Te Daré la Tierra (52 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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—¿Y qué más?

—Ahí se cerró en banda y se negó a hablar, aconsejándome a la vez que desistiera de sonsacar a Laia, pues había observado que al tocar el tema, su ahijada, que salía de una larga enfermedad, se ponía tensa y llegaba, embargada por la pena, a delirar. Luego añadió que el tiempo lo borra todo, y que tenía la certeza de que íbamos a ser muy felices.

Luego, tras una pausa, Martí indagó:

—¿Qué pensáis vos de todo ello?

El padre Llobet se quedó pensativo unos instantes y ante la insistencia del joven, respondió.

—A veces situaciones extremas dañan la mente de las personas. Creo que por el momento debéis cuidar mucho vuestro amor y dejar que el tiempo cicatrice las heridas. Algo me dice, pues la conozco bien, que Laia es inocente. Dejadla en barbecho y ella se abrirá a vos cuando llegue el tiempo y su mente haya asumido la desgracia, como las flores se abren al rocío. De todas maneras pienso que tras todo ello algo se me escapa... Pero no os impacientéis, siempre el agua encuentra un resquicio para escaparse. ¿Vos la amáis?

—Más que a mi vida.

—¿Y continuáis decidido a desposarla?

—Mañana mismo.

—Entonces tened paciencia y aguardad. Día llegará que la que deseará descargar el inmenso peso que la debe oprimir será ella misma. Tened fe.

Una larga pausa se estableció entre los dos hombres, después Martí, a instancia del clérigo, comenzó a explicar a su viejo amigo el resto de la entrevista.

—Cuando le expliqué la idea que tenía sobre el uso del aceite negro puso unos ojos como platos. Me dijo que se encargaría de convencer al veguer de las ventajas de instalar en cada esquina de las calles de la ciudad y a la altura adecuada, las jaulas con el mecanismo interior para alojar la mecha y el pequeño depósito que albergara la negra sustancia. Creo que en el pacto va incluido el que me encargue, en mi forja, de fabricar las jaulas, pero no importa, el negocio está en el suministro. Por cierto, cuando le hablé de la conveniencia de tener en la ciudad una reserva para mantener el abastecimiento, en caso de que algún viaje se retrasara, me exigió que dicha reserva se instalara en los sótanos de su casa. Supongo que es una forma de asegurarse su porcentaje.

—¿Le hablasteis del fuego griego?

—No. Esa fórmula irá a la tumba conmigo.

El sacerdote fijó la vista en un largo cirio en el que líneas rojas indicaban aproximadamente las horas del día y de la noche y que cada mañana el encargado de la sala capitular se ocupaba de encender.

—Martí, hora es de partir.

69
Negra es la noche

La cena se había preparado en el cenador cubierto de la mansión de Montcusí. A la llegada, por indicación del consejero, fueron conducidos a la pérgola donde se iba a celebrar la reunión. La mesa estaba decorada con guirnaldas de flores y provista con todo lujo de viandas. Los platos eran de porcelana veneciana, orlados sus bordes con hilos de oro y las copas y frascas de fino cristal. Además de la iluminación de la pérgola figuraban en la mesa dos grandes candelabros de plata con las correspondientes velas de cera perfumada. Bernat Montcusí, vistiendo una túnica bordada de un rico brocado, apareció por el pasillo de losas que serpenteaba entre los arriates.

—Habéis tomado posesión de esta humilde morada, consideraos en vuestra casa.

Ambos invitados se adelantaron al encuentro del consejero. Éste los saludó, estrechándoles las manos con semblante afectuoso.

—Lo de humilde vamos a dejarlo a un lado. Vuestra residencia es una auténtica maravilla —apostilló el arcediano.

Bernat Montcusí se dirigió a Martí.

—¿Y qué dice nuestro joven y audaz mercader? Fijaos bien, Eudald. A su edad ya ha recorrido medio mundo.

—Nada nuevo tras nuestra última entrevista. Contando lo que me falta para ver de nuevo a vuestra ahijada —replicó Martí, en cuyo curtido rostro se adivinaba una emoción contenida.

—Decid mejor hija, ya que así la considero, y pensad en mí a partir de ahora como si fuera en parte vuestro padre. Pero excusad mi falta de hospitalidad y pasemos a cenar. Las cosas se ven de otra manera con el buche lleno y habiendo trasegado un buen caldo.

Cediendo el paso, el consejero les indicó que se adelantaran hacia la glorieta, donde los criados aguardaban junto al respaldo de los sitiales para acomodarlos en los respectivos lugares.

Sentados en su sitio y tras un breve prólogo y luego de una sabrosa sopa de calabaza, Bernat entró en materia.

—Bien, querido Martí, creo que en esta ocasión debemos dejar de lado la cuestión de la dote ya que si bien considero que la mano de Laia tendría, en circunstancias normales, un precio totalmente fuera de vuestro alcance, dado que las cosas son como son, ni vos ni yo tenemos obligación alguna respecto al otro. Considerémonos a la par.

—Creedme, señor, que me tengo por hombre afortunado y me sentiré eternamente en deuda con vos. Para mí, poder alcanzar el honor de pretender la mano de vuestra hija era hasta hace poco una quimera. Creo que la circunstancia, los hados o la Providencia me han favorecido, hasta ese punto creo en su bondad y en su rectitud. No pretendo erigirme en juez de nadie y menos aún de la mujer que amo. Todos podemos errar y más aún en tan tierna edad. La culpa es mía por haberla dejado tan sola. Pero sé que llegará un día que todo tendrá una explicación, aunque si ella no me la da, yo jamás la requeriré.

El padre Llobet intervino.

—Habéis nombrado los hados y las circunstancias del destino, no es así. Todos formamos parte del plan del Creador, que a veces escribe recto con renglones torcidos.

El rostro del consejero adoptó un extraño rictus que no dejó de llamar la atención al arcediano.

—Sea lo que sea, os aconsejo que guardéis las penosas circunstancias que os he relatado en el arcano de vuestra memoria y jamás la importunéis evocando estos tristísimos recuerdos. He notado que le afectan hasta extremos terribles que no me atrevo a nombrar. La mera mención del tema la crispa y la hace desbarrar. No imagino cuánto tiempo puede durar esta circunstancia, pero los físicos que la han visitado recomiendan el reposo absoluto de su mente. En fin, no hay plazo que no se cumpla y día llegará en que todo lo ocurrido os parezca un mal sueño en una mala posada. Vamos a proseguir nuestra cena, luego la haré llamar. No os sorprendáis, pues la vais a encontrar sumamente delgada y muy cambiada. A veces, hasta le cuesta mantener una conversación.

Martí dirigió a Eudald una mirada preñada de preocupación.

La noche fue transcurriendo y a las viandas y hojaldres siguió un pescado frío regado por un caldo blanco. Ya en el postre y tras la espectacular tarta de limón y frambuesas, el consejero anunció:

—Ha llegado el momento. —Y, dirigiéndose al mayordomo ordenó—: Id a buscar a mi hija.

En aquel instante creyó Martí que los pulsos le iban a reventar las venas.

Laia, acurrucada en el rincón de la balconada de un cuarto que daba al jardín, había escuchado atentamente todo el diálogo mantenido allí aquella noche. Al principio, al divisar a Martí, un castillo de fuego estalló en su pecho. El recuerdo que de él tenía era un pálido reflejo de la realidad que se presentaba ante sus ojos. Era mucho más apuesto y gentil de lo que ella recordaba. Eso, en lugar de proporcionarle una alegría, la sumió en un inmenso desconsuelo y se consideró, si ello cabía todavía, mucho más indigna que antes.

Desde que Bernat la había traído de Terrassa, dos días atrás, el abatimiento más absoluto se había instalado en su alma. La alegría de ver de nuevo a Martí se entremezclaba con un sentimiento de vergüenza, que la hacía considerarse sucia y despreciable. Su cabeza estaba a punto de estallar. A ratos imaginaba una vida plácida y feliz al lado de su amado, otros se sentía indigna de aquel amor producto del engaño y de la hipocresía. Luego, en la penumbra de su conciencia, aparecía una imagen lejana e irreal de Aixa. ¿En verdad existía o era una creación de su atormentado espíritu? La orden de su padrastro llegó nítida a sus oídos y algo se disparó en su interior. Imaginó que en aquel instante Edelmunda estaría dirigiéndose hacia sus habitaciones para ayudarla a vestirse. No había tiempo que perder.

Se puso en pie y se quedó inmóvil durante unos instantes. La decisión estaba tomada. Una escalera de piedra ascendía hasta el baluarte que daba por delante del portal del Castellvell. A ella se dirigió. Los escalones eran altos e irregulares. Casi nadie iba por aquel camino, únicamente la ronda exterior comenzaba su turno de noche por allí para vigilar la puerta de la muralla, más que la propia casa. Con la respiración agitada completó el ascenso. Un viento frío golpeó su rostro e hizo flotar su melena al viento. La luna estaba en cuarto menguante y su lechosa luz iluminaba a las gentes que caminaban por el perímetro interior de la ciudad yendo y viniendo de sus quehaceres a sus cuitas. Desde la altura oía el sonido sincopado de las risas y las voces de los vigilantes dando la hora y alabando a Dios. Respiró hondo: se dirigía a un lugar donde nadie podría hacerle más daño y en el que aguardaría a su amado expurgada su alma de toda culpa. Con paso lento recorrió el camino de ronda. Una extraña serenidad invadió su espíritu. Laia detuvo sus pasos y se asomó entre los merlones que daban al patio de la entrada. Con esfuerzo se encaramó a la melladura apoyándose en las crestas de ambos lados. Desde allí y con el viento desbaratando su cabellera, miró hacia abajo y vio cómo las sombras se difuminaban. Un grupo de guardias armados al mando de un sargento se disponía a repartir los turnos. Laia miró al cielo y cerró los ojos. Luego saltó al vacío.

El murmullo y los gritos contenidos de las gentes alertaron al dueño de la casa y a sus huéspedes. Los pasos acelerados del mayordomo resonaron en las losas del camino, y éste se presentó en la glorieta ante los comensales con la faz descompuesta y el gesto acelerado. Su semblante hizo que los tres se incorporaran.

—¿Qué es lo que ha ocurrido? —inquirió Montcusí.

—Una gran desgracia, señor —balbuceó el mayordomo.

Martí notó una punzada en el pecho.

—Laia... —musitó.

La actitud del sirviente confirmó la noticia.

—La joven señora ha sufrido un grave percance.

—Hablad, por vuestra vida —intervino Eudald.

En situaciones extremas y a pesar del tiempo transcurrido, el bronco lenguaje de los militares volvía a su boca.

El hombre recobró la compostura y anunció.

—Señor, vuestra hija ha caído desde la altura de la muralla al patio.

Los tres hombres se precipitaron en la dirección señalada. Bernat encabezaba el grupo. Tras él iba Martí y, cerrando la marcha, el arcediano.

A su llegada la barahúnda era total. Un muro de gentes armadas impedía la visión. Los guardias rodeaban un bulto que yacía en el suelo enlosado del patio. A manotazos, el consejero se abrió paso. El cuadro era aterrador.

Descoyuntado, como el de una muñeca rota, yacía el cuerpo de Laia. Alguien había colocado bajo su cabeza un lienzo que se iba tiñendo de la sangre que manaba de su oído izquierdo. La mirada de la muchacha parecía buscar a alguien. El consejero, retorciéndose las manos, comenzó a gritar enloquecido:

—¡Que alguien avise al físico Halevi!

Eudald se arrodilló a un lado y Martí, tomando su mano yerta, al otro. El arcediano acercó sus labios a la oreja de la muchacha.

—Laia, soy el padre Llobet. Estáis en grave riesgo. Dios quiera que os salvéis pero más importante que todo es la salud de vuestra alma. Preparadla para el gran encuentro por si acaso es ésta la voluntad de Dios.

Los labios de Laia temblaban en silencio. El arcediano pegó su oreja izquierda a la boca de la muchacha. Las entrecortadas palabras iban calando en la mente del sacerdote. Este, a medida que escuchaba el susurro, observaba de reojo al consejero, que en un rincón del patio y con la cabeza envuelta en una capa que alguien le había acercado, gimoteaba como una plañidera.

—Padre, me muero...

—Tened fe, Laia. El Señor os acogerá en su seno. Arrepentíos de vuestras culpas.

—No hay perdón para mí... Padre.

La respiración se hacía cada vez más silbante y entrecortada.

—Siempre lo hay, muchacha.

—He pecado... soy impura...

—¿Consentisteis, Laia?

—Fui violada y, después, constreñida y amenazada... no caí en la lujuria pero odié al fruto de mis entrañas y desee abortar.

—¿Pero lo hicisteis?

—No, padre... parí a un ser monstruoso... que murió al poco.

A Eudald le pudo el deseo de conocer toda la trama de aquella horrible historia.

—Estáis perdonada, Laia. Decidme quién os forzó.

—No puedo, padre... Arruinaría la vida de mi amor.

—Lo que me digáis morirá conmigo, estoy bajo el secreto de confesión.

Laia llenó de aire de la noche sus pulmones y con un esfuerzo supremo habló de nuevo:

—Amo demasiado a Martí... no quiero que nadie le haga daño.

La experiencia y la fina intuición de Eudald no necesitaron más, desde donde estaba dirigió la mirada al consejero y algo en su interior le dijo que su sospecha era cierta. Entonces ató cabos y entendió muchas de las razones que había esgrimido Bernat para justificar su cambio de actitud.

Al cabo de poco las palabras cesaron y, en tanto el sacerdote impartía su absolución a la moribunda, ésta, con un notable esfuerzo, abrió de nuevo los ojos, que adquirieron un fulgor especial, y dirigió su mirada hacia su amado. A indicación de Llobet, el joven aproximó su rostro a la muchacha, y mientras una sorda congoja invadía su espíritu, sus oídos escucharon las palabras vacilantes que durante tanto tiempo había soñado.

—Mi bien... me voy a preparar nuestra casa... he debido escoger entre este mundo terrenal y el otro... He preferido ir donde tenga la oportunidad de ser digna de vos... donde nadie pueda dañar nuestro amor... Adiós, bien mío... os aguardaré toda la eternidad.

Un borbotón de sangre inundó su boca y sus ojos se cerraron Martí aulló como un animal herido. La luz vacilante de unas antorchas precedió la llegada de Halevi. El sabio físico, abriendo su bolsa, se precipitó junto a la muchacha en el lugar que dejó vacante Eudald. El hebreo, con las yemas de su dedo corazón, tentó la gruesa vena del cuello de la muchacha. Después alzó sus párpados y miró atentamente las pupilas acercando la luz de una palmatoria, hecho lo cual palpó suavemente su cráneo y con sumo cuidado las vértebras de su cuello.

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