Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
En este recuerdo se refugiaba su mente adormecida por el láudano para mejor soportar las contracciones del parto.
Aquella fría noche que su adormilada mente evocaba había nacido con una inmensa luna nimbada por un halo opalescente que anunciaba nieve. Delfín, como de costumbre, estaba acurrucado en su escabel con la mirada perdida y, cosa inhabitual en él, absorto en su silencio. Almodis trajinaba en un tapiz que deseaba terminar antes de ponerse de parto como obsequio de cumpleaños a su esposo. Recordaba que, ante el mutismo de su amigo, le recriminó cariñosamente:
—Delfín, amigo mío, eres un ser insensible. El día que más necesito de tu cháchara para distraer mis pensamientos, callas como un mochuelo dándome más motivos de preocupación que de esparcimiento.
Delfín volvió en sí de sus ensoñaciones y le dirigió una mirada que, anteriormente, ella nunca había observado.
—¿Qué ocurre? ¿Acaso te he ofendido sin darme cuenta?
El enano regresó desde sus divagaciones mentales.
—¿Cómo podéis imaginar tal cosa? Sois mi dueña y todo os lo debo a vos.
—Entonces, ¿qué es lo que te atormenta y enturbia tu mente de manera que en vez de encontrar en ti al gentil compañero que entretiene mis ocios, hallo un ser más turbado que yo misma?
—No sé si debiera... ama.
Almodis dejó a un lado el tambor de bordar y su rostro cambió de expresión.
—¿Qué es lo que ocurre? Jamás me has ocultado nada.
—No quiero que mis futilidades os preocupen.
—¡Tus futilidades, dices! Todo lo que te ocurra me interesa.
—Es que os atañe a vos.
—En mayor medida entonces. Dime ahora mismo lo que ocurre... No quisiera tener que recurrir a medios que me repugnan cuando los veo ejercidos por otras personas.
—Señora, hace tiempo que no me ocurría, pero hace dos noches tuve un agüero.
Sin saber por qué, la condesa tardó un instante demasiado prolongado en contestar.
—¿Y qué auspicio es ése?
—Señora, no me obliguéis. Seguramente serán calenturas mías... Me estoy haciendo viejo.
Las cejas de Almodis se enarcaron anunciando tormenta y sus labios se contrajeron en un rictus que Delfín conocía perfectamente, pero que había visto en contadas ocasiones.
—Me lastima tener que amenazarte, pero tu actitud me obliga a ello. ¿Recuerdas el látigo con el que fustigo a Hermosa cuando se niega a saltar? No me obligues, Delfín, te lo suplico.
El enano se removió inquieto en su escabel.
—No es por el castigo, señora, creo que os lo debo.
—¡Habla de una vez, por Dios! ¿Qué es eso tan importante?
—Señora... —El enano tragó saliva—. He tenido un pálpito: vuestro hijo nacerá y a la vez lo hará con él su Némesis,
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que encarnará su fatal destino.
Recordaba Almodis en aquellos momentos que la noticia cayó sobre ella como la erupción del Vesubio. Por eso había dicho al físico que quería conocer todo aquello que atañera a su hijo y, al no haberle podido concretar Delfín cuál iba a ser la anunciada tragedia, había rogado a Dios que ésta se refiriera al cuerpo de la criatura y no a su intelecto, ya que la cordura es el principal atributo de un buen príncipe.
Los dolores del parto habían alcanzado su punto máximo, pero nada de ello parecía afectar a la parturienta: mantenía el cuerpo semiincorporado, los labios pálidos y apretados, las venas del cuello abultadas y los tendones tensos cual cuerdas de laúd. En su oído resonaban las palabras de la partera:
—Apretad ahora, señora, apretad...
Finalmente un último esfuerzo, la sensación de que se vaciaba, aunque algo en su interior le avisó de que sus dolores aún no habían terminado. Sin embargo, una languidez acompañó el vagido de un animalillo lloroso.
Su oído captaba las palabras apenas susurradas a su alrededor con la diafanidad con la que el moribundo percibe las cosas que sus familiares hablan en su presencia, creyendo que ya no está en este mundo. Primeramente, la partera y el físico intercambiaron unas frases, luego este último se dirigió a su esposo. Ella escuchaba.
—Señor, ya ha nacido un príncipe. Mi consejo es que no arriesguemos la vida de la condesa: viene otro de nalgas y es de mal manipular. Lo más probable es que lo saquemos muerto, pero vuestra esposa vivirá.
Luego oyó, en la lejanía, la voz de su amado.
—Proceded como mejor os parezca. Ya tengo un heredero.
Halevi percibió que la condesa lo reclamaba con insistencia; se llegó junto a la silla de partos y arrimó su oreja a los labios de la parturienta.
—Aquí estoy, señora.
—¿Qué es lo que ocurre?
El sabio judío vaciló.
—¡Os exijo que me digáis inmediatamente qué es lo que ocurre! —dijo Almodis con voz ronca.
Entonces escuchó la voz temblorosa del físico como si le hablara desde dentro de una campana.
—Señora, habéis tenido un varón robusto e inteligente. Debo deciros que siguiendo vuestras indicaciones, os he sajado algo por abajo para evitar cualquier padecimiento, pero el niño no ha precisado ni ayudas ni hierros. Sin embargo, como me habéis indicado que, caso de percibir alguna anomalía, os lo comunicara de inmediato, debo deciros lo que ya he comunicado al conde: viene otro de nalgas y peligra vuestra vida. No puedo responder de lo que ocurra si pretendo salvar a ambos. Todo está en manos de la Divina Providencia. He hecho lo que he podido, estas cosas se escapan a la capacidad de los humanos y he pensado que debo proteger vuestra vida por encima de todo, pues ya tenéis un heredero.
El físico sintió que la mano de Almodis se aferraba a él y, como una garra, tiraba de su hopalanda obligándole a acercarse más todavía.
—¡Habéis pensado mal! Mi otro hijo está dentro y va a nacer. Para eso os he traído, o ¿es que sois una vulgar partera? ¡Abridme en canal, si es preciso, pero sacad a la criatura! Son dos príncipes, y no sé cuál de los dos va a influir en el destino del otro; ignoro cuáles son los designios de sus respectivas estrellas. Necesito tiempo para conocerlos bien y averiguarlo, para que al heredero jamás le lleguen los idus de marzo. No quiero arriesgarme.
—Señora, deliráis. No entiendo lo que decís, el conde ha ordenado que...
La voz de Almodis era un autoritario susurro que solamente escuchaban los oídos de Halevi.
—Ni falta que hace que me entendáis. En este momento la opinión del conde me importa un adarme: lo necesité cuando fui a su campamento a que me preñara. Ahora toda decisión es mía y está en juego el destino de un pueblo. ¡Obrad!
Algo más tarde, el obispo Odó de Montcada y el notario Guillem de Valderribes daban fe de que la condesa Almodis de la Marca había parido dos príncipes. Ella yacía agotada por el esfuerzo en el gran lecho adoselado, Ramón Berenguer I observaba arrobado a los nacidos, que compartían un moisés inmenso, acurrucados y envueltos en pañales. Rubio, sonrosado y hermoso el primero; menudo, moreno y endeble, el otro. El segundo, sacudido por un llanto inconsolable, intentaba arañar con sus uñitas el cuello de su hermano.
Martí llegó a las costas de Levante en la nave del griego. En cuanto el
Stella Maris
atracó en el puerto de Sidón, Martí se despidió de Manipoulos no sin agradecer al viejo marino todas las deferencias que con él había tenido, y éste casi se excusó por el retraso habido pero le dijo: «El hombre propone y la mar dispone». Martí, tras desearle buenas singladuras y mejores augurios y asegurarle que en Barcelona tendría siempre a un amigo, se dispuso a correr la aventura que intuía iba a cambiar el rumbo de su vida. Lo primero fue documentarse para realizar el itinerario que tenía planeado de la forma más segura y rápida. En aquella ocasión iba a ciegas, pues su alto en Sidón había sido ocasionado por el capricho de la fortuna, ya que su primera intención había sido ir a Malta.
Los comerciantes hebreos se reunían en una tienda en los aledaños del puerto y la recepción fue lo atenta que acostumbraba a ser en cada ocasión que mostraba el documento que Baruj le había entregado en Barcelona y que era como la panacea universal para abrir puertas. Inmediatamente pusieron a Martí en contacto con su preboste, cuyo nombre era, según le comunicaron, Yeshua Hazan. De no tener la certeza de que estaba en el lugar adecuado hubiera podido imaginar que se presentaba en el establecimiento de cualquier distinguido comerciante árabe. El suelo cubierto de alfombras y de gigantescos almohadones, entre ellos unas mesitas bajas en las que se veían fuentes cargadas de todo tipo de golosinas, y desde el criado que le introdujo hasta el niño que se acercó a ofrecerle un lavamanos con agua de rosas, todos lucían chaquetilla corta, holgados bombachos y cubrían sus pies con babuchas de cuero adornado de tafilete. Martí aguardó de pie la llegada del preboste. Al poco acudió a su encuentro un hombre que por su vestimenta se habría dicho que era árabe. La cara estaba ornada por un apéndice nasal en verdad notable, ojos penetrantes y expresión afable. Al entrar en la estancia, observó Martí que en su diestra llevaba la carta de Baruj Benvenist.
—Querido joven, nada puede complacerme más que atender a alguien que muestra tal credencial. Baruj es un ejemplo de probidad en todos los rincones del mundo en los que more un judío. Su nombre es reverenciado en todas las comunidades judías que pueblan el Mediterráneo. Tened la amabilidad de sentaros.
El hombre se recogió los bombachos y cruzando las piernas se reclinó sobre unos almohadones e invitó a Martí a que hiciera lo propio frente a él.
Tras tomar asiento, Martí comentó:
—No imaginaba que esta casa fuera tan distinta de las de Barcelona.
—Veréis, nuestra nación no tiene patria, así que nos adecuamos a las formas y costumbres de los reinos que nos acogen. De esta manera llamamos menos la atención de las gentes y ello es bueno para nuestra seguridad. Para muchos somos una nación que está en una tierra que no es la nuestra y evidentemente así es, pues, tras salir de la tierra de Israel, no tenemos una propia. Debemos ser útiles y sobre todo discretos, amén de que, aunque el tronco es común en el origen, en algo diferimos los que vivimos en reinos cristianos y en tierras del islam, por ejemplo. Pero, decidme, ¿cuál es la causa de vuestra visita?
—Voy a ser lo más breve posible. No quisiera entorpecer vuestro quehacer diario.
Martí explicó cuidadosamente su intención de marchar hacia Babilonia, la famosa capital que se hallaba a pocas leguas de Kerbala y se informó de la forma más rápida y segura de llevar a cabo su propósito.
—Vuestro empeño no es cosa baladí. Hay un largo trecho desde aquí hasta Mesopotamia. Deberéis atravesar Siria, y no os aconsejaría jamás que afrontarais esta ruta en solitario.
—¿Qué me recomendáis?
—Tendréis que atravesar el desierto y eso es más que peligroso; yo diría que es suicida.
—¿Entonces?
—Debéis integraros en alguna caravana que, partiendo de Damasco, se dirija a Sabaabar, y de allí, y acompañado por un experto guía que conozca los oasis, intentar la travesía.
—¿Será difícil encontrar compañeros de viaje?
—Vuestro caso es común. En Sidón, en estos instantes, pernoctan nobles señores, caballeros, mercaderes y gentes de toda laya que desean hacer esta ruta y que, conociendo el riesgo, acostumbran a unirse y aguardar a que una caravana parta, custodiada por una escolta de mercenarios, y a cuyo frente esté un capitán famoso y experimentado que haga más segura la travesía, pues los bandidos sirios, conocedores del valor de las mercancías que en ellas se transportan, no dudan en atacarlas: si no hallan otro beneficio, siempre les queda el negocio de hacer prisioneros que, o bien sirven para ser canjeados por fuertes rescates, o pueden sin duda proveer los mercados de esclavos del califa de Bagdad. Pero, si os parece bien, podéis instalaros en mi casa: la espera puede ser larga y os puedo ofrecer el alojamiento que merece vuestra condición de amigo de Baruj.
—No quisiera ocasionaros más molestias de las necesarias.
—Los amigos de Baruj Benvenist son amigos míos. La última vez que visité vuestra hermosa ciudad fui su huésped. Si no aceptáis mi oferta me daré por ofendido. Amén de que haré lo posible por invitar a cenar al capitán que está formando la escolta, de manera que podáis conocerlo.
Martí Barbany se alojó en casa del amable comerciante y al punto fue tratado con la dignidad que su condición de socio del influyente Baruj de Barcelona merecía. Compartió manteles con la familia y en una cena proyectada al efecto, trabó conocimiento con el maestre Hugues de Rogent, un caballero franco por cuyas venas corría también sangre árabe, cuya capacidad y conocimientos asombraron a Martí, y que en aquella ocasión iba a ser el jefe del grupo que partiría, Dios mediante, en dos semanas y que en aquellos días andaba reclutando a los hombres de su escolta de entre lo más granado de los mercenarios que alquilaban su hierro, su arco y su aljaba para aquellos menesteres. La espera iba a ser tediosa y en aquella velada se habló de un sinfín de cosas curiosas relacionadas con el viaje: sus paradas, la categoría de las gentes que se iban sumando y un largo etcétera, que comprendía desde los medios o los animales más idóneos hasta el equipaje necesario para afrontar con éxito la arriesgada aventura.
Una ingente y abigarrada multitud aguardaba paciente la oportunidad de la gran travesía. Las personas se alojaban según las jerarquías o los dineros que tuvieran para destinar a la espera de la gran oportunidad. Las posadas, ventas, figones de Sidón estaban repletos. A las afueras de la ciudad se había ido formando un campamento de tiendas, chamizos, cobertizos e incluso establos, que las familias de la zona alquilaban, dejando sus caballerías a la intemperie, por ver de aprovechar la coyuntura para ganar buenos dineros.
Martí empleó la espera en seguir los consejos que le dieron tanto Yeshua Hazan como Hugues de Rogent. Por la mañana del tercer día se dirigió al mercado de animales y después del consabido regateo, ya que aquellas gentes sin tal requisito negaban la venta, se proveyó en primer lugar de un buen caballo, al que escogió teniendo en cuenta más su resistencia y su carácter que su velocidad y al que pertrechó debidamente, y luego con un camello, más conocido como «la galera del desierto», para asegurarse la travesía, pues eran legendarios tanto el buen hacer de estos rumiantes en arenas ardientes, como su frugalidad en la comida y necesidad de líquidos. Contrató también a un muchacho, experto camellero, para la conducción del arisco animal. Marwan era su nombre y no era la primera vez que iba a atravesar el desierto. Aconsejó a Martí sobre guarniciones, arneses, bridas, en fin de todos aquellos efectos de los que debía dotar al jorobado animal. Finalmente se abasteció de unas buenas alforjas de esparto anudado que habrían de ir repletas con los más precisos enseres para el largo viaje. Realizado todo este trajín y a fin de aclimatarse y aprovechar el tiempo de la dilación y acompañado por su nuevo criado, se movió por el lugar mezclado entre las gentes fingiendo ser mercader e inclusive aprovechó un disfraz de árabe para pasar más inadvertido y de esta guisa adecuarse a las costumbres de aquel pueblo.