Un cadáver en los baños (47 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Un cadáver en los baños
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—¿Quién es tu amigo? —le preguntó a Justino.

Él no era tan tonto como para mostrarse decepcionado.

—No es más que un viejales de la familia; lo hemos traído para darle un gusto.

—Hola —dijo ella. Yo esbocé una leve sonrisa, como si me incomodara que las camareras trataran de ligar conmigo. Tenía los seis ojos de los muchachos clavados en mí con hostilidad, pero ya tenía edad suficiente y un historial lo bastante malo como para poder soportarlo. El palique de Virginia era elemental—: ¿Cómo te llamas?

Dejé mi taza en la mesa y me puse en pie. Si lo que ella quería era un desafío maduro, podía darle algunas sorpresas.

—Vayamos a un lugar más íntimo y te lo diré, cariño.

En esos momentos la puerta se abrió con un estrépito.

Nos bañó un torrente de luz proveniente de unas antorchas humeantes. Verovolco y los criados del rey entraron en avalancha con un aluvión de brazos desnudos, amuletos de pieles y pantalones de colores vivos. Proferían gritos en varias lenguas, empujando a un lado las mesas y dando codazos a los clientes para apartarlos de su camino, mientras registraban el lugar como si fueran los salvajes mirmidones de la mala poesía épica.

Eran duros, aunque ni una cuarta parte de lo que lo eran los vigiles de Roma. Cuando los hombres de Petro ponían un bar patas arriba, todo quedaba destrozado. Eso en un día en que los túnicas rojas se lo tomaran con calma. En las demás ocasiones, tenías suerte si luego podías adivinar que eso alguna vez había sido una bodega. Esos amigos del rey tenían unos rostros afables, aparte de unas cuantas narizotas torcidas, cortes en los ojos y dientes perdidos. Su idea de asaltar la
canabae
era bastante suave. Todos tenían aspecto de saber blasfemar, pero les daría demasiada vergüenza hacerlo delante de sus madres. Puse a Virginia entre nosotros para protegerla, no fuera que magullaran sin querer a esa dulce cosita, y luego esperamos pacientemente a que amainara el barullo.

Se cansaron de jugar a los matones antes incluso de lo que yo pensaba. Sólo Verovolco mantuvo una actitud alarmante. Cuando optó por dejar de hacer el payaso y volverse desagradable, consiguió hacerlo con estilo.

—¡Tú! —Se detuvo justo delante de mí. Dejé que me fulminara con la mirada—. He oído que dices que maté a alguien. —El rey debía de habérselo dicho.

—Será mejor que no digas nada, Verovolco.

Los britanos esperaban con paciencia a su furioso líder. Esperé que siguieran igual de calmados. Eran demasiados para enfrentarnos a ellos, y si luchábamos contra los hombres del rey, estábamos acabados.

—¡Tal vez te mate a ti, Falco! —Quedó claro lo mucho que deseaba hacerlo. No me asustó, pero noté que se me secaba la boca. Las amenazas de los idiotas tienen las mismas posibilidades de salir mal que las de los matones.

Bajé la voz:

—¿Admites haber asesinado a Pomponio?

—Yo no admito nada —se burló Verovolco—. ¡Y tú no puedes probar nada!

Conservé la calma.

—Eso es porque no lo he intentado. Oblígame y estarás acabado. Date por vencido. Podrían haberte expulsado directamente del imperio. Da gracias que nadie lo exija. Debes de tener primos en la Galia con los que poderte quedar unos cuantos años. Recuérdate a ti mismo esa alternativa y aprende a vivir con la misma tolerancia que Roma te demuestra. —Estaba furioso, pero no dejé que se desbordara—. Podías haber puesto en peligro todo lo que posee el rey… y tú lo sabes.

Sí, lo sabía. Me imaginé que el rey ya había expresado su opinión. Verovolco se dio la vuelta con un gruñido y se fue hacia la puerta a grandes zancadas. Como gesto de desprecio, tiró el Cupido de la mesa lateral que le hacía de peana. Quedó tendido en el suelo con su flecha de hierro todavía rígida en su sitio. Todos los britanos pasaron por encima de él educadamente al salir. Quizá pensaron que igual les mordía los tobillos.

Algo parecido a la tranquilidad regresó a la taberna. Los clientes se volvieron a sentar en el mismo lugar que antes y recuperaron sus bebidas. Algunos tenían un ligero aire de tristeza, como si hubieran tenido la esperanza de que se les derramaran durante el alboroto.

Me volví hacia la chica. Entonces ya no estaba de humor para tontear. Empezó a sonreír pero yo interrumpí el cumplido:

—Ya lo dijo el hombre enojado, cariño. Mi nombre es Falco. Marco Didio Falco.

Sus ojos azules estudiaban mi nuevo humor. No era la primera vez que oía el nombre. Igual que otros antes que ella, estaba indecisa sobre si eso era bueno o malo.

—Eres el hombre de Roma.

Lario soltó una leve carcajada:

—Todos nosotros somos hombres de Roma, Virginia.

Ya aprendería ése.

A Virginia le dije con severidad:

—Así que dime otra vez, ¿a qué hora empieza el espectáculo? —endurecí mi tono—, o mejor dicho, ¿empezará?

Supo a qué me refería.

—No va a venir —admitió Virginia—. Esta noche baila en otro sitio.

Mi sobrino y los Camilos estaban indignados.

—Tú dijiste… —empezó a decir Justino.

Yo le pegué un puñetazo en el hombro, en broma.

—Vamos, no seas infantil, Quinto. Lo que tienen las camareras hermosas es que te mienten.

—¿Y entonces por qué a ti te ha dicho la verdad? —preguntó con furia.

—Fácil. Todos somos hombres de Roma, pero Virginia sabe que el importante soy yo.

LVI

Estábamos todos de pie para ir a la caza de Perela.

Justino ya estaba en la puerta. Al encontrarse con la estatua caída en su camino, Lario y Eliano la levantaron con cuidado entre los dos y la volvieron a colocar sobre su mesa. Eliano, en broma, alineó el arco de manera que me apuntaba a mí.

Estaba a punto de salir con los muchachos, pero me volví.

—¿Quién es el propietario de esa mofletuda obra de arte de sobremesa? —le pregunté a Virginia.

—En estos momentos, el constructor. —Estaba claro que no valoraba a ese querubín sin equilibrio. Las nalgas que se le asomaban y su mirada lasciva se desperdiciaban con esa sofisticada chica—. Nos lo dio como parte del plan de decoración para las nuevas habitaciones del piso de arriba.

—Apropiado —confieso que lo dije con sorna. Las estancias del piso superior en lugares donde venden bebidas tienen un único propósito, todo el mundo sabe. Miré a la chica—. ¿Trabajarás allí tú misma?

Era demasiado joven para que la insultaran de una manera tan miserable, pero quizás eso le hiciera pensar. Seguro que el propietario de la cantina estaba pensando en un cambio en su carrera profesional. La sofisticación había llegado a Britania; la enfermedad y la moralidad decadente habían aparecido.

—¡Por supuesto que no! —Su indignación pareció auténtica. El propietario del bar todavía no le había contado sus intenciones.

—Bueno, te será difícil gritar que eres inocente una vez se hayan construido esos peldaños. Las escaleras de las tabernas conducen a habitaciones privadas, y los clientes creen que los cuartos que hay encima de los bares sólo sirven para una cosa. En Roma, las camareras son prostitutas nombradas oficialmente. Es una de las profesiones infames.

—¡Eso es difamación! —dijo Virginia bruscamente. Los tutores legales también habían estado allí. Era curioso lo rápido que las gentes bárbaras aprendían a utilizar los tribunales de la basílica como amenaza—. Soy una mujer respetable…

Miré a Lario y me reí.

—No. Has dormido con mi sobrino, querida. Está casado. Bueno, yo también estoy casado. Estamos todos casados, excepto el altanero.

El Cupido se volvió a caer.

—¡Métele un palo debajo! —dijo Eliano refunfuñando. Lario rompió una astilla del borde de una mesa y se puso a seguir sus instrucciones. Eliano estaba juguetón—. Ya vuelve a hacer de las suyas. Tienes que nivelarla del todo o esa maldita cosa se levantará de nuevo…

—¿No es el mejor invento de Hero de Alejandría? —me burlé. El Cupido era inestable por ser demasiado pesado en su parte superior.

—Puramente Sextio —gruñó Eliano a la vez que le daba un repentino puñetazo en el estómago. Reaccionó con un enojado sonido metálico.

Retrasarnos para hacer crítica de arte sirvió de algo, De una de las habitaciones laterales salió un hombre que quería volver a llenar una taza vacía. Vio que Lario intentaba ponerle una cuña a la estatua para que se quedara derecha y enseguida trató de vendérsela.

—Un buen pedazo de bronce…, tócalo; auténtico, sin lugar a dudas. Mira qué bonita pátina, se tardan años para conseguirla, ¿sabes?

Lario retrocedió alarmado. Ya había visto a bastantes vendedores espabilados como para saber que su monedero estaba en peligro. Eliano puso mala cara y metió la mesa del Cupido en una esquina de la habitación, donde de alguna manera apoyó la bestia de bronce contra la pared en una inestable posición vertical. Justino todavía sujetaba abierta la puerta de la calle con impaciencia, esperándonos a los demás.

—¡En nombre de los dioses, Marco…, tenemos que irnos!

Pero yo miraba al recién llegado.

Tenía que ser el contratista del edificio. Tendría unos cuarenta o cincuenta años; había perdido la mayor parte de su pelo. Sus modales eran lo bastante urbanos como para ser de fuera de Britania. Al igual que todos los constructores, vestía con una túnica astrosa demasiado grande, con el cuerpo arrugado, las mangas holgadas y el cuello ancho. Viven dentro de viejas prendas a las que no dañan ni el polvo ni el trabajo duro, a pesar del hecho de que ellos nunca levantan ni un dedo en una contrata. La túnica se fruncía de forma descuidada sobre un rayado cinturón. Sólo las botas que llevaba valían un poco la pena, y eso que también estaban remendadas.

Le hacían falta un afeitado y un corte de pelo. Era uno de esos hombres que tienen aspecto de no haberse establecido nunca en un lugar pero que llevan un enorme anillo de boda. Probablemente una esposa se lo había puesto en el dedo, pero si después se había quedado con él o no, eso va era otro asunto. Tenía un buen físico, al menos alrededor del estómago; quizá fuera una persona próspera. Tenía un aire cordial.

Se dio cuenta de que lo miraba fijamente.

—¿Te conozco, legado?

—No nos hemos visto nunca. —Aunque yo sabía muchas cosas sobre él. Crucé la habitación con la mano extendida. Él me la estrechó con una agradable sonrisa. Tenía un firme apretón. No tan firme como el mío.

—¡Falco! —insistió Justino desde la entrada. Al oír mi nombre, noté que el constructor aflojaba la mano. Intentaba retroceder. Yo seguí agarrándolo con fuerza.

—Ése soy yo —reconocí sonriendo—. Falco. Y tú debes de ser Lóbulo.

Lóbulo me devolvió una mueca forzada. Dejé de sonreír.

—Eres el tío de Alexas, el enfermero de la obra del palacio, ¿verdad? Me ha hablado de ti. —No me importa mentir.

La gente ya me cuenta bastantes falsedades; tengo derecho a desquitarme. Y Alexas era uno de los que me habían engañado—. ¿Así que trabajas aquí en la Trucha Arco Iris y empiezas la puesta al día de la casa de baños del gran rey? —Lóbulo asintió con un movimiento de la cabeza, inquieto aún por mi encarnizado apretón de manos—. Vas de un lado a otro —comenté—. Lo último que oí decir es que estabas terminando una larga contrata en la colina del Janículo, en Roma… ¿Utilizas a menudo un nombre falso o es que Gloco sólo es un sobrenombre que dejas en casa cuando te largas como un fugitivo?

Eliano se alejó de la mesa lateral para así poder acercarse a ayudarme. Empujamos al constructor para que se sentara en un taburete.

—Didio Falco —expliqué con detalle—. Hijo de Didio Favonio. También conoces a mi querido padre como Gémino. Puede que sea un bribón, pero hasta él cree que das asco, Gloco. Helena Justina, que te contrató para nuestros baños, es mi esposa.

—Una mujer muy agradable —me aseguró Gloco. Eso estuvo bien. Sabía que en varias ocasiones Helena la había emprendido con él con su mejor estilo. Con razón.

—Estará encantada de que te acuerdes de ella. Es una lástima que no esté aquí; sé que todavía tiene algo que decirte. Camilo Eliano, que es ése de ahí, tuvo el placer de conocer a tu esposa en Roma. Por lo que él dice, tiene muchas ganas de que vuelvas a casa. Hay muchas cosas que discutir.

Gloco se lo tomó con alegría.

—¿Y dónde está tu socio esta noche, Gloco? ¿Qué posibilidades hay de que nos encontremos con el infame Cota?

—Hace meses que no lo veo, Falco.

—Alexas es tu sobrino, pero yo creía que era Cota el que tenía parientes médicos.

—Sí que los tiene. Estamos todos emparentados. Cota es familiar mío.

—¿Y dónde está?

—Nos separamos en la Galia.

—Querría saber —gruñí— en qué ciudad, en qué distrito… ¡y cuál era la casa de baños que estabais destrozando cuando te lo cargaste!

—¡Estás totalmente equivocado, Falco! Cota no está muerto.

—Espero que no. Me molestaría mucho que me privaras del placer de matarlo. ¿Adónde se fue?

—No tengo ni idea.

—¿Volvió a Roma?

—Podría ser.

—Iba a venir a Britania contigo.

—Puede que sí.

—¿Por qué os separasteis? ¿No os habréis peleado?

—¡Oh no!, nosotros no.

—Claro que no… ¡sois familia! ¿No quieres saber —pregunté— por qué pensé que podrías haberlo matado?

Gloco ya lo sabía.

Se lo dije de todas formas:

—Encontramos a Estéfano.

—¿Quién es ése?

Estaba sentado en un taburete con los pies metidos debajo. Ataqué. Enganché mi pie derecho por debajo de sus piernas y se las saqué de un golpe. Eliano lo agarró de los hombros para que no se cayera. Señalé los pies del constructor. Gloco llevaba unas botas gastadas pero bien cuidadas, con la suela de tachuelas. Tenían tres anchas correas por encima del empeine, unas tiras cruzadas alrededor del talón y un par más de anchas bandas que subían hasta el tobillo. Las correas eran negras; la que se había reparado era más estrecha, con unas apretadas puntadas de color marrón.

—Estéfano —anuncié con claridad— era el último propietario de estas botas. Estaba bien muerto cuando lo vi. Se dice que fue a trabajar enfadado porque pensaba que le timabais con el salario.

—Sí, ese día estaba un poco molesto… Pero yo no lo maté —insistió Gloco—. Fue Cota.

—¿Y qué dirá Cota? —se mofó Eliano. Se apoyó pesadamente en su hombro—. Supongo que: «¡Lo hizo Gloco!».

Gloco devolvió la mirada sin miedo de un hombre que ya ha tenido que enfrentarse antes a preguntas difíciles muchas, muchas veces. No nos iba a resultar fácil hacer que se viniera abajo. Se habían enfrentado a él demasiados dueños de casas furiosos, todos ellos decididos a que no les volvieran a dar largas. Demasiados clientes habían expresado su frustración a gritos cuando sus obreros no aparecían de nuevo, o cuando el moho crecía en las salidas de humos de las paredes, o cuando forraban la bañera después de meses de retraso… pero con el color equivocado.

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