Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—Como mujer que soy, padre, os pido que respetéis mi decisión sin hacer preguntas. Ya sabréis la verdad a su debido tiempo.
—¿Qué dices?
Las mejillas de Ruth enrojecieron y su mirada se perdió en el fondo de la estancia.
—No puedo casarme con ninguno de ellos, padre, porque mi corazón ya tiene dueño.
Benvenist se levantó del asiento que ocupaba y comenzó a caminar por la estancia con las manos en la espalda.
—¿Y puede saberse de quién se trata?
—De momento no, padre. Pero quiero ser sincera con vos y advertiros de que el hombre al que amo no es judío.
Baruj miró a su hija con expresión turbada.
—¿Sabes que ése es un amor imposible?
—Nada es imposible. —Ruth se puso en pie y miró a su padre directamente a los ojos—. Si es necesario, renunciaré a mi religión.
Baruj, sorprendido y enojado, se acercó a su hija menor con la desaprobación dibujada en su semblante. Sin desviar la mirada, Ruth prosiguió:
—Creo que me honra más convertirme por amor que por interés, como han hecho tantos correligionarios vuestros por avaricia y por medrar en la corte del conde Ramón Berenguer y la condesa Almodis, quienes, por cierto, tampoco se han tomado muy en serio su religión y han vivido, ante el escándalo de sus súbditos y durante años, en flagrante concubinato.
Baruj se precipitó a la ventana y, asustado, ajustó los postigones.
—¡Por favor, Ruth! Cuida tu lenguaje; bastantes problemas tenemos los judíos para que expreses opiniones con la ventana abierta que pueden llegar a oídos inconvenientes. Insistes en ser tratada como una mujer y hablas con la despreocupación de una niña... —Intuyendo que una reprimenda no iba a mejorar las cosas, optó por volver junto a ella y hablarle con suma seriedad—. Debo decirte que ni tu madre ni yo aprobaremos nunca semejante unión.
—Tengo dieciséis años, padre. No he venido a demandar vuestro permiso; únicamente he venido a notificaros mi decisión. Pretendo ser feliz en este mundo, no aguardar a ese otro que no he visto jamás. Ni yo, ni nadie.
—Ruth, no quería llegar a esto, pero no me dejas otro remedio. Te prohíbo que des alas a ese enamoramiento tuyo...
—No podéis prohibirme nada, padre —atajó Ruth—. Y os diré algo más: él aún no sabe que le amo, pero, si un día me corresponde entonces tendré este cielo que pregonáis cristianos, judíos y musulmanes aquí en la tierra. Y os aseguro que no me quedaré de brazos cruzados esperando: haré todo lo que esté en mi mano por conseguirlo.
—¿Pretendes matarme de un disgusto?
—Sabed que vuestro disgusto puede ser mi dicha. Si decís que me amáis, deberéis escoger.
Tras esto, la muchacha se alzó de su asiento y con una reverencia salió del despacho, dejando a Benvenist sin habla.
Eudald Llobet veía a Martí metido en sus trabajos y se alegraba de ello, ya que de esta manera sabía que el duelo para él era menor. Había reflexionado mucho sobre la confesión de Montcusí, y no se le ocultaba que su obligación como sacerdote le impedía revelar su contenido. Sin embargo, consciente de la enorme aflicción que pesaba sobre Martí, decidió montar una historia entreverada de verdades y de alguna mentira piadosa que esperaba que librara de muchas dudas al atormentado espíritu del muchacho.
La conversación tuvo lugar en la playa, donde cada atardecer acudía Martí para vigilar las cargas y descargas, siempre que fondeado frente a ella estuviera uno de sus barcos, que con el último flete andaban ya por los nueve. El padre Llobet se dirigió hacia él. Ya se había acostumbrado a la tristeza que anidaba en los ojos de su protegido y amigo: un velo de dolor que demudaba su rostro a todas horas y que no le había abandonado desde la muerte de Laia.
—¿Cómo andáis, Martí? —preguntó el buen canónigo, metiéndose las manos en su túnica para protegerlas del frío viento invernal.
—Gracias a Dios, absorto en mi continuo quehacer, lo cual me ayuda a no pensar.
—¿Van bien vuestros proyectos, entonces?
—Tan bien como mal ha ido el resto de mi vida.
El sacerdote midió sus palabras.
—La vida es un largo camino lleno de espinas y de rosas. A todos nos ocurre de todo: bueno y malo. No debemos quedarnos en los tropiezos. Las caídas no deben acobardarnos; lo importante es saber levantarse y continuar el camino. Al final, el Señor cuida siempre de sus criaturas.
—Pero evidentemente, en algunos momentos se olvida de ellas. Os digo la verdad: mi fe se tambalea.
—No ofendáis a Dios. A los hombres nos es dado ver una parte ínfima de nuestro camino. Él, en lo alto de la montaña de su inmensidad, todo lo ve. Aunque reconozco que lo que os ha ocurrido es terrible, no dudéis de que al final lo veréis lejano y constituirá una parte del cómputo total de vuestros días, que si mantenéis la fe, sin duda serán hermosos en su conjunto.
Martí guardó silencio por un instante.
—Eudald, tengo en el fondo del alma una herida que no cicatriza.
—Dadle tiempo...
—Laia me dijo las palabras más hermosas que oído humano cabe escuchar, pero me atormenta llegar a saber lo que le ocurrió para que tomara decisión tan atroz.
—Lo que le ocurrió fue tan cruel que dañó su mente. Nadie en el mundo puede juzgar con equidad el acto de un suicida, porque no se puede penetrar en su alma, pero os diré algo que aliviará vuestro espíritu.
—¿Qué es?
Un ramalazo de duda asaltó al sacerdote, ya que aquélla era la primera vez que iba a revelar algo oído en confesión.
Ante su silencio, Martí detuvo sus pasos y se enfrentó a Eudald tomándolo del brazo y obligándole a detenerse a su vez.
—¡Hablad, por Dios!
—Laia os amó desde el momento en que os conoció.
—Y entonces, ¿qué me decís de sus actos y de la carta que me envió?
—En verdad, lo único cierto es que os dejó entrever que os amaba pero no podía corresponderos.
—Pero... ¿qué y quién la pudo obligar, si así fue, a escribir lo que escribió?
—Las circunstancias, Martí, y las leyes que rigen nuestro mundo.
—Si no habláis más claro...
Llobet dudó unos instantes y se decidió a decir una media verdad.
—Laia fue forzada por alguien tan poderoso que nadie en sus cabales osaría enfrentarse a él.
—La ley es para todos.
—Sabéis bien que no es así. Bernat lo sabía y era consciente de lo difícil de esta empresa. En principio pensó en ingresarla en un convento, mas luego, al ver el deterioro de su pupila, decidió ofrecérosla como esposa creyendo que la muchacha se aliviaría y hasta quizá llegara a olvidar la afrenta. Pero su frágil mente no resistió el envite y se halló indigna de vos. Amén de otra cosa que la afectó en extremo y que no os he dicho, pues no la he sabido hasta hace poco.
—Acabad, Eudald, peor no puede ser.
—Laia parió un hijo que murió al poco de nacer.
Los negocios de Martí iban viento en popa y el joven pensaba que ésta debía de ser la compensación del destino para reparar su gran pérdida. La casa cerca de Sant Miquel había sido ampliada y otra vez la fortuna acudió en su ayuda. Un comerciante necesitado de cantidad de dinero estaba dispuesto a hipotecar su casa para conseguir un préstamo; conociendo la veleidad y la flaqueza de la condición humana, Martí tuvo la certeza de que al llegar la fecha del vencimiento, la deuda no iba a ser saldada y por lo tanto la prenda pasaría a su poder, como así fue. Luego, mediante buenos oficios y empleando su natural habilidad para los negocios, compró un huerto con torreón incluido, que daba a la antigua muralla y que estaba dos fincas más allá. Al poco tiempo el vecino que quedaba entre ambas propiedades entendió que mejor era cambiar de aires que estar rodeado por ambos lados de un vecino tan laborioso que le impedía el descanso, pues el quehacer comenzaba apenas despuntaba el alba y proseguía hasta altas horas de la noche. Ante la imposibilidad de dormir, decidió asimismo traspasar la propiedad, y lo hizo por cierto a buen precio pues, en este tema, su molesto vecino no se mostró precisamente cicatero.
El negocio del mar y los mercados acaparaban todo su tiempo. El número de sus embarcaciones había aumentado: tres galeras mixtas de vela latina y dos bancadas de remos, dos naves de carga y tres gabarras aptas para el cabotaje constituían ya el grueso de su flota. Jofre, Felet (su otro amigo de niñez al que Martí había podido localizar en Sant Feliu, que era el puerto de arribada de su nave que hacía la travesía hasta Sicilia y Cerdeña exportando corcho e importando especies) y el griego Manipoulos, que había aportado a la sociedad su
Stella Maris,
constituían el grueso de sus capitanes. Muchas de las raras mercancías que cargaban en lejanas tierras eran vendidas posteriormente en las ferias de los pueblos donde, en fechas señaladas, Martí desplazaba sus carromatos tirados por ocho caballerías. Era tal el prestigio de la enseña con las letras M y B enlazadas, que su naviera lucía en el mástil de sus embarcaciones, que en los puertos se arremolinaban las gentes que querían embarcar bajo su pabellón. Martí había innovado y adquirido nuevas costumbres que favorecían la vida a bordo. En cada una de sus naves enrolaba un físico que cuidaba de la salud de la marinería, inclusive de la de sus galeotes.
En cuanto a su escaso tiempo libre, Martí lo ocupaba visitando a su madre cada vez que le era posible. En realidad, se acostaba tarde y se levantaba al alba, ya que la soledad de sus aposentos lo turbaba profundamente y las pesadillas, en las que siempre aparecía el espectro de Laia, poblaban sus sueños.
Su otra dedicación durante este tiempo había sido el tema del aceite negro. Manipoulos era el principal encargado de recogerlo en los puertos de aquellas lejanas tierras, donde lo proveía Rashid al-Malik, gracias a la ayuda de Marwan, el antiguo camellero constituido en hombre de confianza de Martí. En el sollado de sus naves forrado con un fondo de arena se almacenaban las picudas ánforas y entre ellas se prensaba hierba y ramaje, para preservarlas de roturas en caso de tempestad, y se transportaban hasta el lugar donde aguardaban los lanchones, que se turnaban para traer a Barcelona el negro producto. De esta manera se perdía menos tiempo, ya que siempre que regresaba encontraba una nave preparada para hacer el trasbordo. Durante estos largos meses había dedicado sus esfuerzos a perfeccionar las aplicaciones de tan especial producto y ahora estaba listo para mostrar sus prodigios a la ciudad de Barcelona.
La relación de Martí con el consejero era la estrictamente necesaria. Bernat Montcusí había habilitado en los ampliados sótanos de su residencia un inmenso depósito subterráneo donde almacenaba las preciadas vasijas y cuyos únicos respiraderos eran unos atanores que emergían entre la muralla y sus jardines de manera que los vapores que desprendían éstas no se acumularan y pudieran salir a la superficie.
Martí había terminado ya el modelo de jaula y quemador en la forja de un excelente herrero recomendado por Baruj Benvenist a fin de experimentar su invento y aguardando a que Montcusí preparara la entrevista con el veguer.
La ocasión no se hizo esperar. La condesa había citado en palacio al consejero de abastos y festejos, y al trasladarle sus deseos sobre los fastos para la recepción de Abenamar, embajador del rey al-Mutamid de Sevilla, intuyó que la oportunidad era perfecta. Avisó a Martí, y éste, tras ser informado, fue citado por Montcusí en presencia de la condesa, quien deseaba llevar directamente la preparación de los agasajos y no quería que escapara de su alcance el más pequeño detalle.
Martí sacó fuerzas del desánimo: hacía cinco años que había pisado las calles de la gran ciudad como uno de los miles de aspirantes a abrirse camino en ella y estaba a punto de ser recibido por la condesa Almodis en persona. Lo que en otro momento habría sido una gran noticia palidecía ahora por la tristeza que empañaba todos sus días y a la que no podía sobreponerse. Aguardó con el veguer y el consejero en la antesala del gabinete privado, en tanto que Omar y Andreu Codina, el mayordomo, se quedaron en el patio escoltando un gran bulto de hierro que parecía pesado.
Súbitamente se abrieron las puertas del aposento íntimo de la condesa y el ujier, dando tres golpes con la contera de su vara en el entarimado, anunció los nombres de los visitantes.
—¡Olderich de Pellicer, veguer de Barcelona, Bernat Montcusí, consejero de palacio e interventor de abastos, y el comerciante Martí Barbany demandan audiencia!
Almodis los saludó con una leve inclinación de cabeza y a los pocos instantes Martí Barbany, impresionado a su pesar, hincaba en el suelo la rodilla derecha ante la poderosa condesa. Olderich y Montcusí, más acostumbrados a los usos palaciegos, permanecían en pie, gorra en mano, aguardando expectantes a que la condesa abriera el diálogo.
Una vez intercambiados los saludos protocolarios, la egregia dama habló con el empaque de una reina.
—Y bien, queridos amigos, ¿qué es ese asunto que va a hacer de Barcelona la ciudad más luminosa del Mediterráneo?
Olderich de Pellicer tomó la palabra.
—Veréis, señora, el otro día nos indicasteis que era vuestro deseo que la recepción de vuestro ilustre huésped fuera una explosión de luz y colorido, de manera que a su regreso a Sevilla informara a su monarca admirado de la riqueza y solvencia del condado de Barcelona.
—Eso dije y eso es lo que pretendo.
—Bien, entonces permitid que ceda la palabra a vuestro ilustre consejero de abastos, que fue quien me indicó la posibilidad que ahora os ofrezco.
Almodis dirigió su mirada hacia Montcusí alzando sus cejas interrogantes.
—Señora, yo soy un mero intermediario; la idea es de mi joven protegido, Martí Barbany, que aún no ha alcanzado la categoría de ciudadano de Barcelona y a quien, sin embargo, he osado introducir en vuestra presencia.
Cuando Martí notó clavados en su persona los ojos verdes de Almodis sintió la fuerza que emanaba de aquella dama.
—Hablad.
—Bien, señora, soy hijo de Guillem Barbany de Gorb, que sirvió fielmente hasta su muerte en las huestes del conde y anteriormente en las de su padre. Llegué a Barcelona va para cinco años y...
—Joven, no me interesan vuestras vivencias y no tengo tiempo ahora para escucharos. Habladme de lo que concierne a la recepción que he encargado al veguer y al consejero, ya que ellos os han cedido la palabra.