Incluso era posible que hubiera tenido que hacer frente a un interrogatorio por parte de los vigiles.
Nada era nuevo para él. Respondió a todo de esa manera irritante, sin negar nada, jurándolo todo, pero sin llegar a nada bueno. Toda mi ira por la casa de baños volvió. Lo detestaba. Lo odiaba por las semanas de malos sentimientos que habíamos soportado, por haber tirado el dinero, por la decepción y el nerviosismo de Helena. Y todo eso antes incluso de recordar la escena en la que mi padre y yo nos pusimos a trabajar con las piquetas y desenterramos aquel horrible cadáver.
Le dije que lo arrestaba. Gloco sería juzgado. Iría a parar a las bestias de la arena. En Londinio había un anfiteatro; ¡por el Hades, si incluso allí mismo había una arena! Los leones y los tigres escaseaban, pero en Britania había lobos, toros y osos de Caledonia… Primero haría que me dijera dónde encontrar a Cota. Si para ello se requería tortura, yo personalmente prendería las astillas y apretaría las tuercas.
Tal vez exagerara un poco. De repente dio un salto. Justino y Lario le cortaban el camino de huida hacia la calle. Se dio la vuelta para llegar a ella corriendo por la salida de atrás. Le dio un empujón a Eliano. Éste chocó contra la mesa de la esquina. La estatua de Cupido golpeó la pared con un sonido metálico. La réplica fue enérgica. A Gloco lo hirió ese gran clavo de hierro, le atravesó la garganta.
Fue un accidente insólito. Lo mató. No al instante. Sufrió. No lo bastante, a mi parecer, aunque demasiado para que los humanitarios lo encontraran soportable. Mandé salir a los muchachos. Yo me quedé.
No tenía sentido intentar preguntarle otra vez si fue él o Cota quien había matado a Estéfano. Aunque hubiera podido hablar, no me lo habría contado. Si hubiera dicho algo, yo nunca habría estado seguro de si podía creerle. Para terminar con el asunto, para trazar la necesaria línea en la arena, esperé allí hasta que exhaló el último suspiro.
De acuerdo. Dadas las circunstancias, suspiro no es la palabra adecuada. Todavía puedo oír a Gloco en el momento de su muerte. Lo menciono puramente para consolar a aquellos de vosotros que hayáis encontrado residuos sin tratar sosteniendo una tubería de desagüe en vuestro nuevo caldario, tres días después de que vuestros contratistas desaparecieran del lugar.
Estaba metido en un oscuro cuchitril donde la vida era brutal. La Trucha Arco Iris siguió abierta, sin importar quién se estuviera muriendo en su mugriento suelo. Lo que sí hicieron los clientes fue echarse a un lado para darme luz y aire mientras estaba agachado junto a Gloco. Hubo alguien que hasta me pasó una bebida durante la espantosa vela. Cuando Gloco murió, se limitaron a remolcar el cuerpo y sacarlo fuera por la salida de atrás.
Una vez muerto, ya no me sentí alegre. Al menos nos evitamos las formalidades. En Britania no oyes silbar a los vigiles ni te encuentras aguantando horas de preguntas que sugieren que eres culpable de algún delito. Dado lo que pensaba de Gloco, su final no me supuso demasiado cargo de conciencia. Fue adecuado. Es mejor no pensar que la flecha podría haber abatido a uno de nosotros y que también nos habrían dejado tirados en un estrecho callejón a merced de los perros salvajes. Pero esa sensación de que había un asunto sin terminar me paralizaba.
Cuando me disponía a marcharme, entró Timágenes, el jardinero paisajista, con Recto, el ingeniero. Debían de ser compañeros de borrachera habituales.
Impresionado, tal vez, les solté lo que había ocurrido. Recto puso mucho interés y decidió que regatearíamos con el dueño para hacernos con esa mierda de Cupido. Se le cayó el brazo mientras lo examinaba, pero Recto creyó que podría arreglarlo.
Ellos también me trajeron una bebida. Me fue bien para el dolor de muelas, que había vuelto a empezar.
—¿Qué estáis haciendo vosotros dos aquí? Si habéis venido a ver a la bailarina…
—Nosotros sí que no, —Recto hizo una mueca—. Vinimos aquí a propósito para evitar todo eso. —Unos tipos tranquilos, a los que el revolear de la belleza vetusta no les decía nada. Con todo, Recto era un hombre que se daba cuenta de las cosas. Sabía lo que estaba ocurriendo.
—Entonces, ¿dónde va a actuar?
—En el Némesis.
Daba la impresión de ser un lugar donde cualquier accidente sería planeado con todo cuidado por el destino.
Recto y Timágenes me dieron instrucciones. Empezaba a sentirme mareado y salí a deambular solo. Las noches de verano en el sur de Britania pueden ser bastante agradables (de acuerdo con sus parámetros). Si aquello hubiese sido un puerto, habría habido ruido y acción, pero Noviomago se hallaba un poco en el interior. En parte estaba rodeada por un río, nada importante, que no era suficiente para estimular la vida nocturna… ni cualquier otro tipo de vida que satisficiese a Roma. La ciudad sólo estaba urbanizada a medias, todavía tenía muchas parcelas vacías que flanqueaban las silenciosas calles. Allí donde había casas no había luces. Encontré el camino por pura suerte.
Ese nuevo antro acechaba junto a la puerta Caleva, que se encontraba en el extremo oeste de la ciudad. Era el camino de acceso desde el palacio que les quedaba más a mano a los trabajadores de la obra. Encontré el lugar gracias al tenue resplandor de las lámparas que brillaban en la entrada abierta y el fuerte murmullo de las voces de los hombres. Esa noche era el único sitio de Novio que daba verdaderos indicios de actividad. Estaba seguro que ése era el lugar; al lado había un local ensombrecido donde un gran letrero mostraba un diente humano. Cayo había mencionado al sacamuelas contiguo. Si el negocio hubiese estado abierto, habría entrado corriendo para exigir que ese destrozón de bocas aliviara mi dolor. Al igual que todo lo demás, aparte del bar, estaba cerrado durante la noche.
Al acercarme, vi a una mujer alta, con el cuerpo y la cabeza decentemente envueltos en una estola de matrona romana. Se detuvo por unos instantes en el exterior y luego se obligó a entrar con audacia. Para mí no era una mujer misteriosa: Helena. La llamé; no me oyó; salí corriendo detrás de ella.
Dentro, aquello era un pandemónium. Puede que Helena fuera resuelta, pero detestaba las multitudes ruidosas. Se quedó quieta, nerviosa. Me abrí camino a la fuerza y aparecí ante ella con mi mejor sonrisa.
—¡Mira que eres perversa! ¿Así es como pasas las tardes? Nunca te tuve por una frecuentadora de tabernas…
—¡Eres tú! ¡Gracias a los dioses! —Me gustan las mujeres agradecidas—. Marco, tenemos que encontrar a Hispale…
—Maya me lo contó. —Helena se tapó los oídos por el barullo. Yo no gasté saliva.
Parecía que no había ninguna posibilidad de conseguir una mesa; entonces, un grupo de excavadores italianos decidieron que iban a saltar y sacudir de lo lindo a algunos britanos. La dirección había organizado a un grupo de enormes galos para mantener el orden; por supuesto, ellos tenían ansias de jaleo, por lo que las tres pandillas salieron al exterior ordenadamente y se pelearon allí fuera. Impresionado, conduje a Helena hacia un espacio libre, adelantándonos a un grupo de simpáticos trogloditas hispanos. Trataron de charlar con mi chica por principio, pero se dieron por aludidos cuando le alcé la mano y señalé un anillo de plata que yo le había regalado.
—Mi hija —explicó Helena al tiempo que les transmitía con mímica aparatosa que tenía un bebé— se llama Layetana. Eso les dio lo mismo. No tenían ni idea de lo que estaba diciendo; eran del sur. Los béticos no dan ni un as por los tarraconenses. Que a mi hija le hubieran puesto ese nombre por una zona productora de vino cercana a Barcino, en el norte, no surtió ningún efecto. Pero Helena se había esforzado v nos hicieron compartir su jarra. Helena se dio cuenta de que yo tenía el rostro colorado. Le eché la culpa a la muela.
La bebida se vendía a un ritmo vertiginoso, aunque no había indicios de que fuera a haber baile. Me subí a un banco y eché un vistazo por encima de las cabezas; no reconocí a nadie.
—¿Dónde están Lario y mis hermanos?
—¿Quién sabe? Encontré a Gloco.
—¿Qué?
—¡Después!
—¿Cómo?
—Olvídalo.
—¿Que olvide el qué?
Había tantos hombres apiñados allí dentro que era difícil ver el aspecto que tenía el bar. Lo que sí sabía era cómo olía, y que tendríamos suerte si la grasa animal de las lámparas no prendía fuego a todo el tugurio. Si Noviomago Regnensis carecía de iluminación en las calles, no había ninguna posibilidad de que hubieran organizado una patrulla de bomberos. Antes, cuando yo era un tipo eficiente, sensato y lleno de energía, puede que hubiera recorrido las cocinas de la parte de atrás para localizar un pozo y unos cubos con antelación… No. Después de una muerte y varias copas, esa noche no.
Un plato con carne a la parrilla vino a parar a nuestra mesa. Estuvo un rato allí encima. No parecía ser de nadie, así que me puse al ataque. No me acordaba de la última vez que había comido.
La multitud bullía y se volvía a ordenar con nuevas configuraciones. Entre el gentío, divisé a los hermanos Camilo, aplastados y con la cara roja. Helena los saludó con la mano. Ellos iniciaron el largo proceso de avanzar lentamente hacia donde estábamos, pero desistieron. Les dije articulando para que me leyeran los labios: «¿Dónde está Lario?»; y ellos respondieron con señas: «¡Virginia!». Entonces, en algún lugar entre los bebedores, en el extremo más alejado de la habitación, se hizo la calma. La excitación se transmitió por todo el barullo y trajo el silencio. Al final, unos nuevos sonidos se hicieron audibles a través de ese silencio: la vibración de una pandereta agitada con infinita moderación y el murmullo todavía más débil del tambor. Alguien le gritó a la gente que había delante que se sentaran. Helena vio que unos hombres se subían a una mesa cerca de donde estábamos. Me lanzó una mirada. Al cabo de un minuto ya estábamos los dos de pie y, al siguiente, subidos en el estrecho banco.
Así nos quedamos, aferrados el uno al otro para mantener el equilibrio. Así fue cómo, en ese sucio y ruidoso tugurio de dudosa reputación, junto a una torre de entrada en una ciudad a medio construir, fuimos transportados a medio camino del Olimpo la noche en que vimos bailar a Perela.
Los mejores artistas ya no son jóvenes. Sólo los que tienen experiencia de la vida, de la alegría y del sufrimiento, pueden romperte el corazón. Tienen que saber qué es lo que prometen. Tienen que darse cuenta de lo que has perdido y de qué es lo que añoras. Cuánto necesitas que te consuelen, qué es lo que tu alma trata de esconder. Un actor maduro demuestra que, aunque las chicas se rían de las ingenuas, todavía no son nada. Una gran bailarina en la flor de la vida compendia toda la humanidad. Su poder sexual atrae aún mas porque, según el pensamiento popular, sólo las jóvenes con extremidades perfectas y hermosos rasgos son excitantes; demostrar esa tontería es algo emocionante tanto para los hombres como para las mujeres. No se ha perdido la esperanza.
Perela apenas dejaba ver nada de su físico. Su vestido parecía muy recatado. Su austero peinado hacía resaltar los huesos de su pálido rostro. No llevaba joyas, ni ajorcas de mal gusto en los tobillos, ni centelleantes discos metálicos cosidos en la ropa. Cuando entró en ese espantoso antro, su porte despreocupado casi ofendió al público. Era lo que mejor les sentaba. Su manera de andar, llena de naturalidad, como si flotara, no buscaba favores. Sólo el respeto con que la esperaban los músicos daba una pista. Ellos conocían su calidad. Ella les dejó que tocaran primero. Una flauta doble, con una melancolía inquietante; un tambor; una pandereta; una pequeña arpa en las rechonchas manos anilladas de un arpista inapropiadamente gordo. No había las típicas castañuelas. Ella no tocaba ningún instrumento.
No me atreví a considerar en qué momento de su pasado había empezado a coquetear con espías. Debían de haberse dirigido a ella por lo buena que era. Sería capaz de aventurarse a ir a cualquier sitio. No tenía ni miedo ni aires de grandeza; estaba bailando allí con tanta honradez como siempre debía de hacerlo. El único defecto para sus jefes de palacio podría ser que era tan buena que siempre llamaría la atención.
Empezó. Los músicos la observaron y le respondieron; sus movimientos se adecuaron perfectamente a las melodías que tocaban. Eso a ellos les encantó. Su placer avivó el entusiasmo. Al principio Perela bailó con tanta limitación de movimiento que parecía casi una burla. Después, cada uno de los delicados ángulos de sus brazos extendidos y de los leves giros de su cuello se convirtió en un gesto perfecto. Cuando de repente se puso a tamborilear frenéticamente con los pies y a girar y lanzarse como una flecha por los reducidos espacios disponibles, las exclamaciones se convirtieron en un acongojado silencio. Los hombres intentaban echarse atrás para dejarle sitio. Ella iba y venía por la zona despejada y halagaba a cada uno de los grupos con su momento de atención. La música se aceleró. Entonces quedó claro que en realidad Perela vestía de una manera seductora; vislumbramos unos pantalones cortos de cuero blanco y una banda para el pecho debajo de unos transparentes velos de seda de Coan. Lo que hacía con su ágil cuerpo era más vital que el cuerpo en sí. Lo que decía a través de su danza, y la autoridad con que lo expresaba, era lo más importante.
Se acercó. La multitud extasiada se separó para abrirle paso. Los sonrientes músicos se pusieron en pie suavemente y siguieron su avance por la habitación de manera que ni la perdían de vista ni la dejaban sola e insegura. Se le aflojó el pelo, cosa que sin duda formaba parte de la actuación, así que con un enérgico movimiento de la cabeza se lo soltó como un remolino. No se trataba de ninguna esbelta y taimada belleza de Nueva Cartago con un brillo alborotado de rizos tintados y aceitados, sino de una mujer madura. Podría ser abuela. Ella era consciente de su madurez y nos desafiaba a que nosotros también lo notáramos. Era la reina de la estancia porque había vivido más que la mayoría de nosotros. Si le crujían las articulaciones, nadie se enteraría. Y, a diferencia de las ordinarias ofertas que proporcionaban las artistas más jóvenes, Perela nos daba —porque no tenía nada más que ofrecer— la erótica, extática, ensalzadora e imaginativa gloria de la esperanza y la posibilidad.
Los músicos se esforzaron para alcanzar un agudo clímax, con sus instrumentos al límite. Perela giró hasta detenerse, agotada, justo delante de mí. Los aplausos estallaron por todas partes. El barullo fue aumentando; los hombres pedían febrilmente las bebidas que les ayudaran a olvidar que se habían sentido abrumados. Las sonrisas de felicitación rodeaban a la bailarina aunque, con respeto, la dejaron tranquila.