Se dio cuenta de quién era yo. Quizá se había detenido allí a propósito.
—¡Falco!
Helena se tambaleó peligrosamente en el borde del banco; yo no podía bajar de un salto y detener a la bailarina, tenía que agarrarme a Helena. Un romano no permite que la distinguida madre de sus hijos se caiga de cara al asqueroso suelo de una taberna. Probablemente Helena confió en ello; me retuvo con ella a propósito.
—Perela.
—Tengo un mensaje para tu hermana —dijo.
—¡No intentes nada! Seguir a mi hermana es un error, Perela…
—No busco a tu hermana.
—Te vi en su casa.
—Anácrites me mandó allí. Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Me envió a mí para disculparse.
—¡Disculparse!
—Una decisión estúpida —admitió—. Pero fue él, no yo. —Entonces, era él quien estaba muerto, pensé yo.
—¿Y qué estás haciendo aquí? —le pregunté en tono acusador.
—Me gano el pasaje para volver a casa. Ya conoces a los del departamento: son unos tacaños con los gastos.
—Todavía sigues a mi hermana.
—No daría ni dos alfileres de sujetar las mangas por tu maldita hermana…
Nos llegó una corriente de aire. El ruido se atenuó al tiempo que los hombres metían las narices en las tazas con avidez. El gentío que había ante la puerta que daba a la calle se movió para permitir la entrada a alguien. Era alguien cuya actitud siempre hacía que los hombres se echaran a un lado para dejarla pasar. Entró mi hermana.
Una mujer gritó.
Helena bajó de ese banco como un ciempiés que escapara de la punta de la pala. Se abrió paso a la fuerza a través de la muchedumbre y llegó a la encortinada antesala. Estaba oscura, pero vimos unas piernas que se agitaban. Un agujero inmundo en el que desvirgar a una imbécil.
Helena llegó primero a donde estaba la pareja. Se había escurrido entre los bebedores por allí donde mis hombros, más anchos, quedaban atascados. Mientras yo disuadía a aquellos a los que les había tirado la bebida, Helena Justina interrumpió a Blando cuando intentaba violar a Hispale, que gritaba. Vi que Helena arrancaba la cortina de cuero y oí que le chillaba. Yo la llamé. Fui consciente de que sus hermanos gritaban desde algún punto detrás de mí. Hubo otros hombres que se volvieron para contemplar la escena y todavía dificultaron más mis movimientos. Mientras yo seguía luchando, Helena agarró la inevitable ánfora que se utilizaba para insinuar una decoración elegante; la levantó, la balanceó y la estrelló encima de Blando.
Él era fuerte. Y entonces también estaba furioso. Se libró de Hispale y se echó encima de Helena. La agarró de los brazos. Yo estaba desesperado. A Helena Justina la habían educado para vestir de blanco, para tener pensamientos puros y para que no se encontrara con nada más excitante que un poco de poesía ligera que le fuera leída con excelente acento. Desde que llegó a mí, yo le había enseñado a tener sensatez en las calles y a golpear a los intrusos allí donde les dolía, pero ella no podía competir con Blando. Colérico, con sus planes frustrados públicamente y todavía excitado, fue a por ella. Helena peleó. Yo luché para llegar a ellos. Otra persona llegó allí antes que yo.
Perela.
—¡No permito ninguna violación en mis espectáculos! —le gritó a Blando—. Eso me da mala fama. —Me reí en silencio.
Estuvo de suerte. No lo acuchilló. En lugar de eso, lanzó una patada alta, describiendo un arco perfecto con un potente pie de bailarina, que fue directa a sus genitales. Cuando se dobló en dos, lo agarró, lo hizo girar con todo su peso y le enseñó cuánto se le podía torcer el cuello. Bajó sus fuertes manos e hizo algo horrible, otra vez en sus partes. Le golpeó los oídos, le tiró de la nariz y, por último, lo hizo salir disparado hacia el bar. Blando ya había sufrido bastante, pero aterrizó en un lugar justo al lado del mosaiquista, Filocles hijo. Eso sí que era mala suerte. Filocles había llegado esa noche a un punto en que estaba dispuesto a revivir viejas contiendas familiares…
—Por Juno, me estoy haciendo demasiado vieja para todo esto —dijo Perela jadeando.
—No tan vieja como tus casos —me burlé—. Marcelino era deshonesto, pero ya hacía tiempo que se sentía excluido. Hubo un tiempo en el que un emperador bien podría haberlo destituido sin armar revuelo. Habría ahorrado dinero y habría puesto freno a su corrupta influencia sobre el rey…, pero ése era otro mundo, Perela. Hay otros emperadores, con prioridades distintas. ¿Así que Anácrites todavía investiga correspondencia con diez años de desfase? ¡Eso no conduce a nada, Perela!
—Yo sólo hago lo que me ordenan. —Se la veía harta. A un agente especializado le debía de doler el hecho de que un payaso incompetente como Anácrites lo enviara a realizar misiones estúpidas.
Helena rescataba a nuestra niñera. Mientras Hispale sollozaba histéricamente, eché los brazos alrededor de Helena. Estaba demasiado atareada como para necesitarlo, pero yo no me había recuperado de verla en las garras de Blando.
Un brillo de seda se deslizó suavemente. Levanté la vista y vi que Perela había atravesado el bar pavoneándose. Se encontró cara a cara con Maya. Dijo algo. Como era lógico, Maya se mofó de ello.
Un violento bullicio indicó más problemas. Verovolco y su grupo de búsqueda habían conseguido llegar al Némesis. Perela me lanzó una rápida mirada. Instintivamente, sacudí la cabeza. Ella no necesitó una segunda advertencia. Salió por entre la multitud, que la dejó pasar con brusca cortesía; luego se volvieron a acercar unos a otros con excitación, con la esperanza de que volviera a bailar otro número. Verovolco había perdido su oportunidad. Cuando se quiso dar cuenta, Perela ya se había perdido de vista.
Mañana me pondría furioso al pensar que la había dejado escapar. ¡Mala suerte!
Maya se abrió camino hasta nosotros.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté.
—¿Dónde están mis hijas? —inquirió Helena.
—Están a salvo, por supuesto. Profundamente dormidas aquí, en unas camas en casa del procurador. —Maya se precipitó hacia Hispale—. ¿Lo consiguió? —le consultó a Helena.
—No del todo.
—Entonces deja de berrear. —Maya reprendió a Hispale. Pellizcó el vestido rojo que ésta llevaba—. Fue culpa tuya. Has sido una boba. Y lo que es peor, has sido una boba con mi mejor vestido, lo cual, créeme, vas a lamentar. Ya te lo puedes quitar. Te lo vas a quitar ahora mismo y te irás andando a casa sólo con la ropa de debajo de la túnica.
Las mujeres pueden ser así de vengativas.
Yo me mantuve al margen. Si el terror hacia Blando no educaba a Hispale, quizá la vergüenza lo hiciera.
En la estancia principal, los hombres se dieron cuenta de que Perela los había dejado. A continuación se armó un alboroto. Verovolco y algunos de los criados del rey habían encontrado a un hombre que reconocí como a Lupo. Lo estaban castigando por su enemistad con el deshonrado Mandúmero. Sus propios obreros, a los que les había vendido tan caros los trabajos, observaban en cínico silencio. Nadie se ofreció a ayudarle. Después de aporrearlo hasta dejarlo hecho papilla, Verovolco y los demás desaparecieron por la salida de atrás, y estaba claro que no buscaban los servicios. No volvieron, así que debieron de salir al galope. Otros de los que había en el bar decidieron dar rienda suelta a su frustración con cualquiera que estuviera a su alcance. Al verse privados del entretenimiento que les proporcionaba la bailarina, los distintos grupos de trabajadores de la obra optaron por darse una paliza unos a otros. Nosotros nos quedamos encogidos en nuestro rincón mientras los puños golpeaban los pómulos. Había hombres en el suelo; otros saltaban sobre sus espaldas a la vez que daban furiosos puñetazos. Algunos intentaban rescatar a los que habían tumbado; fueron atacados por los hombres a los que creían estar ayudando. Las jarras pasaban volando por toda la habitación. Tiraron la cerveza al suelo. Dieron la vuelta a las mesas.
El jaleo se extendió hasta la calle. Eso dejaba espacio para una lucha más compleja. Nos sentamos en silencio y esperamos a que pasara. Yo me encontraba fatal. Me sujeté la mejilla; la muela me dolía tanto en esos momentos que tenía que ocuparme de ella en las próximas horas o moriría de septicemia.
En el otro extremo del bar vi a los hermanos Camilo. Se habían desentendido de la pelea y estaban sentados con actitud distante en una mesa como si fueran deidades menores, masticando comida y haciendo comentarios. Eliano tenía la pierna extendida con rigidez. Justino levantó un plato y me ofreció compartir sus víveres; rehusé y le indiqué con gestos la agonía dental. Los Camilos habían estado hablando con un hombre que había en la mesa de al lado; Justino lo señaló con un dedo al tiempo que me mostraba sus propios colmillos. Habían encontrado al sacamuelas local. Ensordecido, abrumado por la confusión que había alrededor y atormentado por el dolor, lo único que yo quería era morir tranquilamente.
De pronto disminuyó el escándalo. Con la misma rapidez con la que habían estallado, todas las peleas se terminaron. Alguien debía de haber traído noticias de una buena cantante melódica en otra taberna. Al cabo de un minuto, el antro quedó vacío. El dueño se puso a recoger los cacharros rotos. Había unos cuantos rezagados con la cabeza metida debajo de las mesas y con mala cara, pero se hizo algo parecido a la paz. Mis mujeres se preparaban para llevarnos a casa. Vi que los Camilos negociaban los términos para una sesión odontológica a medianoche.
Entonces entró un grupo de viajeros, ajenos a la salvaje escena que se habían perdido, y echaron un vistazo a las amenidades.
—¡Puf! ¡Este no es un buen sitio! —exclamó una voz de niño. Sonó alegre. Llevaba con él un enorme perro lanudo sin amaestrar que estaba muy excitado.
—Tendrá que servir —dijo alguien más. Levanté la mirada.
Un extraño grupo irrumpió en el Némesis. Detrás del chico iba un hombre corpulento y callado, vestido todo de marrón, que examinó el lugar con una rápida mirada. Llevaba una pesada capa con una capucha puntiaguda y un faldón triangular en el cuello. Era un buen equipo de viaje, que seguía con unas sólidas botas y una cartera que llevaba colgada al pecho. Con él iban cuatro niños de varias edades, todos bien abrigados de forma similar, con calcetines de lana y buenas botas, y todos ellos con una bolsa. Tenían aspecto de ir limpios y de estar sanos, de que los cuidaban bien y de que probablemente disfrutaban de la vida. A los dos chicos les hacía falta un corte de pelo, pero las dos niñas llevaban unas pulcras coletas.
Una vez dentro, los chicos se apiñaron en torno a ese hombre al tiempo que los cuatro miraban a su alrededor, escudriñando el bar por si había algún indeseable, exactamente igual que había hecho él. Los tenía bien entrenados.
—¡Vaya! —Habían visto a Maya. Eso era un problema con el que ellos no contaban—. ¡Cuidado, tío Lucio!
Inmediatamente, Anco cruzó el bar a toda velocidad y se echó en brazos de su madre con un grito lastimero. Tenía ocho años pero siempre había sido un crío. Sensible, decía ella.
Maya tenía los ojos entrecerrados. Llevando a Anco con ella, avanzó hacia los demás y señaló a Petronio.
—Este hombre no es vuestro tío.
Los cuatro niños se la quedaron mirando fijamente.
—¡Ahora sí que lo es! —decidió Rea. La cruel, directa y sincera Rea. Con casi cinco años, decía lo que pensaba igual que una matriarca de nueve. Mi madre debió de empezar en la vida exactamente igual que Rea.
—Seamos realistas, Maya —dijo Petro, arrastrando las palabras—. Precisamente el hecho de que sean tuyos hace que los pobrecitos sean incontrolables. —Se agachó junto a los tres que todavía estaban a su lado—. Id con vuestra madre, rápido, o estamos muertos.
Mario, Cloelia y Rea fueron trotando hacia Maya obedientemente y levantaron la cara para que los besara. Maya se inclinó y los abrazó a todos. Volvió su furiosa mirada hacia Petronio pero él habló primero:
—Lo hice lo mejor que pude —le dijo con suavidad. Te los he traído sin ningún percance y tan rápido como me ha sido posible. Habríamos llegado antes, pero caímos todos enfermos de varicela justo al norte de…
—Cabilonio —facilitó Cloelia, que debía de ser la que llevaba sus notas de viaje—. Galia.
Maya no supo qué decir aunque, tratándose de mi hermana, no le duró mucho. Dominada por la ira, acusó a Petronio:
—¡Has traído a mis hijos a una taberna!
—Cálmate, madre —le aconsejó Mario (el autoritario niño de once años)—. Por lo menos hemos estado en cien. Vamos un poco cortos de dinero, así que nos las arreglamos. El tío Lucio nos ha enseñado a comportarnos. Nunca discutimos los precios, no amenazamos al dueño con un cuchillo y no destrozamos el lugar.
El sacamuelas tenía una actitud extraña. Supuse que estaba borracho.
Me había ido solo con él. Podría haberme librado de eso si los hijos de Maya no hubieran querido comer; todos insistieron en que fuera con urgencia. Habría preferido intercambiar novedades con Petro, pero él y yo acordamos, en clave, hablar en privado más tarde. Como el hombre de las muelas parecía dispuesto a tratar con un paciente, todos insistieron en que, mientras los niños se atiborraban en el Némesis, yo tenía que someterme al tratamiento odontológico. Me hice el valiente y no quise que me acompañaran. Ya es bastante malo gritar de dolor sin tener un amable público. Helena quería venir conmigo, pero yo sabía que mi suplicio la afectaría muchísimo. Podía sobrellevar el dolor, pero eso no.
Fuera del bar, la calle estaba extrañamente tranquila. Desde algún otro lugar de la ciudad se oían las escandalosas voces de los trabajadores de la obra que avanzaban por el lugar, pero allí, en la puerta Caleva todo estaba en silencio. El aire fresco me calmó el mal humor. La lluvia caía en finas ráfagas. No podía tratarse de otro lugar más que de Britania.
Entramos en la guarida del hombre de los molares. Tenía unas anchas puertas que apenas abrió unos centímetros, como si tuviera miedo de que dejara entrar conmigo a algún atracador. Dentro encendió una lámpara, aunque su reducida llama apenas llegaba a ningún sitio. Fui a tientas hasta el asiento donde él operaría. Tuve que echar la cabeza hacia atrás y apoyarla en un bloque de algo frío y duro.
—He oído que acabas de abrir hace poco.
—Así es.
—¿Compraste este lugar? ¿Había otro negocio aquí?
—Creo que sí.
Me pregunté cuál.