Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
El paso retenido de los equinos y el cambio de ruido de las ruedas al pisar el empedrado patio de la abadía le indicaron que el viaje tocaba a su fin. Retiró la embreada cortinilla y asomando la cabeza por la ventanilla, no pudo dejar de admirar la belleza de los regios muros y la majestuosa sobriedad que presidía el conjunto.
El lacayo saltó de la parte posterior del vehículo y se precipitó a abrir la portezuela, en tanto el postillón sujetaba las bridas de los dos caballos delanteros que entre las nubes de espuma de sus ollares y relinchos agudos, pateaban nerviosos.
Ya el hermano lego de la portería, que había distinguido al momento la importancia de la visita, tiraba agitadamente de la cuerda de una campana que sonaba en la lejanía dentro del convento, llamando a la comunidad a rebato. Los monjes, dejando sus cotidianos quehaceres, acudían presurosos a la convocatoria provistos de cualquier indumentaria, ya fuere desde el huerto, desde el refectorio, desde la capilla o desde la biblioteca. Cuando Ermesenda, apoyada en su bastón, alcanzaba el centro del enlosado patio, el prelado se precipitó a su encuentro, abriéndose paso entre su comunidad reunida en el soportal central del pórtico.
Ermesenda se inclinaba ya a besar la mano del obispo cuando éste la detuvo.
—Señora, no debíais haber venido. De haberlo sabido hubiera sido yo el que hubiera acudido a vuestro encuentro.
—Señor, no me hagáis sentir más vieja de lo que soy. Aún puedo correr unas leguas cuando preciso de un leal consejo, y si no fuera por esta maldita rodilla podría hacerlo a lomos de mi blanca mula.
—Jamás lo he dudado, pero ¿por qué pasar incomodidades cuando sabéis que enviando un simple mensajero hubiera acudido presto a vuestro lado?
—Tal vez porque de esta manera engaño a mis pobres huesos haciéndoles creer que aún son jóvenes.
Mientras hablaban, la pareja había llegado hasta la comunidad que, a indicación de su prior, saludó respetuosamente a la condesa y se retiró a sus avíos.
—Llevadme, abad, al refectorio y que vuestro cocinero me dé un homenaje de melindros, confitura de frambuesa y leche recién ordeñada que a lo mejor éste ha sido el motivo real de mi visita. ¿Todavía tenéis de repostero al hermano Joan?
—Todavía, condesa, y si he de seros sincero os diré que es el que manda en el convento. Hace apenas un mes debió guardar cama a causa de un rebelde catarro y la comunidad comió tan mal que tuve que calmarla contando aquel mal yantar como penitencia y liberándola luego del ayuno preceptivo.
—Entonces no nos demoremos y hagámosle una cumplida visita. Decidle que su condesa le rinde pleitesía y que ha corrido un largo camino para gozar de sus exquisiteces.
Después de una buena merienda y de haber visitado la capilla el abad introdujo a Ermesenda al
scriptorium
y se dispuso a oír el espinoso tema que sin duda la inesperada visita le auguraba.
—Y bien, señora, decidme ahora qué es lo que os perturba para obligaros a hacer tan incómodo viaje.
Ermesenda, ya rehecha de las fatigas del camino, se dispuso a hablar.
—Mi buen Guillem, desde que murió Oliba
[15]
en nadie he confiado como en vos y os voy a decir el porqué. Sois un alma de Dios y no tenéis apetencias terrenales; las vanidades del mundo os incomodan y sé que vuestro mayor anhelo sería retiraros a Montserrat y haceros ermitaño. Es por tanto por lo que creo que vuestro consejo es leal sin apetencias de clase alguna y que únicamente os guía el buen criterio y el deseo de ayudarme.
—Me abrumáis, condesa, pero no dudéis que nada me guía si no es el afán de serviros y servir al condado.
—Pues entonces, amigo mío, voy a ir al grano. No os pongo en antecedentes pues de sobra os son conocidos. Como bien sabéis nuestro viaje para ver al Pontífice fue fructífero y la excomunión se abatió sobre mi nieto y su barragana. Fuimos como el trueno que precede a la tormenta. La autoridad del conde fue puesta en entredicho y muchos los problemas de jerarquía que tuvo y puede tener todavía. Pero me estoy haciendo vieja y tras tanta lucha no quisiera irme de este mundo dejando tras de mí un conflicto que afectara a Barcelona. Esto de una parte... De la otra está el odio que me inspira la arpía que ha sorbido la sesera a mi nieto.
—Si me pedís opinión, os diré...
—Dejadme terminar, obispo, antes de emitir vuestro consejo. Me han enviado embajadores, y más de una vez. La oferta es tentadora, más aún teniendo en cuenta que caso de no ceder lo que dejaré a mi muerte será una guerra y, de cualquier manera, Gerona y Osona pasarán a la jurisdicción de Ramón. Si cedo en vida mis derechos, las contraprestaciones serán tan sustanciosas que podré dejar arregladas las rentas de mis fundaciones casi para siempre.
—Entonces, señora, huelga mi consejo. Es evidente que debéis pactar y que Dios guarde vuestra vida muchos años.
—Eso es lo que dice la fría razón, pero mis vísceras me impelen a resistir hasta el final y que a mi muerte salga el sol por donde pueda.
—No obraríais con criterio... Y, si me permitís, añadiré otra cosa.
—A eso he venido, mi buen Guillem.
—Pues bien, señora. No sé cómo serán los hijos de Almodis, pues aún son pequeños, pero por poco que valgan, debo deciros que si de alguna manera se pudiera evitar que el condado de Barcelona cayera en manos del primogénito de vuestro nieto, mejor se presentaría el futuro.
—No me decís nada nuevo, obispo. Pedro Ramón, el mayor de Ramón y de Elisabet, tiene bien ganada fama de irreflexivo, iracundo y cruel; virtudes malas consejeras para un gobernante.
—Más a mi favor, señora; la vida es larga y si alguno de los condesitos posee las condiciones que deben adornar a un príncipe, manera habrá de saltar la línea dinástica por el bien del condado y la felicidad de sus moradores. No sería la primera vez que tal cosa sucediera.
—No me duelen prendas. Sabéis que su madre es para mí como un Satanás vestido de mujer, pero me han llegado voces de que uno de los príncipes pudiera reunir tales virtudes.
—Entonces, señora, ¿cuál es vuestra duda?
—No lo podéis entender, mi buen Guillem. Al igual que los hombres no sirven para parir, debéis comprender que el mecanismo que Dios dio a las hembras no se atrofia jamás y que los ovarios mucho tienen que ver con las decisiones que adopte una mujer, ya sea vieja, joven, princesa, plebeya o monja.
El prelado enrojeció.
—No os apuréis, Guillem, tal vez tengáis razón y haya llegado el momento de pensar con la cabeza y no con la víscera.
Desde casi el mascarón de proa del
Sant Benet,
que era el lugar de la nave más cercano a Barcelona, Martí oteaba el horizonte otoñal intentando atravesar con su vista una neblina mañanera que ocultaba el perfil de la costa. Le parecía que había transcurrido un siglo desde que partiera de la ciudad. Eran tantos los sucesos acumulados que había comenzado un cuaderno de bitácora en el que iba anotando sus experiencias, los logros conseguidos y las metas que se había propuesto por orden de importancia. A su llegada a Sidón aprovechó para visitar a Yeshua Hazan, agradecerle otra vez sus sabios consejos y darle cuenta de todos sus negocios menos, claro es, el asunto del fuego griego, que mantenía en el más absoluto de los secretos. El preboste le felicitó por su buena estrella y, tras ofrecerle su ayuda para cualquier cosa que precisara al respecto de dinero o influencias, le entregó tres cartas traídas por el capitán de uno de los bajeles que tenía negocios con la poderosa comunidad judía de Sidón. La primera era de Laia, fechada un año atrás, la segunda se la dirigía su criado Omar, y la tercera, Baruj Benvenist. Martí, en cuanto se refugió en la estancia que ocupaba en la mansión del judío, se precipitó a leerlas. Como es lógico, empezó por la de su amada. Al finalizar la lectura, quedó anonadado y tremenda fue su decepción; la releyó una y otra vez sin acabar de comprender qué había ocurrido. Luego fue haciendo cábalas y buscando explicaciones: tal vez el largo tiempo transcurrido, pues su ausencia ya iba para casi dos años, había influido negativamente en el ánimo de la muchacha. Laia era muy joven y Barcelona una gran ciudad llena de tentaciones. Mas luego, tras analizar la misiva que le enviaba Omar, fue reflexionando y comenzó a ver claros indicios de que aquel pergamino entrañaba un mensaje oculto.
La misiva de su hombre de confianza decía así:
Barcelona, 10 de octubre de 1054
Respetado amo:
El señor Benvenist ha tenido la benevolencia de escribir esta carta, para que yo tenga la posibilidad de relataros cómo están las cosas aquí.
En primer lugar, debo deciros que los negocios marchan viento en popa y cada día preciso de más ayuda para atenderlos a todos, de modo que me he atrevido a rogar humildemente al señor Andreu Codina que me diera su ayuda, ya que a mí me es imposible atender sin menoscabo tantas tareas: contratar con los campesinos la compra de productos del campo para abastecerlo, atender a los molinos y viñas de Magòria, mediar en cuantos pleitos surgieren entre nuestros arrendadores del agua conduciéndolos, tal como ordenasteis, a la presencia de don Baruj Benvenist, acudir a las atarazanas por ver de colaborar con el capitán Jofre en la tarea de poner a punto vuestro barco que ya está en el agua y a punto para partir... En fin, el tiempo pasa raudo y pese a acostarme a las doce y levantarme a las seis, el caso es que no doy abasto.
Siguiendo las indicaciones que me impartió mi señor Baruj, he entregado a un propio que vino a recogerlo la cifra que me indicasteis del porcentaje de beneficios de los mercados, y por cierto me interrogó al respecto de vuestro regreso. Otra cosa llamó mi atención: la carta que os adjunto no me la entregó Aixa ni se hizo por el conducto de siempre. Se me entregó en nuestro comercio de manos de un desconocido. Una mujer, que, la verdad, me causo una pésima impresión y que antes de partir me preguntó si tenía yo alguna misiva para darle. Como comprenderéis, respondí siguiendo vuestras instrucciones: le dije que yo no andaba en estas cosas ya que trabajo no me faltaba, que mi cometido era enviar cuantas cartas se me entregaran para mi amo, pues era el único que estaba al corriente del lugar donde se hallaba pero que él enviaba directamente sus mensajes, que quedaban retenidos en casa de un comerciante a disposición del destinatario. Así zanjé el asunto.
Veo casi diariamente a don Baruj Benvenist, y cada vez que tengo la fortuna de escucharlo, aprendo de su erudición y prudencia. Estos días, con gente del "Call", acude puntualmente a las atarazanas. Dialoga tiempo y tiempo con el capitán Jofre y toma buena nota de la capacidad de carga de la bodega del navío, haciendo listas interminables de pormenores que a mí me parecen baladíes pero que por lo visto son muy importantes. Según he oído, el capitán ya tiene la tripulación a punto. La ha ido reuniendo con paciencia y esmero y no ha acudido, como hacen casi todos los otros capitanes, a los figones, tabernas y posadas del puerto para enrolar a una panda de borrachos, sino que ha recurrido a expertos lobos de mar con los que en tiempos compartió singladuras y tormentas. El rostro de los que yo he visto pululando por la cubierta, os puedo decir que tiene un aspecto muy inquietante: caras cortadas, pañuelos anudados, argollas en las orejas y algún que otro miembro de menos, pero me dice Jofre que así son las gentes de la mar, y que todos son de fiar y fieles hasta morir.
Bien, amo, deseo que la presente os halle en el mejor de los estados y aguardo vuestro regreso con ansia.
Recibid en mi nombre todo el respeto de las gentes de nuestra casa.
Omar
La misiva permaneció entre sus manos largo rato. Después, tras leer otra vez la carta de Laia, se fue dando cuenta de las anomalías del pliego. La ausencia de la diminuta cruz en la cabecera, el color de la tinta, que no era el verde habitual, y la ausencia de aquel perfume de agua de rosas que embriagaba sus sentidos hicieron reflexionar a Martí. Recordaba que a la partida, otro escrito de Laia llenó sus horas de esperanza y ahora la críptica nota que releía una y otra vez, instalado en la proa del
Sant Benet,
el cuarto bajel donde viajaba en su regreso a Barcelona, angustiaba su alma de tal modo que nada conseguía aquietar su espíritu. A su llegada debía aclarar muchas cosas.
La tercera era la misiva de Baruj. Su forma de ser, lo pragmático de sus opiniones y lo conciso de su escritura volvieron a admirarle.
Enero de 1055
Estimado hermano:
Os escribo en la esperanza de que la carta llegue a vuestras manos, pues sé por Hazan que volveréis, casi con seguridad, a pasar por Sidón y que como es lógico os alojaréis en su casa.
Además de desearos la mejor de las singladuras, paso a enumeraros las cuestiones que a ambos atañen. En primer lugar daros la nueva de que vuestro bajel ya está aparejado, con la tripulación contratada y la primera carga casi a bordo. Os aplaudo la diligencia que habéis mostrado al ir enviando, de los consiguientes puertos, la lista de aquellas cosas que debían embarcarse, la cantidad y el lugar. Detecto en vos un fino instinto de avezado comerciante y estoy seguro de que con la ayuda de la Providencia, nuestro acuerdo llegará muy lejos. Siguiendo vuestras órdenes, transmití al capitán Jofre vuestros deseos al respecto del nombre con el que se debería bautizar a vuestra nave: Eulàlia le pareció perfecto ya que es el nombre de la patrona de esta ciudad. Estrellamos en su casco una botella del mejor mosto y nuestro común amigo Eudald Llobet se encargó de bendecirlo.
Las cosas por aquí andan turbias, y las disensiones de nuestro conde y de la condesa Almodis con la condesa Ermesenda de Gerona prosiguen sin aparente solución. Todo ello en detrimento del comercio y de la paz, ya que unos se inclinan por un bando y otros por el otro. En fin que la vida sigue, pese a todo inconveniente, pues las miserias humanas obligan a los hombres a subsistir pese a cualquier contrariedad y por tanto a seguir bregando cada quien en su oficio, de manera que el condado crece por sí solo, y a pesar de sus gobernantes, no gracias a ellos, como siempre ha sido.
Siguiendo vuestra indicación y a través de mi mayordomo, ya que sé que a su excelencia, y ya sabéis a quién me refiero, no le son gratos los de mi raza, he enviado la cantidad de mancusos que me ordenasteis en vuestra última carta. Sin embargo, debo deciros que la considero excesiva y onerosa pero vos mandáis en vuestro peculio.
Deseo ardientemente abrazaros cuanto antes y al despediros os transmito los afectuosos saludos de mi hija Ruth, que desde que sabe que os escribo no deja de insistir para que os mande recuerdos.
Baruj Benvenist