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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (45 page)

BOOK: Un cadáver en los baños
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El ruido y el humo eran localizados, pero con el paso del rato había llegado ayuda. No toda era bien recibida; en esos momentos podía oír a los perros en la distancia. De todos modos, estaban encerrados fuera, ¿no?

No por mucho tiempo. De pronto, alguien intentó echar la puerta abajo… con un enorme ariete con ruedas, al parecer. Era un sonido que había oído por última vez en un campo de entrenamiento del ejército. Llegaban unos fuertes estrépitos a intervalos regulares, acompañados de vítores. Incluso desde el interior de mi escondite supe que las puertas se habían debilitado y estaban a punto de ceder. Esperé tanto como me atreví. Al tiempo que las puertas del complejo se venían abajo con estrépito hacia el interior, abiertas a la fuerza por una carreta de dos ruedas, salí correteando de la caseta antes de que los perros guardianes volvieran a casa.

—¡Falco!

Dioses benditos: Quinto, Aulo y Lario. Tres conductores de arietes inapropiadamente bien vestidos y tocados. Mi primera esperanza fue que estuvieran armados. No. Debían de haber venido corriendo directamente sin parar a equiparse. Si lo que esperaban era agarrarme e irnos, los hombres allí congregados que querían acabar conmigo frustraron sus planes. Esos renegados se abalanzaron sobre nosotros, gritando.

Empezamos a pegar puñetazos a cualquiera que tuviera el pelo rojizo e hirsuto. El humo nos asfixiaba. Éramos demasiado pocos. Si intentábamos hacer una pausa, nos masacrarían. Así que, al tiempo que peleábamos y los muchachos hacían uso de los leños, pateábamos la madera que ardía o tratábamos de sofocar las llamas. Al final, un gran tronco de roble prendió; Lario y yo tratamos de soltarlo. Una espesa nube de humo llenaba el complejo. Sirvió para dar la impresión de que había más gente de los que éramos en realidad. Nos concentramos en dar patadas al estilo tradicional romano.

Tres de nosotros teníamos entrenamiento militar. Yo era un ex soldado de infantería. Los dos Camilos habían servido en el ejército como oficiales. Hasta Lario, que rechazó la milicia a favor del arte, había crecido en el barrio más duro de todo el imperio; sabía hacer unos malvados trucos con los pies y los puños. El trabajo en equipo y las agallas enseguida demostraron nuestro calibre. De alguna manera echamos del almacén a nuestros adversarios. Luego bloqueamos la puerta con la carreta en la que los muchachos habían traído un gran tronco como improvisado ariete. Debían de haber desenganchado a la bestia de la carga y haberse unido como mulas humanas para llevar el carro hasta la puerta. Sacado directamente del manual de entrenamiento. Pero, sin nada en las varas, no podían utilizar la carreta para marcharse. Estábamos atrapados allí.

Lario acarreaba trozos de mármol roto para calzar las ruedas del carro, de modo que nadie pudiera llevarse por delante nuestro bloqueo.

—¡Un ariete! —me maravillé.

—Estamos bien organizados —alardeó Eliano haciéndose el gallito.

—Aunque ninguna espada… No creí que supierais que me había ido.

—Oímos que lo decías.

—¡No respondisteis! Teneros a vosotros en casa es como tener tres esposas de más…

Como éramos cuatro, podíamos tomar un lado del complejo cada uno. Justino iba sacudiéndoles a las cabezas tal y como se iban asomando por encima de la cerca.

—Si yo estuviera fuera —gritó—, mi prioridad sería atacar las puertas.

Le di un golpe a un hombre que atisbo desde arriba.

—Entonces, me alegro de que estés aquí con nosotros. No quiero unos atacantes que utilicen estrategia.

La madera verde se había secado lo suficiente como para arder, así que tuvimos que dedicar más tiempo a apagar las chispas a golpes para no asarnos. El calor proveniente del tronco en llamas que habíamos soltado nos estaba haciendo la vida imposible. En vez de esperar a liquidarnos a sus anchas una vez que el humo aumentó, nuestros atacantes tuvieron la brillante idea de prenderle fuego a uno de los paneles de la cerca. Ardió enseguida. Una columna de humo se alzó hacia el cielo; debía de verse a varios kilómetros de distancia. Oímos nuevas voces y luego los perros aullaron otra vez. Los gritos que provenían del exterior anunciaban una nueva fase en la lucha. Les hice señas a los muchachos, nos subimos como pudimos a la carreta y saltamos fuera del almacén.

Nos encontramos con el caos: una pelea a puñetazos por todo el camino. Divisé a Cayo que andaba por ahí montado en un pony detrás de una niña pequeña: Ala, la hija de Cipriano. Quizá fue Cayo el que había ido a buscar ayuda. De todos modos, en esos momentos montaba en círculos al tiempo que soltaba gritos de guerra. Los que llevaban a los perros patrullaban por la refriega, incapaces de decidir dónde o cuándo desatar su carga. Los hombres que me habían tendido la emboscada vestían también con botas de la obra y túnicas de obrero pero, por lo general, eran rubios o pelirrojos y partidarios de llevar largos bigotes, mientras que los del nuevo grupo tenían el pelo oscuro, la tez morena y la barbilla sin afeitar. No llegaron muchos de estos últimos, ya que la mayoría de los obreros habían salido temprano hacia la
canabae
, pero creyeron ser el apoyo romano contra los bárbaros britanos. El grupo de rescate eran los hombres de Lupo, que combatían a aquellos que habían trabajado con Mandúmero. Todos sabían pelear y estaban ansiosos por demostrarlo. Ambos bandos estaban saldando cuentas pendientes de una forma brutal.

Nos unimos a ellos. Parecía lo más correcto.

Estábamos concentrados en ello, corno borracho en un festival, cuando oímos más gritos que sonaban por encima del tumulto. Avanzando lentamente en medio de chirridos, llegó una fila de vehículos pesados, de la cual bajaron de un salto Magno y Cipriano, estupefactos. Los carros habían regresado de la villa de Marcelino.

Eso acabó con toda la exaltación. Los britanos que todavía podían tambalearse se largaron avergonzados. Algunos de los que quedaban y unos cuantos del grupo de extranjeros se resentían, aunque sólo parecía haber dos bajas: el hombre al que destripé primero y el otro al que acuchillé en las piernas; en esos instantes se desangraba a punto de morir en brazos de dos colegas. Los que venían conmigo estaban todos magullados y la herida de la pierna de Eliano debía de haberse vuelto a abrir, añadiendo color a sus vendajes. Mientras Cipriano se subía por las paredes al ver los daños que el fuego había causado en el almacén y luego bramaba aún más al darse cuenta de lo que les había ocurrido a algunas de las valiosas existencias del interior, yo recobré el aliento y después expliqué cómo nos habían atacado a Cayo y a mí. Magno pareció comprensivo, pero Cipriano empezó a dar patadas airadas a un derribado panel de la cerca que seguía ardiendo. Estaba furioso, no tanto porque entonces tuviera que almacenar el material de Marcelino, sino porque no tenía ningún lugar seguro donde guardarlo.

Les hice un gesto con la cabeza a los muchachos. Nos despedimos con educación. Los cuatro nos alejamos despacio, quizás un poco rígidos, de vuelta a mis habitaciones del palacio del rey.

Entonces, mientras nos acercábamos a la vieja casa, vi que un hombre, al que reconocí, subía al andamio trepando por una escalera: Mandúmero.

No había más remedio: mi esposa, hermana, hijas y personal femenino estaban dentro de ese edificio. De todas formas, ya estaba bien preparado para la acción. Llegué corriendo hasta el edificio, agarré la escalera de madera y me lancé tras él. Helena habría dicho que era típico: una aventura no era suficiente.

—Entrad y peinaos, chicos. Pronto estaré con vosotros —dije gritando.

—¡Loco cabrón! —Eso sonó como si hubiera salido de boca de Lario.

—¿No tiene vértigo? —preguntó uno de los Camilos.

—¡Si se impresiona al subirse a una silla para matar una mosca! —A ese granuja ya lo pillaría después.

Había una plataforma de trabajo a la altura del primer piso y otra más arriba, al nivel del tejado. Me sentí perfectamente seguro al trepar a lo alto de la primera… Después, sumamente inseguro.

—¡Ha subido arriba del todo, Falco! —Eliano, con muy buen criterio, descansó la pierna quedándose a cierta distancia, desde donde pudiera seguir los acontecimientos y gritar consejos. Yo no soportaba que me vigilaran pero, si me caía, me gustaba pensar que alguien podía hacer un lúcido informe sobre la muerte. Bueno, al menos mejor que el de Vala: «¿Qué le ocurrió? Era techador. ¿Qué crees que pasó? ¡Se cayó de un tejado!».

Con el traqueteo, el polvo cayó a través de los tablones que había por encima de mi cabeza y me llovió en los ojos. Llegué a la segunda escalera. Mandúmero sabía que iba tras él. Lo oí gruñir entre dientes. Yo tenía mi espada. Como practicaba poco la esgrima y me encontraba a seis metros por encima del suelo, metí el arma en su vaina. Quería tener las dos manos libres para seguir trepando.

Entonces lo vi. Se rió de mí y acto seguido corrió un poco hacia delante y desapareció al doblar la esquina del edificio. Los tablones parecían demasiado endebles bajo mis pies, con espacios sueltos y tablas viejas abiertas. Había una especie de barandilla de seguridad, si es que se la puede llamar así, que consistía simplemente en unos cuantos travesaños mal atados que se partirían bajo la más leve presión. Habían apuntalado todo el andamio de manera insuficiente. Al caminar, notaba cómo se arqueaba ligeramente. Mis pasos resonaban. Los pedazos de mortero que se habían quedado sin barrer en la plataforma hacían que el avance fuera peligroso. A ciertos intervalos me encontraba con obstáculos que sobresalían y me obligaban a apartarme de la aparente seguridad de la pared de la casa. Como iba con la mirada fija hacia delante, choqué contra un viejo cubo lleno de cemento incrustado; salió disparado y se estrelló abajo. Alguien dio un grito de irritación. Probablemente fuera Eliano. Debía de estar siguiendo mis pasos desde el suelo.

Doblé la esquina; las repentinas vistas al mar me distrajeron. Una ráfaga de viento me golpeó de una manera que me dio miedo. Me agarré a la barandilla. Mandúmero estaba en cuclillas, esperando. Con una mano empuñaba el mango de una piqueta. Había clavado un clavo en el extremo. No un clavo viejo, sino una cosa enorme como esas asombrosas piezas de veintitrés centímetros que se utilizaban para construir las torres de entrada en las fortalezas. Podía atravesarme completamente el cráneo y por el otro lado aún quedaría una punta lo bastante larga como para colgar de ella una capa. Y un sombrero.

Hizo un amago de ataque. Yo tenía mi cuchillo. No era mucho consuelo. Entró a fondo. Me balanceé, pero estaba fuera de mi alcance. Apuñalé el aire. Él se rió de nuevo. Era un animal grandote, blanco y de vientre hinchado, que sufría de conjuntivitis y tenía la piel agrietada a causa del eczema. Sus cicatrices me decían que no me metiera con él.

Venía hacia mí. Ocupaba todo el ancho de la plataforma. Con el mango de la piqueta que iba agitando por delante, yo no tenía manera de aproximarme a él aunque me hubiera atrevido a acercarme. Arremetió contra mí; la punta del clavo dio en la casa, produjo un sonido chirriante al rozar la mampostería y dejó un profundo arañazo blanco al abrir una brecha en los bloques de piedra caliza. Lo agarré del brazo, pero se liberó con una sacudida y, ferozmente, fue a pincharme de nuevo. Me di la vuelta para salir corriendo, me resbaló un pie sobre los tablones, mi mano trató de agarrarse de nuevo a la barandilla… y ésta cedió.

Alguien había subido detrás de mí. De un empujón me puso a salvo contra la pared. Me quedé sin respiración. Mientras trataba de recuperar el equilibrio, alguien me pasó por delante, ligero como un trapecista. Lario. Tenía una pala y una expresión en el rostro que decía que iba a usarla.

Justino debió de correr a nivel del suelo y subir por otra escalera. En esos momentos lo divisé también a nuestra altura, acercándose estrepitosamente hacia nosotros desde el lado más alejado del andamio. Venía con las manos vacías, pero llegó a toda velocidad. Agarró a Mandúmero por detrás y lo apretó con fuerza. Entonces Lario, aprovechando la sorpresa, golpeó el hombro de ese bruto con la pala y le hizo soltar la madera con el clavo. Yo salté sobre él y le puse el cuchillo en la tráquea.

Se nos quitó de encima. ¡Dioses benditos!

Ya estaba de nuevo en pie y entonces optó por subir corriendo por encima de las tejas. Inclinado, escaló el tejado del palacio. Las tejas empezaron a resentirse. Marcelino debía de haber proporcionado para el tejado los listones de inferior calidad. (No era ninguna sorpresa; seguramente destinó lo mejor a su propia villa). Aunque trepaba ladeado y se alejaba de nosotros, el grado de inclinación del tejado iba en su contra. Llegó a mitad de camino y luego perdió impulso. Como no tenía donde agarrarse, empezó a ir más lento. Entonces le patinaron los pies.

—¡No eres un techador…, no Llevas las botas apropiadas! —exclamó Lario con una carcajada. Se acercó a interceptar a Mandúmero.

—¡Ten cuidado! —le grité. Su madre me mataría si él se mataba por allí arriba.

Justino y yo pasamos con cautela por el tramo donde faltaba la barandilla de seguridad y fuimos detrás de Lario. El britano se deslizó lentamente por la pendiente del techo, en línea recta hacia nosotros tres. Lo capturamos hábilmente. Pareció que abandonaba. Lo llevábamos de vuelta a la escalera cuando se soltó de nuevo. En esa ocasión consiguió agarrar con sus grandes manos el gigantesco gancho que había en la cuerda de la polea.

—¡No, ese viejo truco no! —se burló Lario—. ¡Agachaos!

Esa malvada garra, hecha de metal pesado, se acercó describiendo un círculo a toda velocidad a la altura de la cara. Justino dio un salto hacia atrás. Yo me agaché. Lario se limitó a agarrar la cuerda, justo por encima del gancho, cuando iba a alcanzarlo. Cuatro años jugueteando por las villas de Neápolis lo habían convertido en un intrépido. Salió hacia delante y se balanceó. Estiró los pies y golpeó a Mandúmero en la garganta.

—¡Lario! ¡No eres nada amable!

Mientras yo contribuía con ese refinado comentario, Justino pasó por mi lado a toda prisa. Ayudó a mi sobrino a sujetar de nuevo a ese hombre. Lo agarraron del cuello y Mandúmero cedió por segunda vez.

Entonces teníamos un problema. Convencer a un reacio cautivo para que bajara por una escalera no era ninguna broma.

—Puedes bajar por las buenas o te tiramos abajo.

Fue un comienzo. Simulamos que lo decíamos en serio mientras que a Mandúmero parecía no importarle un carajo. Dejé caer mi espada para que Eliano la cogiera y pudiera montar guardia abajo. Lario bajó por el andamio como un gimnasta y luego saltó los últimos dos metros. El britano llegó al nivel del suelo. La escalera debía de estar sólo apoyada contra el andamio (si no, él soltó las sujeciones al bajar). Entonces agarró esa pesada cosa y la levantó de su posición. Yo estaba a punto de seguirle, por lo que tuve que dar un salto para ponerme a salvo. Golpeó a Eliano y a Lario con la escalera y a mí me dejó colgando de uno de los postes del andamiaje. Acto seguido, tiró la escalera y se fue.

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