y se saludaron con algo muy parecido al recelo.

—Falco, acabo de ver a un hombre al que he reconocido —me informó Justino—. Esta vez he venido a decírtelo inmediatamente. Lario dice que es el representante del rey en el proyecto.

—¿Verovolco? ¿Qué pasa con él?

—Creí que te gustaría saber que lo he visto antes: estaba bebiendo con Mandúmero —explicó Justino.

—Esos dos siempre han sido uña y mugre —aportó Cayo. Tenía una expresión petulante… hasta que arremetí contra él por no haber mencionado antes su alianza.

—¿Mandúmero y Verovolco son amigos íntimos?

—Desde la infancia, Falco.

—¿Es una pista? —preguntó Justino mansamente.

—Sí, ¡pero no voy a agradecértelo!

Me pasé las dos manos por el pelo y noté que los rizos se habían vuelto ásperos y pegajosos tras haber estado expuestos al salobre aire costero. Deseaba darme un baño de tres horas con un masaje completo en un establecimiento de primera clase…, en Roma. Que tuviera manicuras con aspecto de princesas altaneras y un vendedor de tres clases de pastelitos. Quería salir a unas escaleras de mármol travertino al caer la tarde, cuando los rayos de sol todavía castigaban las losas del pavimento. Y luego quería ir a comer a casa: a mi propia casa del Aventino.

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