Te Daré la Tierra (38 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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Luego, las dos condesas al mismo tiempo ocuparon los tronos y acto seguido los asistentes también hicieron lo propio, quedando en pie y a ambos costados del salón gran número de personas que carecían de asiento.

El prelado inició la sesión poniendo de relieve la importancia del acuerdo que se pretendía alcanzar y cedió la palabra a la condesa de Barcelona, quien expuso su argumentación con voz templada y contenida, como si nadie estuviera presente y se hallara a solas con su Némesis, dando un rodeo antes de entrar de lleno en el tema que tanto le interesaba.

—Condesa, estoy aquí en representación de vuestro nieto el conde Ramón Berenguer I para intentar llegar a compromisos sobre diversos temas que atañen al futuro de Barcelona.

Ermesenda, hierática, como una escultura de mármol, atendía sin mover un solo músculo del rostro.

Almodis prosiguió.

—Sois condesa de Gerona y Osona por delegación, y bien sabéis que a vuestro fallecimiento, quiera Dios que sea dentro de muchos años, ambos condados pasarán a su heredero natural, que es mi esposo. La petición que os hace vuestro nieto y que yo me limito a transmitiros es que, por el bien de la casa de los Berenguer, cedáis en vida vuestros derechos y pidáis a cambio lo que creáis sea de justicia, que sin duda se os dará. Os podréis retirar a uno de los monasterios que habéis fundado y allí vivir la vida regalada y espiritual que tanto os agrada y que os corresponde por méritos y edad.

Un silencio notable se instaló en la gran sala. Almodis aguardó tensa la respuesta de Ermesenda. Ésta no se hizo esperar.

—Señora mía —Ermesenda eludió el tratamiento—. En primer lugar soy condesa de Gerona y Osona por pleno derecho. Mi marido el conde Ramón Borrell me los cedió a título de
sponsalici
cuando pidió mi mano, y como dote de bodas. Por tanto, transmitid a mi nieto que no obro por delegación y que dispondré en mi testamento lo que a mi voluntad convenga y que los condados que poseo merecen un mejor destino que ser gobernados por un conde venal, que no merece tal nombre. Los títulos, aunque sean heredados y no ganados, se han de honrar, y por ahora mi nieto no honra precisamente el suyo sino que más bien lo vilipendia. Si quiere que Barcelona sea mal regida por un excomulgado es su problema, pero mis condados no tienen mácula y así seguirán.

Almodis respiró hondo para contenerse: era mucho lo que estaba en juego.

—De eso iba a hablaros a continuación, señora. El condado de Barcelona fue de vuestro esposo e imagino que deseáis lo mejor para sus habitantes. La excomunión que promovisteis dificulta mucho las cosas al respecto de la obediencia de sus súbditos, y vuestro nieto, que os ama profundamente, os ruega humildemente que solicitéis a Víctor II que la retire. A cambio del inmenso favor, Ramón estaría dispuesto a reconocer vuestra
auctoritas,
que no la
potestas,
sobre Barcelona hasta el fin de vuestros días y a daros setenta mil mancusos para cooperar en vuestras pías obras.

Al oír la cifra un sordo murmullo se propagó por el gran salón.

Ermesenda mantuvo una larga pausa a fin de conseguir la atención de los presentes.

—Señora. Me ofende y ofende a la Iglesia oír la pretensión de mi nieto. Si no he mal entendido, este insensato pretende comprar su excomunión por setenta mil mancusos. Decidle que su abuela, que defendió sus derechos como una leona durante su minoría de edad, jamás hará de cómplice intermediando en un acto de simonía, que éste y no otro es el nombre que se da a la compra y venta de cosas sagradas. En cuanto a la
auctoritas
que me ofrece, debo decirle que no la necesito: moralmente ya la tengo. Si pregunta a sus súbditos, sabrá que consideran en mucha más alta estima a mi persona que a la suya. De no ser un príncipe vería cuán alto precio debe pagar un excomulgado. Estaría condenado al ostracismo, ni sus vecinos le dirigirían la palabra.

—¿Debo entender que vuestra respuesta es definitiva y no hay componenda posible? —preguntó Almodis, haciendo un gran esfuerzo por contenerse.

—Puede haberla y está en vuestras manos —dijo Ermesenda, mientras a sus labios asomaba una sonrisa despectiva.

—Os escucho.

—Decid a Ramón que su abuela renunciará en su nombre a todas sus posesiones y se retirará a un convento a rezar para la salvación de su alma impía, en cuanto vos salgáis de su lecho, os apartéis de su lado y os volváis a vuestra casa, de la que no debisteis salir jamás.

Almodis saltó como una tigresa.

—¡Mi casa está en Barcelona junto a mi esposo y se me da un adarme la opinión que ello os merezca!

Ermesenda, con un acento preñado de sorna, respondió:

—Creo que ni vos sabéis dónde está vuestra casa. En Arles, en Lusignan o tal vez en Tolosa; tengo entendido que de las dos primeras os echaron y de la última os escapasteis.

—¡Pobres condados de Gerona y Osona! ¡Tienen por condesa a una víbora! Destiláis veneno, señora.

—Condesas, será mejor aplazar esta entrevista hasta mañana —intervino el prelado, viendo que los ánimos se exaltaban—. La almohada es buena consejera y ayuda a moderar actitudes.

Ermesenda tomó la palabra.

—¡Obispo! Este negocio se acabará ahora, y entiendo que deberíais intervenir en los temas que atañen a vuestra Iglesia. Y, por cierto, os he notado frío y permisivo al respecto de la simonía.

—Entonces, señoras, mejor será desalojar el salón, si así os parece.

Almodis, recuperada de la invectiva, tomó de nuevo la palabra.

—Haced lo que creáis conveniente, señor obispo, pero mi capitán y mi amanuense continuarán a mi lado. Quiero que alguien sea testigo y dé constancia de tanto desafuero.

—Entonces, si os parece...

Ambas condesas inclinaron la cabeza y el prelado con una señal hizo desalojar la estancia.

La gente fue saliendo lentamente entre murmullos y comentarios. Una vez hubo salido el último, el ujier, desde fuera, cerró las hojas de la puerta.

Balsareny se dirigió a Almodis.

—Condesa, es vuestro turno.

Almodis adoptó entonces un tono sereno, aunque no exento de orgullo.

—Lo creáis o no, amo a vuestro nieto y no os consiento que juzguéis mi vida. Antes o más tarde la Iglesia cederá, como hace siempre ante una cuestión de Estado, y cuando no sea necesaria vuestra intercesión para obviar este mal paso en que andamos metidos lamentaréis no haber tenido en cuenta la generosa oferta que se os ha hecho. Os habréis de morir un día u otro, y vuestros condados pasarán a Ramón, tanto si queréis como si no. Los súbditos tienen un fino instinto para detectar lo que les conviene, y vuestro nieto se habrá ahorrado una fortuna que hubierais podido destinar a misas que alivien vuestro purgatorio que, según intuyo, y a tenor del odio que rezumáis, será largo.

—Comprendo, señora, que os resistáis a abandonar el lecho de mi nieto. Concluyamos, no tenéis a donde ir. No os preocupéis: decid a Ramón que os dé los mancusos a mí destinados. Podríais montar una mancebía en cualquier ciudad de la Septimania. Allí estaríais mejor instalada. Ya conocéis el refrán: «Cada vencejo a su nido».

—Sois una mujer amargada e indeseable —explotó Almodis—. He venido en son de paz y me habéis buscado las vueltas. Me habéis tildado de mantenida, y qué sé yo de cuántas cosas más. Está bien, vais a saber la verdad. Pronto nacerá un hijo mío y de vuestro nieto: un Berenguer, un hijo del pecado, según vos. Cuando el niño sea mayor, su madre le explicará la opinión que de él emitió su bisabuela antes de su nacimiento. Según vos, vuestro bisnieto será el hijo de una barragana, y este hijo de ramera, que llevará en sus venas sangre de los Berenguer y de la casa de Carcasona, lo heredará todo: Barcelona, Gerona y Osona.
Sic transit gloria mundi.
Señora, mejor ríe quien lo hace en último lugar.

El obispo palideció, Roger de Toëny se puso en pie y llevando su diestra hacia la vacía vaina que pendía en su cinto hizo el gesto de empuñar la espada. Entonces, volcando pupitre y manchando de tinta el documento en su caída, uno de los amanuenses se desmayó.

49
Planes perversos

El alma de Bernat Montcusí no conocía descanso ni sosiego. Una nube roja, mezcla de rabia y de lujuria, presidía sus días y sus noches. El alba le sorprendía sentado en su adoselado lecho, recostado sobre dos cuadrantes, totalmente desvelado. Era inútil que el físico Halevi le recetara pócimas a base de láudano y adormidera. Temía meterse en la cama por si la parca le iba a visitar sin mediar aviso y su alma se condenaba por toda la eternidad. El vicio de Onán se había constituido en algo inherente a su quehacer diario, y pese a intentar reprimirse, no podía erradicar el hábito de acudir cada anochecer a su gabinete, descorrer la trampilla y gozar de la visión del cuerpo desnudo de su ahijada.

El día después de su descubrimiento, envió a Laia y a su esclava a una lejana encomienda y aprovechó la coyuntura para revolver entre las cosas de la muchacha. No le fue dificultoso hacerse con el cofrecillo. Mediante una pequeña ganzúa y con los pulsos alterados, lo abrió y se dispuso a leer las misivas. La lectura de las mismas le puso al borde de un ataque de nervios. Tras releerlas una y otra vez, las devolvió a su sitio. Cerró el cofre, lo colocó de nuevo en su lugar y se retiró a su gabinete dispuesto a meditar sobre la decisión que iba a tomar. Su avaricia se enfrentaba a sus celos y temía que su ira le precipitara hacia una medida equivocada. Aquel Martí Barbany estaba resultando para él un pingüe negocio: si nada más conocerlo su intuición le advirtió que estaba ante un caballo ganador, el tiempo le estaba dando la razón, y en aquellos momentos, dos años después de su primer encuentro, el porcentaje que le rendía su trato con aquel joven se había convertido en algo ciertamente importante. Lo más curioso era que aquello se podría multiplicar por mil en un futuro si acertaba a actuar con astucia. No, decididamente no. No era él el que debía cortar las esperanzas del joven de raíz. En su mente se iba fraguando un plan sibilino que abarcaba todas aquellas facetas a las que de ninguna manera estaba dispuesto a renunciar. En primer lugar, Laia debía pertenecerle de por vida, así que apartar a Martí de su hijastra era una tarea que debería recaer en la muchacha, de modo que el galán no se sintiera ofendido por él. Aquel joven decidido tenía que creer que la elegida de su corazón había tal vez sentido por él una pasajera ilusión de juventud, enfriada por el tiempo y la distancia. El problema se presentaba al pretender que la muchacha le transmitiera este mensaje en persona. Era fundamental que encontrara argumentos categóricos para que la niña accediera a todas sus pretensiones, ya fuera por las buenas o por las malas.

Decidió que lo mejor sería aprovechar la ausencia del galán para llevar a cabo sus planes sin que ella pudiera pedir favor ni consejo, para lo cual se dispuso a afrontar el problema aquella misma tarde.

Laia, acompañada por Aixa, había acudido en el nuevo palanquín que su padrastro le había regalado al rezo del Ángelus en Sant Miquel. Luego debían entregar un paquete de Bernat en una casa extramuros del Castellnou. Aixa, con el permiso del jefe de la escolta al que Bernat Montcusí había impartido órdenes precisas, se había alejado para ir al mercado al encuentro de Omar por si éste hubiera recibido alguna nueva de Martí, con la orden de regresar a la casa cuando hubiera cumplido su cometido y caso de que así fuera entrarla entre sus ropas para entregársela a su ama y amiga por la tarde.

Al terminar los rezos, la muchacha, que invariablemente pedía a la Virgen protección para su amado, partió, aupada en la gestatoria por cuatro esclavos de color que en sus hombros apoyaban las varas, seguida por la escolta hasta el palacio de Montcusí. Durante el traqueteante trayecto, refugiada allí dentro, oculta de las miradas de la gente por las opacas cortinillas, pensó que ni el lujo del tapizado, ni la marquetería en palo rosa que ornaba los cajoncillos, ni las frascas de perfume de la litera, ni ningún lujo del mundo compensaba la vida si no era junto a la persona amada que su virginal corazón de mujer ya había elegido.

Cuando llegaron a casa el mayordomo le comunicó que el amo había sido convocado a palacio y que debería comer sola. No podía recibir mejor noticia. Manifestó al sirviente que lo haría en la glorieta y que le prepararan un frugal refrigerio.

Aixa había regresado sin otra nueva aparte de que la siguiente etapa del viaje de Martí lo llevaría hasta Sidón, desde donde partiría hacia otros reinos y adonde regresaría para embarcarse de nuevo, y Omar le comunicaba que si antes de tres días le entregaba una carta, él se ocuparía de que la misiva estuviera puntualmente aguardando al joven antes de que éste partiera para su nueva singladura. La noticia había llegado indirectamente mediante el capitán de un bajel que había tenido noticias del
Stella Maris,
en Famagusta.

A Laia, el hecho de tener nuevas de su amado aunque fuera de un modo indirecto, la colmaba de dicha ya que pensaba que cada una de ellas la aproximaba al día que volvería a verlo. La llamada al despacho de su padrastro la sorprendió echada en su cama mientras su pensamiento volaba por cauces lejanos.

Compuso su aspecto y partió meditando lo huidiza que es la dicha y cómo alterna la vida situaciones gratas y amables con otras opuestas.

El criado que siempre velaba a la puerta de su tutor, nada más verla, la dejó pasar. Laia tocó con los nudillos en la madera y la voz agria y conocida de su padrastro respondió desde dentro.

—Pasa.

Abrió la muchacha el vano izquierdo y asomando la cabeza por el hueco, inquirió:

—¿Me habéis hecho llamar?

El consejero, sentado en su despacho, se alzó amablemente y asintió.

—Sí, hija mía. Entra y acomódate.

Laia tuvo un mal augurio y supuso que algo grave iba a ocurrir.

Atravesó la estancia con paso lento y se sentó frente a su padrastro.

Mientras tanto Bernat, siguiendo su costumbre, jugaba con un cuchillo que se hallaba sobre una bandeja de plata. Un silencio solemne se instaló entre los dos.

El viejo comenzó su discurso con voz seria.

—Me has decepcionado, Laia.

La muchacha alzó las cejas y fijó en él sus grandes ojos grises interrogantes.

—Has faltado a la confianza que me es debida como padre.

—Ya hemos hablado mil veces de ello —respondió Laia, tensa pero firme—. Vos no sois mi padre.

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