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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (56 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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Montcusí, atendiendo a sus intereses y viendo la situación complicada, intervino:

—Únicamente pretendía presentarse, señora, aunque entiendo que no es tiempo para enojosas disquisiciones. Cuando lo tengáis y queráis saber de las cualidades del señor Barbany, sabed que su introductor ante mí fue Eudald Llobet, a quien bien conocéis.

Al oír el nombre de su confesor, la expresión del rostro de Almodis varió un tanto.

—¿Conocéis a don Eudald?

—Fue compañero de mi padre antes de ser sacerdote y albacea de su testamento.

—En otra ocasión me explicaréis esta relación —dijo Almodis en tono más suave—. Os ruego que hoy os ciñáis al tema que nos ocupa.

Martí entendió el mensaje que le lanzaba la señora y se aplicó.

—Veréis, el caso ha sido que en uno de mis viajes tuve ocasión de entablar relaciones comerciales más allá de las escalas de Levante y me hice con un producto que, bien empleado, puede ser extraordinario y, si vos lo autorizáis, Barcelona será la primera ciudad del Mediterráneo que se haga con sus ventajas.

—¿Y cuáles son esas ventajas?

—Empapando unas hilas de lana en él, ésta arde durante mucho más tiempo y su luz es mucho más brillante que la de una candela o un hachón normales, y desde luego mucho más barata.

Montcusí intervino defendiendo sus intereses.

—Si se instalara en las esquinas de las calles y de los rabales, buscando los medios para ello, la ronda podría llevar a cabo su vigilancia en mejores condiciones y empleando menos gente, que tan necesarias son para otros menesteres.

—Todo lo cual redundaría en beneficio de las arcas municipales. —complementó Olderich.

—¿Cuándo podré ver esta maravilla?

—Ahora mismo, señora, si os place —respondió Martí.

—Vamos a ello.

—He preparado, sabiendo que es mejor ver que explicar, una muestra del invento —arguyo Montcusí.

—Bien, y ¿dónde va a producirse la demostración?

—Si no tenéis inconveniente, en el patio de caballos.

—Sea.

—Entonces, si me permitís, partiré a prepararla. Tengo en la entrada a dos de mis hombres con el artilugio dispuesto. De esta manera cuando bajéis estará listo y no perderéis ni un instante.

—Me parece bien, Martí. Un mayordomo os acompañará.

Martí Barbany se retiró de espaldas como le había indicado el consejero que mandaba el protocolo, dispuesto a llevar a cabo la demostración.

75
Edelmunda

El odio que rezumaba el corazón de Edelmunda la mantenía con vida, y sus recuerdos viajaban constantemente hacia el día en que se inició su caída hacia el abismo, un año atrás.

Para aquel funesto viaje era transportada en una carreta: iba desaliñada, con la cabellera revuelta, y en el fondo de sus ojos había una expresión de horror mezclada con un profundo resentimiento. Dos cosas la atormentaban. La primera se debía al miedo a lo desconocido, pues ignoraba adonde la llevaban y por cuánto tiempo iba a estar desterrada de Barcelona; la segunda era la sinrazón que se cometía con ella, ya que su único delito había consistido en cumplir puntualmente las órdenes de su patrón poniendo en ello su mejor saber y entender. Que las cosas no hubieran salido como había planeado no era culpa suya, y por tanto que ella pagara la intemperancia del irascible carácter de su dueño le parecía una terrible injusticia. Ninguna mujer respetable y educada debía verse tratada como una proscrita. Por la luz que entraba a través de las rendijas que dejaban los clavados listones que cubrían las ventanillas del carruaje entendió que la tarde iba cayendo y que debía de llevar allí encerrada desde el mediodía. Aumentaba su malestar la urgente necesidad de orinar que le asaltaba. El viaje no tenía trazas de detenerse y Edelmunda tomó una decisión. Se arremangó las sayas y el refajo, y a través de la tablazón del suelo vació su vejiga. Fuera escuchó las mofas y risas de la escolta que celebraba el hecho entre chanzas y burlas obscenas. No hizo caso: día llegaría en que las chirigotas se tornaran lanzas y ella, que siempre había gozado de buena memoria en la que se dedicaba a gravar con letras indelebles cuantas ofensas le habían inferido, sabría cobrarse el escarnio.

Por el bamboleo del carruaje dedujo que habían abandonado la vía principal y habían entrado en un camino, pues crujían ejes y ballestas y el balanceo era más propio de una galera en mar gruesa que de una carreta. Los silbos del auriga menudeaban y el restallar del látigo se hacía más frecuente, animando a las mulas a redoblar esfuerzos pues la serpenteante subida se iba haciendo más y más pronunciada. Edelmunda se acurrucó en la parte posterior de la carreta y allí se dedicó a rumiar su desgracia.

Desde la muerte de Laia los acontecimientos se habían ido amontonando de manera que en su memoria se confundían los recuerdos. Tras la desgracia pasaron las horas y nadie se atrevía a importunar a su señor. Éste se había refugiado en sus aposentos y las puertas permanecían cerradas a cal y canto día y noche. Ni siquiera Conrad Brufau se atrevía a importunarlo ni el mayordomo osaba ofrecer algo de comida. La vida en la casa se había detenido. Las gentes andaban desorientadas y cada cual atendía a sus obligaciones de un modo mecánico por mejor pasar inadvertidos, ya que la tormenta que se avecinaba iba a arrasar todo lo que hallara a su paso. Al cabo de dos días el conde de Barcelona en persona, acompañado de Almodis y varios personajes de su séquito, compareció a fin de presentar su más sentida condolencia a su consejero. Éste, saliendo de sus habitaciones, se presentó ante su señor vistiendo hopalanda negra, con el rostro demacrado y ceniza en la frente para mejor mostrar su dolor, y postrándose ante sus pies compungido agradeció a la pareja condal la merced que hacía a su humilde siervo al presentarse en su casa para acompañarlo en su duelo y ofrecerle su ayuda en tan delicado momento. Tras largas disquisiciones, puesto que el cuerpo de una suicida debía ser enterrado fuera del campo santo y en ocasiones decapitado, y ante la insistencia de la condesa, influida por la afirmación de su confesor Eudald Llobet, quien aseguró que la muchacha había muerto arrepentida y confesada, el obispo consintió en inhumarla en el pequeño cementerio de Sarrià.

Al siguiente día, como si con la visita de la pareja condal hubiera cumplido el tiempo de luto, la vida retomó el ritmo normal y Edelmunda fue llamada a la presencia del consejero. La mujer, acurrucada en el fondo de la carreta, recordaba el momento punto por punto.

Fue introducida a su presencia con las muñecas atadas, temblando como el azogue; la voz de su juez aún resonaba en su interior como lo hacía en el oído de un condenado la sentencia más cruel e injusta que jamás se hubiera dictado.

—Vuestro descuido me ha causado el dolor más profundo que jamás me ha ocasionado persona alguna. La muerte sería un flaco castigo que daría fin a vuestra vida y con ella a vuestros sufrimientos. Es mi deseo que penéis vuestros actos durante largos años: os condeno a vivir, pero en tales condiciones que desearéis mil veces la visita de la parca. No quiero volver a veros ni lo hará persona alguna que no sean los compañeros que desde ahora serán vuestros semejantes. Vos habéis sido la responsable de la desgracia que se ha abatido sobre mi casa. Ni la muerte de mi querida esposa me produjo un pesar más grande y por ello penaréis todo lo que el Señor os conceda de vida.

Dichas estas palabras ordenó que se cumpliera la sentencia.

Su antigua amistad con el jefe de la guardia, que estaba de servicio aquella jornada, permitió a Edelmunda, con la excusa de recoger su ropa, ir a su cuarto y hacerse con una especie de bolsa alargada en la que guardaba todos los caudales que había ido acumulando para su vejez y su sello de lacre heredado de su padre. Rápidamente se arremangó la saya y lo anudó a su gruesa cintura.

El tiempo transcurría mientras su mente estaba en ebullición; fuera la gente cabalgaba en silencio. Las horas hacían mella y algún que otro malhumorado comentario que llegaba a sus oídos le indicaba que el viaje estaba a punto de finalizar. Ahora la pendiente descendía de forma más pronunciada y el chirriar de las zapatas del torniquete del freno anunciaba que el carretero tenía que apretarlo para que la carreta no se precipitara sobre las mulas que iban delante. El frío que se colaba por los huecos de los tablones le helaba los huesos. Súbitamente sus sentidos se aguzaron. La carreta se había detenido, en el exterior se oían voces como de alguien que estuviera de guardia en la torre de un castillo y hablara con el cabeza de la escolta. Éste estaba trajinando junto a la tablazón maciza que mediante dos gruesas bisagras ajustaba la parte trasera del carromato. La portezuela se abatió lentamente y el barbudo y fatigado rostro del jefe de la tropa apareció iluminado por una antorcha que sujetaba un subalterno.

—Ponte esto.

Al tiempo que daba la orden lanzó al interior un bulto de ropas.

Edelmunda no tuvo tiempo de replicar; la puerta posterior se cerró nuevamente y la oscuridad más absoluta volvió a apoderarse del cubículo.

A tientas fue separando las prendas que le habían lanzado. Las dejó sobre el banco y como pudo se fue cambiando de ropa, teniendo buen cuidado de que ello no afectara a sus disimulados tesoros. Al palparlo le pareció que la que le daban era áspera y vulgar, tenía tacto de saco y el calzado era de esparto.

—Ya estoy lista.

Su propia voz, tras tantas horas de silencio, le sonó ajena.

La puerta se abrió de nuevo. La orden fue seca y tajante.

—¡Abajo!

Con torpeza, afectada por la inmovilidad a la que había estado sometida tan largo tiempo, desentumeció sus músculos y puso pie en tierra. La voz del que estaba al mando sonó de nuevo.

—Éste será vuestro destino. Aquí viviréis a partir de ahora y si Dios no lo remedia, aquí moriréis.

—¿Dónde estoy?

Mientras ponía el pie en el estribo de su cabalgadura, el hombre respondió:

—Tiempo tendréis de averiguarlo. Nosotros, desde luego, no vamos a pasar de aquí ni hartos de vino.

Con estas palabras y tras despedirse del vigilante del camino, volvió grupas seguido de sus hombres.

Cuando el carromato y la escolta desaparecieron portando sus antorchas, el silencio y la penumbra más absolutas se adueñaron del lugar. La noche era oscura como boca de lobo y ni una estrella asomaba en un firmamento cubierto de malos presagios. Sus pobres huesos ateridos de frío obligaban a sus dientes a un castañetear continuado cuyo eco tableteante era el único sonido que la acompañaba. El centinela que había hablado con su celador se refugió en una garita de madera que guardaba la estrecha vereda. Detrás de él se veían dos tiendas cónicas que supuso eran el refugio del piquete encargado de aquella misión. Ignoraba dónde estaba y qué era lo que anunciaba el terrible augurio que había pronunciado, antes de la partida, el jefe de la escolta. Sin embargo, consideró tarea inútil intentar sonsacar a aquel individuo una sola palabra, de manera que comenzó a caminar hacia delante. Lentamente sus ojos se fueron haciendo a aquella oscuridad. Al fondo se recortaba la silueta de un macizo montañoso que la circunvalaba por todos lados. Súbitamente su corazón comenzó a latir con premiosidad. ¡Una luz, dos, hasta tres se discernían en lontananza! Edelmunda no lo pensó dos veces y cuidando de no caer en algún hoyo o tropezar con alguna rama, encaminó hacia aquella esperanza sus vacilantes pasos.

A medida que se aproximaba, los bultos que rodeaban el primer fuego se hicieron más patentes. Una sombra avivaba la lumbre en la que se estaba calentando una olla, en tanto que la otra, con un tosco cucharón de madera, removía el guiso. Los aromas la hicieron salivar. Hacía muchas horas que no había probado bocado.

El ruido de una rama al partirse alertó a los que cocinaban. Las dos figuras alzaron la cabeza y dirigieron su mirada hacia ella. A la luz del resplandor de la hoguera pudo observar que ambas iban encapuchadas y que, precipitadamente, recogían sus bártulos y tomando cada una de las asas de la olla, se metían en una de las grutas que se abrían en el fondo rocoso de la falda del monte y desaparecían de su vista. Edelmunda se llegó hasta las brasas de la abandonada hoguera. Un escalofrío recorrió su espalda cuando, desde las bocas de varias cuevas, se sintió observada por algunos pares de ojos. Una alegría inmensa la invadió. ¡No estaba sola allí! En aquel lugar habitaban otras gentes. Sin dudarlo se encaminó hacia la luz.

—¡A mí! ¡Por caridad, ayudad a una cristiana necesitada!

Un sonido horrible, cuyo significado conocía perfectamente, detuvo sus pasos. Las gentes de las grutas, al oírla, hacían sonar carracas de hueso y golpeaban con palos calaveras huecas para indicarle que estaba en una colonia de leprosos.

En aquel instante vinieron a su mente las palabras del jefe de la escolta que en principio no había comprendido y la frase retumbó en su cerebro: «Nosotros, desde luego, no vamos a pasar de aquí ni hartos de vino»; asimismo, el significado de las ropas que le habían sido suministradas. El saco y la arpillera eran las vestimentas propias de los leprosos. Todos los sufrimientos acumulados se hicieron patentes; sintió que sus rodillas se doblaban y perdió el conocimiento.

Al cabo de no supo cuánto, despertó. Sentía apenas el roce de algo húmedo en su rostro. Cuando abrió los ojos observó un bulto vestido de pardos ropajes que, con un palo en cuya punta había una esponja humedecida, frotaba suavemente su frente. Edelmunda se incorporó.

—¿Quién eres?

La sombra, con una voz cascada y seca, respondió:

—Eso no importa.

—Entonces, ¿dónde estoy?

—En la colonia de leprosos de la ladera del Montseny.

La sangre dejó de circular por las venas de la mujer. Lo que únicamente había sido una sospecha se confirmaba ahora. Entonces entendió el terrible mensaje que encerraban las palabras de Montcusí.

La sombra prosiguió:

—Un delito terrible debes haber cometido cuando te condenan a un castigo peor que la muerte.

Edelmunda sollozaba.

—Mi pecado es haber obedecido como una perra las órdenes de un amo que de esta manera me ha castigado.

—Mal amo es éste.

La mujer había avivado los rescoldos de la hoguera y poco a poco las sombras embozadas se iban aproximando, sin entrar en el círculo de luz que se iba acrecentando al chisporroteo de las vacilantes brasas.

—Si tienes hambre, podemos darte de comer. El que para en este lugar tarde o temprano adquiere el mal que a todos aqueja. De aquí no se sale: un solo camino cruza las montañas y está vigilado día y noche por hombres del conde, que de alguna manera también están castigados. Unos por haber desertado en combate y los más por reyertas con muertos. Si vives aquí fuera, morirás de frío a la intemperie. Si entras en las grutas, morirás de lepra, pero más tarde. Tú dirás lo que prefieres.

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