Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Edelmunda sollozaba; después hizo una pausa y protestó:
—En la ciudad hay leprosos, salen a la anochecida haciendo sonar sus calabazas huecas.
—Ésos no han de cumplir penas. Aquí estamos los condenados. Al ingresar en esta cárcel no todos teníamos la lepra. Aquí la adquirimos.
—Pero eso es peor que la muerte.
—No lo veas así. Se vive, o mejor dicho, se mora o habita, ya que esto no es vida, y mientras esto dure, nadie envidia a nadie: hay más leprosos de espíritu en la ciudad que aquí. Cuando te habitúes verás que entre nosotros no existe la envidia. No hay señores ni vasallos y todo es de todos. Pero decídete. El relente de la noche, si no encuentra carne, se mete en los huesos y hora es de que éstos descansen en paz.
Edelmunda se decidió rápidamente.
—Iré contigo, viviré en la esperanza de vengar lo que me han hecho.
—El odio ayuda a mantener la vida. Aunque es vana necedad pretender salir de aquí. Nadie ha salido jamás.
—Yo lo haré y alguien pagará lo que me ha hecho.
Aquella primavera, la ciudad era una fiesta. Las noticias corrían deformadas aumentando de boca en boca. Si en una calle se comentaba que la hueste que acompañaba al embajador de al-Mutamid de Sevilla era de trescientos lanceros con las corazas de plata, al llegar a otra el número y el boato habían aumentado: los hombres eran quinientos, de oro eran sus petos y de seda y pedrería las gualdrapas de sus caballos. El veguer había ordenado pregonar distintos bandos en los que se anunciaba cualquier cosa que tuviera relación con ellos y los pregoneros recorrían la ciudad acompañados por cuerno y tamboril deteniéndose en cada esquina para, rodeados de la alegre comparsa de la chiquillería, impartir las oportunas órdenes que afectaban a todos los ciudadanos. En alguna ocasión tuvo que intervenir el jefe de la
host
municipal ya que algunas de las disposiciones podían perjudicar sobremanera a unos menestrales. Cuando se ordenó que las ánforas con los orines almacenados para blanquear la ropa se guardaran en el interior de; las casas para evitar el fuerte olor a amoníaco que de ellas se desprendía, casi se armó un motín, ya que al concentrarse bajo techado los gases desprendidos, el hedor era insoportable y en alguna ocasión debió acudir el físico, pues más de una mujer había llegado a perder el conocimiento.
Las fraguas de los herreros habían trabajado día y noche a fin de tener a punto la cantidad de fanales requerida. Barcelona vibraba aquellos días con ritmo trepidante y las gentes se asombraban ante la actividad de los dirigentes del municipio. En las esquinas de las calles y plazas y a una altura de dos veces y media del tamaño de un hombre, se estaban colocando una especie de jaulas de hierro abiertas por la parte superior y que en su centro alojaban un depósito del que sobresalía una mecha que se estiraba mediante unas pinzas hasta ajustaría al nivel requerido. Las gentes hacían cábalas sobre la utilidad de los artilugios. Sin embargo, cuando al cabo de unas semanas el invento se puso en marcha, las exclamaciones de admiración resonaron por todo el perímetro de la muralla. Al atardecer unas brigadas municipales se dispersaron por toda la ciudad armadas con unas pértigas que en su extremo tenían una pinza que se manejaba desde la base mediante una guita y que servía para ajustar las mechas, y una torcida de lana encendida que las prendía, empapadas en el negro aceite que alojaba el depósito del artilugio. Cuando las sombras de la noche invadieron la ciudad, el aspecto de Barcelona había cambiado totalmente. La condesa, acompañada por un reducido séquito en el que se incluían Delfín y su primera dama Lionor, salió a las calles en litera cerrada para cerciorarse de que el aspecto de la urbe era tan fastuoso como le habían prometido. Salió de palacio, pasó por el
Call
y, por la puerta del Bisbe, se dirigió hasta el Palau Menor, desde donde regresó a palacio totalmente satisfecha de lo que sus ojos habían visto. A su costado y ajustando el paso de sus caballerías al ritmo de los portadores de la litera, caminaban el veguer, Olderich de Pellicer, y un ufano Bernat Montcusí, que no cabía en su pellejo de puro contento.
En cuanto los portadores ajustaron las falcas de las parihuelas de su litera sobre el enlosado patio de armas, la condesa descendió seguida de Delfín y de Lionor.
—Veguer, debo felicitaros. Apenas hubiera podido afirmar que la ciudad que han recorrido mis ojos es la Barcelona de siempre.
—Señora, me abrumáis, pero no soy yo el responsable de esta maravilla. Cargádselo al crédito de vuestro consejero de abastos; de él ha sido la idea y la realización.
Almodis, girando su rostro hacía el consejero, arguyo:
—Está bien, Bernat, una sola duda me asalta. ¿Qué ocurrirá si nos acostumbramos a este bienestar y por las circunstancias a las que siempre nos expone el destino nos quedamos sin reservas de este maravilloso producto?
Montcusí estaba reventando las costuras de su túnica.
—Mal podría ser un buen servidor sí no hubiera ya previsto esta circunstancia. Las reservas para cuatro o cinco meses están ya a buen recaudo, y así será siempre.
—Transmitid mis parabienes a vuestro joven amigo. Si todo sale como espero, al finalizar los fastos de la recepción del embajador del rey de Sevilla tendréis todos cumplida prueba del agradecimiento de vuestra condesa.
Y tras estas palabras Almodis de la Marca se introdujo en el Palacio Condal seguida por el apresurado paso de su bufón. Éste, tirando de su capa la detuvo.
—¿Qué quieres ahora, Delfín?
—Señora, desconfiad. La iniquidad asoma en la mirada de este hombre.
—Lo sé, Delfín... Pero no puede negarse que sus servicios nos resultan útiles.
Y tras este último comentario, Almodis desapareció hacia sus aposentos.
Ruth estaba hecha un manojo de nervios. Las visitas de Martí a la casa de su padre se hacían más y más frecuentes. Los asuntos que éste y su progenitor compartían eran muchos —el depósito en el sótano de su casa, la compra de una nueva propiedad, los fletes de los barcos y un largo etcétera— y por lo que deducía, a él le agradaba llegar a la cita un poco antes para poder dedicar un rato a charlar con la hija de su amigo. Ella cada día era más consciente de que su finalidad en la vida era amar a aquel hombre y de que todo lo demás poco le importaba: no se conformaba con las migajas de aquel banquete. Su mente había urdido una historia que sin que lo sospechara el hombre, era la suya propia, y de ella se valía para pedir consejo y ver de aproximarse a él lo más posible.
Aquella tarde, como casi siempre, se había presentado con tiempo. Ruth lo vio llegar desde la ventana de la habitación que compartía con Batsheva. Ésta, que también lo había advertido, al ver la premura con que su hermana se precipitaba ante el espejo de latón y se arreglaba la trenza, argumentó:
—Se ve que te place soportar la charla de la gente mayor. Ni te corresponde por edad, ni es judío. No se me imagina dónde va a parar esta fijación.
—Dedícate a tu labor de espiar desde la galería de mujeres de la sinagoga al soso de Ishaí Melamed, para hacerte la encontradiza a la salida. Tal vez consigas ser otra aburrida esposa judía, guisar comida
kosher,
el sabbat
haroset
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, criar un montón de mocosos y cantar dulces canciones en la Fiesta de las Luces. A mí me place más quedarme soltera y conversar con quien me apetezca.
Tras estas palabras se precipitó hacia las escaleras y al cabo de un momento estaba bajo el castaño bebiendo las palabras de Martí.
—Entonces, me confesáis que os gusta un muchacho —decía él en aquel momento.
—Así es, pero no me hace caso y además es un amor imposible.
A Martí la alegre conversación y el desparpajo de la muchacha le entretenían y disipaban su pena.
—No cejéis, que no hay castillo que no se rinda ante la acometida de Cupido.
—¿Me aconsejáis entonces que no renuncie?
—No soy quién para dar consejos a una jovencita, pero en la guerra y en la vida, siempre triunfa el que porfía.
—Algo he ganado en vuestra consideración: antes siempre era una niña, ahora ya soy una jovencita.
A Martí las respuestas de Ruth siempre conseguían desconcertarle.
—Quiero decir que las contrariedades deben superarse en todo orden de la vida. Es un consejo general el que os doy; siempre y en cualquier circunstancia os hará bien.
—¿Y cuando los obstáculos son muchos?
—Más empeño deberéis poner.
La muchacha pareció dudar un momento.
—Y si además de otros inconvenientes nos separara, por ejemplo, la religión, ¿cuál sería entonces vuestro consejo?
—Es muy difícil aconsejar a otra persona. Sólo os puedo hablar de mí. Yo amé desesperadamente a una muchacha adorable que no me correspondía ni por categoría ni por condición, y sin embargo no desistí.
—¿Ya no la amáis?
—Sigo amando su recuerdo.
Ruth, que conocía el drama vivido por Martí, habló con la mayor precaución.
—Bienaventurada ella que vivió un amor tan intenso. Le tengo envidia.
Una sombra se proyectó sobre la mirada de Martí.
—Mi Dios también se enamoró de ella y pudo más que yo, por eso se la llevó. No le tengáis envidia: a vos os queda todo por hacer y ella ya no puede hacer nada.
—Envidio el amor que ha inspirado en vos hasta después de muerta.
Martí reparó en aquel instante bajo otro prisma en el óvalo perfecto del rostro de la muchacha, circunvalado por la pañoleta blanca, y sus oscuros y almendrados ojos y pensó que el hombre que la desposara sería un ser afortunado.
En aquel momento la puerta de la galería se abrió y apareció la noble figura de Baruj Benvenist.
Martí percibió algo en el tono de voz del cambista cuando éste se dirigió a su hija.
—¿Cómo debo decirte, Ruth, que cuando un huésped llegue a esta casa, y una vez le hayas acomodado y atendido, debes retirarte y dejarlo solo? Es de mala educación obligar a las personas a entablar conversaciones sobre temas baladíes que nada importan.
Martí intervino en defensa de la muchacha.
—No me importuna; muy al contrario, me entretiene.
—Sois muy gentil —replicó Baruj con gesto adusto—, pero ella sabe a lo que me refiero.
La muchacha, cosa que extraño a Martí, se retiró sin responder a su padre.
—Se hacen mujeres, querido amigo, y ningún hombre debe pretender coger una rosa sin clavarse una espina.
Era viernes. La muchedumbre se había arrojado a las calles. El pueblo quería ver si cuantas maravillas se habían dicho de aquel cortejo eran ciertas o meras fantasías. Las ventanas de las gentes pudientes estaban engalanadas con damascos rojos, y con telas más sencillas y multicolores las ventanas de las casas del pueblo llano. El aparato de pompa y lujo que se había planificado desde palacio debería marcar indeleblemente la mente del conspicuo embajador para que así se lo transmitiera a su monarca, el ilustre al-Mutamid de Sevilla. La multitud, ataviada con sus mejores galas, llenaba la ruta por donde estaba anunciado el paso de la comitiva. Por expreso deseo de la condesa, se había acordado que la entrada del séquito fuera hacia la caída de la tarde para que de esta manera luciera con todo su esplendor la luz artificial que se iba encendiendo en calles, plazas y portales de la muralla. Los habitantes de la ciudad habían invitado a sus parientes del campo a fin de que éstos tuvieran ocasión de presenciar aquel acontecimiento que, junto a la nueva iluminación, iba a significar un antes y un después en la vida de la ciudad. La entrada del cortejo sería por el portal de Castellnou a fin de dirigirse bordeando el
Call
hacia la iglesia de Sant Jaume; desde allí, ascendería en dirección al portal del Bisbe hasta el Palacio Condal, que estaba a su derecha. Los alguaciles no daban abasto para contener a la abigarrada multitud que desplazaba, a fuerza de intentar mejorar su visión, las vallas de madera alineadas a lo largo del recorrido.
En los aledaños del palacio apenas se podía abrir un pasillo por donde fueran llegando los invitados, que en carros, palanquines, sillas de mano o literas, acudían a palacio como las moscas acuden a un tarro de miel. Los pajes corrían de un lado a otro ayudando a los cocheros, que tascaban frenos de las engalanadas cabalgaduras de crines aceitadas y relucientes y peinadas colas, nerviosas ante tanta luz y tanto trasiego. Todas las familias allegadas a los Berenguer que pretendían ser alguien en la corte estaban presentes: los Besora, Gurb, Cabrera; los Perelló, Alemany, Muntanyola; los Oló, los Montcada, los Tost, los Cardona, Bernat de Tamarit, Ramón Mir, los Queralt, los Castellvell, los Tous... todos se disputaban el honor de ser los más brillantes y mejor vestidos del festejo.
En la puerta principal el veguer, Olderich de Pellicer, rodeado de maceros, que en sus túnicas de gala lucían el ajedrezado escudo de los Berenguer y cubrían sus cabezas con bonetes de terciopelo, recibía a los invitados que ascendían por la alfombrada escalera, entre dos hileras de chisporroteantes hachones, para ser anunciados antes de su entrada en el gran salón.
Martí había acudido a primera hora para asegurarse de que la luz de sus faroles funcionaba correctamente. Un salvoconducto de la condesa le permitía moverse por donde quisiera como encargado de la iluminación general. A lo lejos divisó a un compuesto Eudald Llobet que junto al obispo de Barcelona, el deán de la seo y otros clérigos de las diferentes parroquias de la ciudad, aguardaba a un costado del vacío trono a que los invitados fueran ocupando los lugares ordenados por el rígido protocolo.
El clamor del populacho anunció, antes de que lo hicieran las trompas y los añafiles, que el cortejo se acercaba.
Ruth y Batsheva, envueltas en sus capas, aguardaban el paso de la brillante comitiva, mezcladas entre el gentío. Su padre no había podido acompañarlas porque tenía que estar junto a su madre, pero, debido a lo extraordinario de la circunstancia, había accedido a que sus hijas pudieran acudir a ver el paso del cortejo, con la condición inexcusable de que en el momento fijado regresaran a la casa sin falta, pues comenzaba el sabbat. Las acompañaba Ishaí Melamed, hijo de un buen amigo de la sinagoga. Los tres se habían refugiado en unos soportales aguardando a que la cabalgata asomara por el extremo de la calle. El clamor de la multitud anunció que el séquito estaba a punto de doblar la esquina. El gentío estiró el cuello como un solo hombre. El ruido era ensordecedor. Al frente de la comitiva caminaba una banda de música tocando toda clase de instrumentos, muchos de ellos desconocidos para el enfervorizado gentío. Liras, albogues y otros instrumentos alegraban el desfile, pero lo que realmente captó la atención de todo el personal fueron dos jinetes que, montados en soberbios corceles árabes revestidos con gualdrapas verdes y doradas, golpeaban unos grandes timbales situados a ambos lados de los cuartagos con dos baquetas en cuyo extremo se hallaban sendas bolas de piel de cabra, que marcaban el paso del cortejo. Luego una escolta de treinta hombres al mando de un moro inmenso rodeaba un palanquín de laca china y panes de oro cuyo tejadillo recordaba la picuda forma de un minarete, portado por diez hercúleos y relucientes númidas. En él, con las cortinillas abiertas, se veía al embajador Abenamar
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saludando.