Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—Hazla pasar y aguarda en el pasillo para acompañarla a sus habitaciones cuando hayamos acabado.
La dueña abatió el picaporte e indicó a la muchacha que entrara. Laia se introdujo en la estancia y aguardó temerosa a que su padrastro le indicara lo que debía hacer. Éste, soslayando su presencia, continuó escribiendo un documento con una pluma de ganso teñida de rojo que de vez en cuando mojaba en el tintero que tenía delante. Tras un largo rato y a la vez que esparcía unos polvos secantes sobre el pergamino, alzó la vista y como si en aquel momento hubiera percibido su presencia, con una voz inesperadamente amable, habló:
—¡Ah, pero si estás aquí! Pasa y siéntate, criatura. No te quedes en la puerta.
Laia avanzó hasta la altura de la mesa y se acomodó en la silla de siempre.
—Cuéntame cómo estás. ¿Qué tal van tus cosas?
Ni el tono ni la materia conciliaban con lo que Laia había sospechado y sin querer irritar al viejo, por ver si obtenía ventaja, respondió sosegadamente.
—Yo no tengo nada que contar, conocéis mi vida de cabo a rabo, y por cierto es bastante tediosa. Además, me habéis hurtado a la persona que daba color a mis días y colmaba mis afectos.
Montcusí mantuvo la calma.
—Debo velar por ti, Laia. Esa persona, que no es tal pues es una esclava, ha defraudado mi confianza y abusado de ella. No te hago responsable de lo ocurrido, eres aún demasiado niña para ello. Es ella la que con sus malas artes ha metido pájaros en esa encantadora cabecita que adoro y que hasta esa fecha no me había proporcionado más que satisfacciones.
—Lo siento, pero no tenéis razón. Ella era mi alegría, mi compañía y mi abrigo, un refugio del que desde la muerte de mi madre había carecido, y vos la habéis apartado de mi lado.
—Pero no me negarás que aunque no me hayas facilitado las cosas al negarte a decirme dónde te entrevistabas con ese hombre, la correveidile de estos encuentros era tu esclava, que fue introducida a tu lado arteramente, con esa única finalidad aunque la envoltura era su bella voz y sus dulces canciones.
Laia percibió en la respuesta un ligero cambio de actitud y, aunque defendió a su amiga, intentó no provocar a su padrastro.
—Conocí a Martí en el mercado de esclavos y nada tuvo que ver Aixa en ello, pues ése fue el día en que la subastaron. Lo que ocurre es que os negáis a reconocer que he crecido y que ya no soy una niña.
La voz del consejero adquirió un tono irónico.
—Precisamente es lo que sostengo. No cabe duda de que has crecido: ya eres una mujer. Pero vayamos al asunto de las misivas. ¿Pretendes que me crea que las cartas que guardabas en la alcancía llegaron volando a esta casa? Me pesa ser el culpable de aceptar que Aixa entrara en nuestra vida. En vez de recibir gratitud por su parte lo que recibí fue la picadura artera de un escorpión que entró a mi servicio atendiendo órdenes de su antiguo amo. Dime, ¿quién te sirvió de correo?
Laia, con la voz temblorosa, replicó:
—Me niego a decir cómo han llegado hasta mí las cartas. Sólo os diré que ella nada tuvo que ver.
—Mira, Laia. Si algo no soporto es que alguien me trate como a un tonto y menosprecie mi intelecto. Esta insensata te hizo de correo y tú caíste en la trampa como una boba inexperta. Pero quiero olvidarme de este mal paso, mi amor hacia ti y mi generosidad han de hacer que este enojoso asunto caiga en el olvido. —Bernat Montcusí adoptó un tono suave y miró a su hijastra con ojos tiernos—. Vuelvo a proponerte que aceptes ser mi esposa.
—¡Me niego a tal desatino!
El tono del hombre cambió súbitamente.
—¡Puedo obligarte!
Laia se puso en pie. Su cuerpo temblaba de ira y de miedo.
—¡Antes me tiraré de una de las almenas del torreón! —exclamó.
—Yo sabré poner los medios para convencerte.
—No perdáis vuestro tiempo. Es más fácil que el sol se apague en el cielo que vos me consigáis.
—No soy un mago, mis poderes son únicamente de este mundo.
—Entonces decidme qué haréis.
El consejero condal hizo una larga y deliberada pausa, durante la cual Laia, obedeciendo una orden muda de su padrastro, volvió a tomar asiento. Cuando lo hubo hecho, Bernat Montcusí habló con voz lenta y carente de toda emoción.
—Te explicaré lo que voy a hacer. Haré despellejar a Aixa en tu presencia. Me conoces bien y sabes que cumplo lo que prometo.
Laia se quedó sin habla.
—Que seas mi esposa requiere tu consentimiento, pero no que seas mi barragana. Como bien dices, ya eres una mujer, así que ya sabes lo que ello comporta. Cualquier noche y cuando me plazca me recibirás en tu lecho.
Laia se limitó a negar con la cabeza, con la mirada perdida.
El
prohom
se puso en pie rápidamente.
—¡Sígueme!
Salió desde detrás de su mesa con dificultad y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.
Laia, sin casi saber lo que hacía, fue tras él.
Al abrirla, la dueña que estaba distraída, sentada en un banco, se puso en pie, alterada. Bernat, hecho un basilisco, resoplando, como un torbellino, atravesó, seguido de la muchacha, las estancias que le separaban de la escalera de caracol que iba hacia los sótanos del edificio y cuya entrada estaba vigilada por un guardia armado. El consejero, con gesto brusco, apartó su lanza. La niña, que jamás había pisado aquella escalera, caminaba tras sus pasos sin apenas poder darle alcance. Al llegar al segundo sótano tomó Bernat en sus manos una de las antorchas que iluminaban las húmedas paredes y se adelantó hacia el guardián que dormitaba en un escabel frente a una angosta mesilla con la cabeza apoyada entre los brazos. El consejero lo despertó de una patada.
—¿Es así como vigilas, julandrón? Voy a hacer que midan tu espalda con una vara de fresno hasta que saques las vísceras. ¡Abre inmediatamente la celda del fondo!
El hombre, pálido como un cadáver e insospechadamente ágil dada su corpulencia, se alzó del escabel como un rayo y tomando de un gancho de la pared un manojo de llaves se dirigió a la puerta del fondo, que abrió a continuación entre un chirrido de goznes, haciéndose a un lado para dejar el paso franco. La antorcha del consejero iluminó la escena.
Al fondo de la celda y sobre un banco de piedra yacía inmóvil un bulto.
La voz de Bernat rebotó en las paredes.
—¡Ahí la tienes! A ver si la reconoces.
Laia se acercó al bulto y apartó de él una manta raída que lo cubría. Una masa de cabello apelmazado ocultaba el rostro de la persona que allí yacía. La mano de Laia los hizo a un lado. Entre las sanguinolentas guedejas apareció el tumefacto perfil de su esclava. La muchacha apenas pudo emitir unas palabras.
—¿Qué es lo que han hecho contigo, amiga mía?
Aixa la miró sin reconocerla.
La voz de Bernat sonó a su espalda.
—No es nada al lado de lo que puedo hacer.
Laia saltó como una pantera.
—¡Sois una bestia inmunda! ¡Me dais asco!
—De momento aún vive y si eres juiciosa seguirá viviendo. Si no me haces caso, la desollaré viva ante tus propios ojos. Te concedo un día para decidirte. Si eres buena y razonable, salvarás su vida aunque ésta nada valga. O sea que todo queda en tus manos. Y ahora retírate a tus habitaciones y medita: me consta que aceptarás mi generosa propuesta. A partir de ese momento estate preparada, yo decidiré cuándo ha de ser la primera vez. Es algo que toda mujer recuerda de por vida.
El día del embarque había llegado. La cabeza de Martí rebosaba de ideas y su corazón estallaba ahíto de ilusiones. Su instinto le decía que estaba en el camino adecuado para conseguir el tan perseguido fin y que la Providencia o la fortuna habían venido a su encuentro. Si las cosas salían como intuía, en breve podría considerarse inmensamente rico. Pensó que el azar es a veces caprichoso. Las gentes andan toda la vida, como Jasón y los argonautas, tras el vellocino de oro y a él le había salido al encuentro tras hacer una buena acción, que, si todo lo que imaginaba llegaba a buen fin, resultaría que había sido premiada con creces.
La excursión a Pelendri fue provechosa y el encuentro con Theopanos Avidis, afortunado. El hombre, buen amigo de Basilis Manipoulos, estaba muy introducido en el negocio del cobre. No sólo era intermediario, sino que explotaba una mina, de tal manera que le hizo un ajustado precio en pago de varios favores que debía al griego, al que envió a través de Martí un tarro de una sustancia rojiza, perfumada y resinosa a la que llamó mirra y que, según explicó, era de extraordinario valor y muy apreciada para hacer perfume. Martí tomó buena nota de ello y le encargó, para un futuro viaje, una cantidad respetable de la que le abonó la mitad por adelantado, con la condición de que, cuando llegara el momento, el comerciante la transportara al puerto de Famagusta para su embarque.
Terminada su gestión regresó a Famagusta en el carromato de Elefterios, con el que había ajustado un precio para que permaneciera con él durante el tiempo que estuviera en Pelendri.
Llegaron al Minotauro cuando atardecía. Después de despedir a su cochero, que entró a saludar a su cuñado y a decirle que en aquel momento el que estaba en deuda era él por el beneficio que le había proporcionado aquel largo viaje, Martí preguntó a Nikodemos si había alguna novedad. El aviso de Manipoulos había llegado. El
Stella Maris
partiría al anochecer del siguiente sábado y Martí debería estar en la playa a media tarde, ya que el griego pretendía partir aprovechando la pleamar. Tenía por tanto un plazo de tres días.
Cuando tras despedir a Elefterios y tomar su bolsón del suelo, se dirigía a la escalera, sonó a su espalda la voz de Nikodemos.
—¡Ah! Y esta mañana ha venido un hombre preguntando por vos. Preguntó cuándo ibais a regresar, pues tenía que entregaros una misiva que no quiso dejar. Yo, teniendo en cuenta lo que me habíais explicado, le respondí que en muy breve tiempo. Me dijo que a partir de hoy vendría cada mañana, pero que de ninguna manera partierais sin encontraros con él.
Martí, a pesar del cansancio acumulado, no pudo conciliar el sueño. Su imaginación volaba y de un punto pasaba a otro sin pausa ni orden. Tan pronto pensaba en el encuentro con Hasan al-Malik en Kerbala, como regresaba a Barcelona y se entrevistaba con Bernat Montcusí entregando por Laia los
sponsalici
que el avaro regidor le exigiera. Nada le importaba, estaba dispuesto a pagar lo que fuera para obtener la aquiescencia de desposar a su amada, aunque el envite le obligara a comenzar de nuevo. Escuchó cada hora de aquella noche, mezcladas con las plegarias de los muecines en los minaretes, la sonora locución de las lenguas de bronce de las campanas, y su tañido le retrotrajo a su amada Barcelona.
Cuando habían acordado Nikodemos llamó a su puerta.
—¿Quién va?
—Vuestro hombre os aguarda abajo.
Martí saltó de la cama. Ni tan siquiera se afeitó, y apenas se hubo puesto los calzones, anudado la camisola y atado las botas, se precipitó escalera abajo al encuentro de Hasan, que se hallaba en el comedor de la posada. Después de darle los tres protocolarios ósculos e interesarse por su estado tras la peripecia de su postrer encuentro, el hombre extrajo de su faltriquera dos pergaminos que tendió a Martí. Ante la interrogadora mirada de éste, aclaró:
—Como os dije, no sé escribir. Cuando recibo un mensaje o he de escribir alguna epístola, recurro a un buen amigo, un monje copto que me lee las misivas y responde al dictado lo que quiero decir. Mi hermano sí entiende vuestro idioma. Mi esquela está escrita en latín de manera que vos entenderéis mi mensaje.
Martí tomó el papiro que le daba el hombre y acercándose a la ventana, leyó:
Querido Rashid:
Te escribo esta carta que demuestra que aún estoy en el mundo de los vivos. Al portador de la misma le debo el milagro. Fui atracado y lanzado al agua del puerto de Famagusta por dos truhanes y de no ser por el arrojo y decisión de Martí Barbany, portador de la presente, ya hubiera sido devorado por las criaturas que pueblan los abismos marinos.
Durante aquella larga noche en la que me llevó a mi casa en un lamentable estado, tuvimos tiempo de hablar de muchas cosas. Mi benefactor es un comerciante de uno de los condados catalanes y está interesado en traficar con el espeso fluido que de vez en cuando me envías y con el que jugábamos de pequeños con nuestros hermanos y primos, arrimando una tea encendida y haciendo explotar sus burbujas, en el lago vecino a nuestra casa. Ya le he explicado lo dificultoso de su transporte y que casi para nada sirve, pero él cree que puede rendirle beneficios y a ti también. Yo le debo demasiado y de esta manera saldaré una pequeña parte de la inmensa deuda que he contraído con él.
Atiéndelo en cuantas cosas te pida y demuestra que los sasánidas somos gentes de bien y agradecidas. Me gustaría que, ahora que has enterrado a nuestra anciana madre y ya nada te retiene en nuestra tierra, vendieras la propiedad, si es que encuentras quien te la compre, y te vinieras a Famagusta a reunirte conmigo. Ya sabes el motivo por el que yo no puedo regresar. Me alegraría saber que ya no atas tu vida a un recuerdo de juventud que el tiempo y la distancia han mitificado en tu memoria. Aquí viviríamos junto al mar; dejaríamos pasar los días y las noches evocando los buenos tiempos y acompañados por tu balalaica cantaríamos las viejas canciones de nuestra niñez. Nada me podría hacer más feliz que reunirme contigo de nuevo.
Recibe, querido mío, un abrazo infinito de tu hermano.
Hasan
Martí, apenas leída la misiva, volvió la cabeza hacia su nuevo amigo.
—Hasan, ya os he dicho que nada me debéis.
—Yo no lo creo así.
—Os habéis excedido en elogios.
—Me he limitado a explicar la verdad. ¿O no fue así?
—Cien veces que sucediera, cien veces haría lo mismo, y más aún conociendo vuestra calidad humana. —Martí le sonrió y se aventuró a preguntar—: Perdonad mi curiosidad, pero ¿cuál es el motivo que os impide acudir al lado de vuestro hermano?
Los ojos de Hasan se tiñeron de tristeza.
—Dejémoslo como está. Son cosas nuestras. Y ahora, atendedme. La manera que tenemos para autentificar nuestros escritos es una señal que ahora voy a poner en el margen del pergamino. Es un signo cabalístico que, en nuestros juegos infantiles, grabábamos en las cortezas de los árboles. De este modo sabemos que es el otro el que envía la carta. Dadme.