Un cadáver en los baños (46 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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No tenía alternativa: calculé la distancia que había hasta el suelo y entonces, cuando me empezaron a fallar las muñecas, me dejé caer. Por suerte no me rompí ningún hueso. Lario y yo volvimos a colocar la escalera para que bajara Justino.

El fugitivo llegó al final de la columnata del jardín. Entonces, inesperadamente, aparecieron dos figuras que iban discutiendo sobre alguna abstrusa cuestión del diseño bajo la débil luz del atardecer. Cuando los reconocí, me temí lo peor. Sin embargo, resultaron ser muy oportunos. Uno de ellos se lanzó de cabeza contra Mandúmero y lo tiró al suelo: Planco. Tal vez una baja embestida a las rodillas de la gente era la manera que tenía de hacerse con nuevos novios. El otro forcejeó con una estatua del jardín (un fauno con una zampona, bastante peludo, anatómicamente sospechoso; dudosa digitación musical), la arrancó de su pedestal y tiró la carga de sus brazos sobre el fugitivo que estaba boca abajo: Éstrefo.

Nosotros gritamos con entusiasmo.

El hecho de ser capturado por un par de arquitectos amanerados hirió el orgullo de Mandúmero. Se calmó y soltó unas lagrimitas de vergüenza. Mientras él alegaba en un burdo latín que no había querido hacer daño a nadie, Éstrefo y Planco adoptaron esa actitud prepotente de su magnífica profesión. Mandaron llamar al personal, se quejaron a voz en grito de los alborotos que había en la obra, denunciaron al jefe de obras por permitir que se jugueteara en los andamios y, en general, se divirtieron. Los dejamos para que supervisaran el traslado del bellaco al calabozo. Les dimos las gracias discretamente y seguimos adelante hacia nuestras habitaciones.

LIV

Maya estaba sola con mis hijas.

Estaba furiosa. Eso podía manejarlo. También estaba preocupada.

—¿Dónde está todo el mundo? —me refería a dónde estaba Helena.

Los Camilos y Lario, al intuir problemas domésticos, se fueron arrastrando los pies a otra habitación donde enseguida oí que intentaban reparar los daños de sus vestimentas. Al menos, los morados que tenían los hacían parecer hombres que debían tenerse en cuenta.

Maya tenía la boca apretada en señal de desagrado ante otra situación estúpida más. Me dijo que Hispale se había ido con su «amigo»; al final resultó ser Blando, el jefe de los pintores. Hispale debió de conocerlo cuando rondaba cerca del hábitat de los artistas con la esperanza de encontrarse con Lario.

Yo estaba disgustado y molesto.

—¡A Blando no se le puede confiar una mujer soltera…, con limitado sentido común y sin experiencia! ¿Helena lo permitió?

—Helena lo prohibió —replicó Maya—. Hispale se escabulló igualmente. Al pasar las horas y ver que ninguno de vosotros volvía, Helena Justina se fue tras ella. —Claro; era de esperar.

—¿No pudiste detenerla?

—Se trata de su liberta. Dijo que no podía abandonar a Hispale a su suerte.

—Me sorprende que tú te quedaras en casa —le dije a mi hermana en tono de burla.

—¡Tendría que haber ido y no perderme la diversión! —me aseguró Maya—. Pero tienes dos niñas con pañales, Marco. Tu niñera es una auténtica gandula y, ya que su madre las ha abandonado, estoy cuidando de ellas.

Yo me estaba preparando. Llamé a los demás. Había una jarra de agua sobre una bandeja; me la bebí. No teníamos tiempo para descansar. No había tiempo para quitarme el sudor, la sangre y los olores de la caseta del perro. Revisé las correas de mis botas y mis armas.

—¿Dónde fueron Hispale y Blando?

—A la Trucha Arco Iris. Hispale quería ver a la bailarina. —Estar una mujer en compañía de esos hombres a los que Stupenda enardecía no era muy inteligente. Helena lo comprendió instintivamente. Hispale no tenía ni idea. A nosotros dos, Hispale no nos había causado nada más que problemas, pero Helena compensaba la total falta de sentido del peligro de la otra.

—La atacará —dijo Maya sombríamente. No hacía falta que nadie me lo dijera—. ¡Y esa boba mocosa se quedará tan sorprendida…!

—Voy a ir. No te preocupes.

—¿Contigo al frente? —En esos momentos Maya fue verdaderamente mordaz. Me dije a mí mismo que era una especie de alivio, ya que tendría que cargar con las culpas.

A todas mis hermanas les gustaba complicar las cosas con un completo giro de los acontecimientos justo cuando ya se habían hecho los planes.

—Yo también vengo —declaró Maya de pronto.

—¡Maya! Tal como acabas de decir, hay dos niñas pequeñas…

Al parecer, una crisis provocó que expresara su postura sobre otra crisis. No era el momento oportuno, pero eso nunca detenía a Maya. Me agarró de los brazos y me clavó los dedos por encima de las mangas de mi túnica.

—¡Entonces pregúntate a ti mismo, Marco! Si te sientes así por tus hijas, ¿qué pasa con los míos? ¿Quién cuida de los míos, Marco? ¿Dónde están? ¿En qué condiciones se encuentran? ¿Están asustados? ¿Están en peligro? ¿Están llorando por mí?

Me obligué a escucharla pacientemente. La verdad es que me parecía raro que Petronio Longo no hubiera mandado ni un simple mensaje explicando cuál era la situación. Debía de haberse encargado de los hijos de mi hermana… haciendo que mi madre los cuidara, probablemente. Yo habría esperado que llegara una carta, al menos una muy cifrada, si no dirigida a Maya, dirigida a mí.

—No sé qué esta pasando, Maya. Yo no estaba metido en la conspiración.

—A los niños les ayudó alguien —insistió Maya—. Helena Justina. —Helena lo había reconocido—. Petronio Longo. —Eso estaba claro—. ¿Tú también? —preguntó Maya.

—No, en serio. No sabía nada.

Era la verdad. Quizá mi hermana se lo creyera. En cualquier caso, accedió a cuidar de mis dos hijas y me dejó marchar.

Había sido una tarde muy larga, pero la noche que teníamos por delante lo iba a ser mucho más.

LV

La Trucha Arco Iris era un lugar de mala muerte. Me lo esperaba. Estaba situado en la intersección de un camino encharcado con un espantoso callejón, a sólo dos o tres curvas por la calle de la puerta sur de la ciudad. Decir que se encontraba en una calle es una gentileza. Sin embargo, sí que tenía una serie de peones camineros que instalaban nuevos adoquines en uno de los extremos, y los inevitables obreros que les seguían y levantaban los bloques de piedra recién puestos para juguetear con un desagüe. La gestión de los servicios públicos municipales al verdadero estilo romano había llegado a esa provincia.

No había ningún espacio a los lados de la calle para que las tiendas de comestibles con mostradores de mármol pudieran ofrecer comida y bebida a los transeúntes. Una pared repugnante, fundamentalmente lisa, presentaba un par de diminutas ventanas con barrotes que estaban demasiado altas para mirar por ellas. La pesada puerta estaba medio abierta; eso pasaba por ser una señal de bienvenida. Un diminuto letrero mostraba un triste pescado gris que desaprovecharía espacio en una sartén. No había ninguna inscripción en el exterior de las paredes, lo que indicaba que, en ese vecindario, nadie sabía leer. En cualquier caso, habían despejado las calles. Los provincianos no se entretienen por ahí. ¿Por qué quedarse a hacer vida social cuando tu provincia no tiene una sociedad significativa?

Los Camilos y Lario venían conmigo. Descendimos un par de peldaños desiguales y nos adentramos en una caverna sombría. Tenía un olor cálido y fétido: era esperar demasiado que lo causaran animales; las personas eran los únicos responsables. Había un cubil interior para beber, con unas cortinas deformes que escondían a medias unas antesalas mugrientas que se extendían por los lados como madrigueras. Los clientes de calidad quizás estuvieran reclinados en una galería del piso superior, aunque parecía poco probable. No había ningún piso arriba.

Eso tenía que rectificarse. Al igual que en todas partes esos días, la Trucha Arco Iris tenía un programa de mejora de las instalaciones. Se iba a ampliar con un piso superior; hasta el momento, el porcentaje de progreso era cero. Un enorme agujero en el techo señalaba el lugar donde tenía que abrirse una escalera. Eso era todo.

El piso de abajo ofrecía escasos servicios. Las lámparas eran las mínimas. Había un ánfora apoyada en una esquina. Estaba cubierta de polvo y servía más como objeto de decoración que como fuente de suministros. Por la forma que tenía, sólo había contenido aceitunas, no vino. Una sola estantería sostenía una hilera de tazas de extrañas formas.

El lugar estaba demasiado tranquilo. Yo sabía exactamente cuántos obreros trabajaban en nuestro proyecto. Incluso contando a los rezagados, la mayoría no estaban allí. Quizás era demasiado pronto para ver a la bailarina. Sin duda estaba previsto que los músicos tocaran: encima de un banco había un inquietante caramillo unido a una bolsa de piel, mientras un rezagado de cara alargada vestido con lo que allí pasaba por ser glamour (una túnica de un color apagado que tiraba a rosa, ribeteada con una trenza deshilachada de dos tonos) golpeteaba sin energía un tambor de los que se tocan con las manos.

No había señales de Stupenda. Ni tampoco tenía un público decente. El lugar tendría que haber estado abarrotado de gente sentada, o incluso de pie en las mesas rectangulares, y apretujada en todos los bancos. En lugar de eso, había un puñado de hombres que se entretenían con sus bebidas, solos o de dos en dos. La presencia más interesante era la de una estatua de Cupido de un metro de altura, supuestamente de bronce, situada sobre un pedestal en la esquina de enfrente de la que estaba el ánfora. El dios del amor tenía unas mejillas regordetas, una gran barriga y una siniestra expresión petrificada mientras apuntaba con su arco.

—¡Que los dioses nos guarden! —dijo Eliano entre dientes, con melancolía—. Sextio debe de haber andado a la caza de clientes para sus porquerías. El dueño ha de ser idiota para comprar eso.

—¡Un tema de conversación bastante feroz! —observó Justino. En lugar de una flecha, algún bromista de la obra le había proporcionado al desnudo Eros un largo clavo de hierro para su arco. Tomé nota de auditoria de que los clavos desaparecían de las reservas del palacio—. No le deis la espalda a este pequeño tipo.

—Estás a salvo —le aseguró su hermano—. Se supone que dispara unas inofensivas flechas sin punta, pero nunca pudimos hacer que funcionara.

—¿Para qué tener un dios del amor en el local si no hay faldas a la vista? —se quejó Lario. No se veía a ninguna mujer. Ni a Hispale, ni a Helena—. ¡Ni Virginia! —le dijo Lario a Justino con un gruñido.

—Te está evitando —fue la contestación, con un tono que sugería que Justino sabía que Lario ya había tenido algo de suerte con la chica.

Nos cansamos de esperar a que alguien nos recibiera y nos indicara nuestro asiento, así que nos colocamos en una mesa. No fue fácil, ya que todos los taburetes tenían alguna pata coja. Conseguí mantener firme el mío apretando una rodilla contra el borde de la mesa y apoyando la otra pierna. Un hombre con un delantal mugriento salió tambaleándose de una despensa trasera para servirnos. Eliano, con su seco acento aristocrático, pidió ver la lista de vinos. Era la clase de antro donde los clientes estaban inmersos en su propio sufrimiento y nadie notó ese peligroso abuso de la etiqueta. Incluso el camarero se limitó a decirle que no había ninguna. Allí era difícil provocar un silencio de asombro, ya no digamos hacer que la gente no entendiera una broma.

Tomamos lo que nos trajo. Todo el mundo tomaba lo que le traían. Lo nuestro venía en una jarra ennegrecida que parecía ser un detalle educado para con los visitantes romanos. Al resto les servían lo suyo en sus recipientes célticos, con una vieja jarra agrietada que se llevaban después de echarles un poco.

—¿Podrías ofrecernos algo de aperitivo? —preguntó Eliano. Daba gusto llevarlo de incógnito.

—¿Qué?

—¡Olvídalo! —ordené. Acababa de probar la bebida. No iba a arriesgarme con la comida. Todos mis compañeros tenían padres que me echarían la culpa si se morían de disentería.

Entraron sigilosamente unos cuantos cavadores de zanjas con aspecto de ser la primera vez que venían. Al cabo de un siglo se les unió un pequeño grupo de personajes más bulliciosos que estaban decididos a animar la fiesta. No lo consiguieron. Permanecimos todos sentados con tristeza, deseando habernos quedado en casa. Hubo un par de lámparas que se fueron apagando y se extinguieron. La mitad de los clientes parecían estar a punto de hacer lo mismo. Los cavadores de zanjas murmuraron entre ellos durante un rato, luego se pusieron de pie todos juntos y salieron con disimulo como hurones, al tiempo que nos dedicaban unas sonrisas a los demás, como si quisieran disculparse por dejarnos allí sufriendo.

Las cosas mejoraron de repente. Entró una chica. Lario y Justino se pusieron tensos pero fingieron no verla. Eliano y yo nos miramos y dijimos a coro: «¡Virginia!».

Ella nos oyó y se acercó. Con un rostro joven y perfecto y un cabello oscuro sumamente cuidado, echado hacia atrás y atado con una cinta, era lo bastante mayor como para estar sirviendo en una sucia taberna, pero lo suficientemente joven como para dar la impresión de que su madre no debiera dejarla salir por las noches. Llevaba un vestido sencillo prendido con alfileres de tal manera que parecía a punto de caérsele. No dejaba nada al descubierto; tenía menos para ofrecer de lo que insinuaba. La tentadora quinceañera había perfeccionado un gesto de ajustarse las mangas a los hombros como si le preocupara su estabilidad. Acertó. Nos hizo mirar.

—¿Stupenda va a bailar esta noche? —comprobó Justino.

—Por supuesto que sí —le aseguró Virginia alegremente. Señaló al tamborilero, que respondió acelerando levemente sus redobles.

—Parece que esto está bastante tranquilo —le dijo Eliano a la chica. Me di cuenta de que Lario no decía nada. Fingía ser un hombre que sabía algo seguro y no tenía ninguna necesidad de esforzarse. Vaya un impostor.

—Bueno, ya se animará. —La camarera estaba llena de displicente convicción. No me fiaba de ella.

Las ves por todo el imperio: niñitas con grandes sueños metidas en las tabernas. En raras ocasiones salía algo de ello, no necesariamente una gran equivocación. Helena diría que los jóvenes no reaccionaban tanto ante la belleza de la chica como ante su aura de andar a la espera de aventuras. Esto todavía era más trágico, si en realidad no iba a ninguna parte.

Sus sueños la convertían en una persona veleidosa. Lario ya era historia. Ella ya había pasado a otra cosa. Justino todavía no había tenido una oportunidad. Quizá Eliano suponía que, al ser un recién llegado, supondría un mayor atractivo, pero se equivocó. Sorbí mi bebida en silencio y dejé que los jóvenes se pelearan por ella. Virginia eligió a su favorito; me sonrió.

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