Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
La casa del vinatero se apoyaba en la muralla; el tejado era a una sola agua, tenía dos alturas en el cuerpo principal y en el primer piso dispuso Martí su vivienda; en los bajos estaba la entrada del establecimiento y el espacio reservado a las botas de roble para almacenar los caldos. La arcada de la puerta central estaba ornada por un remate de piedras desiguales, el suelo era de losas grandes. Al costado derecho de la casa se añadía un patio de tierra limitado por un muro con su correspondiente entrada. A un costado, el brocal de un pozo artesano que suministraba el agua al conjunto, y al otro lado la pequeña estancia donde se alojaban Omar y su familia. A su vera, una cuadra con tres caballerías, un mulo y dos caballos y dos corraleras con animales domésticos, gallinas, conejos; de todo ello se ocupaban el pequeño Mohamed y Naima. Por eso desistió de su primitiva idea de poner una pocilga, conocedor del rechazo y la repugnancia que producen los cerdos a los musulmanes.
Martí bendecía a diario el momento en que decidió hacerse con la propiedad de su esclavo. Era éste diligente, previsor y muy entendido en la labor de las nuevas viñas, así que la cosecha se presentaba espléndida. Por otra parte, a la compra del primer molino sucedió la de tres más, por los que pagó la exorbitante cantidad de setecientos mancusos, y la conducción de agua que Omar había diseñado hasta tal punto fue beneficiosa que mediante un sistema de compuertas pudo vender el codiciado riego a varios convecinos, que le pagaban en metálico circulante o mediante la cesión de parte de sus cosechas.
Martí estaba siempre ocupado. Atendía cualquier pleito que surgiera a propósito del uso del agua; se movía por los corrillos de comerciantes para olfatear nuevas oportunidades de negocio; visitaba a su consejero, el judío Baruj, o se iba a ver al canónigo Llobet, al que acribillaba a preguntas respecto a lo que le convenía hacer para medrar en su obsesiva idea de llegar algún día a ser ciudadano de pleno derecho de aquella ciudad cuyo pulso alteraba el suyo y que desde el primer día había conquistado su corazón.
Habían bajado ambos dando un paseo hasta la vera del mar, la tarde era espléndida y el movimiento de barcas entre las galeras y la playa descargando mercancías que llegaban de los más alejados puertos era incesante. El canónigo, siempre metido entre pergaminos, resmas de papiros y tinta, adoraba aquel inocente esparcimiento de los sábados y, acompañado por el hijo de su difunto amigo, se acercaba a la orilla del Mediterráneo y saturaba su olfato de los variados olores: salitre, brea, cáñamo, y de las más heterogéneas especies, sobre todo en la primavera, charlando, en el ínterin, de las más diversas cuestiones.
—Me decís que estáis satisfecho del cuerpo de casa que habéis adquirido.
—En efecto, Eudald. Ahora lo que me convendría sería hallar un ama de llaves que me aliviara de dirigir las pequeñas tareas domésticas que me restan tiempo para otras cosas y que supiera gobernar a la gente. ¿No conoceríais por un casual a alguien apropiado?
—Dejadme pensar, tal vez tenga a la persona.
—Os escucho.
—Tengo entre mis penitentes a una viuda de grandes prendas pero en precaria situación. Hace tres años su marido, que era cantero, murió aplastado por una gran piedra y su único hijo partió hace un año en una caravana que iba a Berbería y no ha regresado ni se ha sabido más de él.
—¿De qué vive en la actualidad?
—Podríamos decir que malvive de hacer un servicio aquí o allá haciendo faenas sueltas el día que hay suerte y si no la hay, acudiendo para ayudarme a repartir a los menesterosos la sopa de los pobres en la Pia Almoina todos los días y auxiliándome para organizar todo aquello. Es una mujer muy capaz, de una honradez acrisolada, y además tiene dotes de mando.
—¿Cuál es su nombre?
—Caterina. Llegó de una aldea del norte con su padre; aquí conoció a su marido y luego de contraer matrimonio se establecieron en la ciudad. La vida no ha sido fácil para ella y creo que os vendría como anillo al dedo.
—Hablad con ella, y si la adornan la mitad de las virtudes que me habéis anunciado, decidle que ya tiene casa.
De un tema pasaban a otro y las tardes volaban para ambos. Aquel día a Martín le bullía en la cabeza otro tema que quería consultar con su amigo.
—Se me ha ocurrido una idea que de ser factible creo me rendiría grandes beneficios.
—Decidme, ¿cuál es esa idea?
—Veréis, Eudald. Me han dicho que hay muchos bienes de los que adornan las moradas de nuestros ciudadanos más prósperos que éstos sólo pueden adquirir cuando alguna nave genovesa o pisana las trae a nuestras costas, y que a veces lo hacen, no porque son las que ellos buscan, sino porque son las únicas que hay. Pienso que si estos ciudadanos supieran que estas piezas podrían encontrarse en algún lugar de nuestra ciudad no dudarían en hacerse con ellas aquí. Yo, sabiendo qué es lo que más reclaman nuestros clientes, podría comprarlas en su lugar de origen a buen precio y venderlas a uno muy superior, con una excelente ganancia. Ya he hablado de esto con Baruj y él lo aprueba.
—¡Por mis barbas que me asombráis! Vuestro padre fue un guerrero osado, pero vos me estáis resultando un hombre de paz intrépido. No me atrevo a adivinar hasta dónde os conducirá vuestro buen olfato.
—Únicamente me asalta una duda.
—¿Cuál?
—Imagino que habrá alguien en la corte que deberá autorizar un proyecto de tal envergadura, me será difícil llegar hasta él.
El arcediano se acarició la poblada barba.
—Quien debe autorizaros a poner en marcha vuestro propósito es Bernat Montcusí,
prohom
de Barcelona. Creo que ya os he hablado de él en alguna ocasión. Además de ocuparse de todo lo relativo al abastecimiento de la ciudad, es uno de los privados del conde: no es amigo mío, su talante me desagrada, pero tengo con él alguna influencia, acostumbra a acudir a mi confesionario a arreglar sus cuentas con Dios. Descuidad que yo sabré mover los hilos para que lo conozcáis, aunque debo reconocer que es hombre adusto y muy ocupado.
Martí contuvo un instante la respiración e intuyó que el viento del destino soplaba de nuevo hinchando sus velas.
Gerona, junio de 1052
El obispo Guillem de Balsareny, sin siquiera desprenderse del polvo del camino, esperaba audiencia en la antesala de la poderosa condesa, regente
in pectore
de Barcelona y Osona, que pese a poder morar en cualquiera de los condados que habían sido de su esposo Ramón Borrell, en la actualidad, de no tener cometido concreto que hacer en algún lugar de sus dominios, prefería vivir en su condado de Gerona.
Había acudido pues a la residencia habitual de la señora, a galope tendido y reventando a las monturas, a fin de ponerla al corriente del delicado asunto que la misiva del papa Víctor II le había encomendado. Los hombres de su escolta, tan agotados como sus cabalgaduras, habían sido recibidos en el puesto de guardia en tanto que sus sirvientes en aquellos momentos recibían las pertinentes atenciones de los criados del castellano.
La condesa Ermesenda tenía por costumbre obligar a hacer antesala durante un tiempo, fuera quien fuese el visitante, dependiendo de la categoría o rango del mismo, a fin de marcar bien las distancias y dejar entrever al recién llegado que iba a ser recibido por la más importante señora de los condados catalanes, y también, caso de ser un embajador que no conociera personalmente, hacerle avanzar lentamente acompañado por un chambelán a lo largo de la roja alfombra para tener tiempo de observarlo durante el trayecto que mediaba desde la puerta de la entrada hasta llegar a su trono.
El salón denominado por ello de «embajadores», donde acostumbraba a recibir a los notables, era una pieza lujosa. Un pequeño trono convenientemente almohadillado presidía la estancia; a la diestra del mismo, una silla curul de tijera donde se sentaría el visitante caso de ser invitado a hacerlo, tapices y panoplias eran las piezas más destacadas del recinto, tres ventanas lobuladas al fondo y a ambos lados sendas chimeneas que en aquel instante estaban apagadas.
Los años y su natural orgulloso la hacían ser consciente de su prosapia, y la altura de su linaje la obligaba a recordar siempre y en cualquier ocasión lo preclaro de su abolengo, del que era extremadamente celosa. Su estirpe se remontaba a los visigodos, pues la Septimania no arrancaba del mismo tronco del que provenían las advenedizas casas de los condados francos. Ella era de aquel país y siempre, aun antes de su boda con Ramón Borrell, su más íntimo yo se inclinaba mucho más hacia los condados catalanes de allende los Pirineos que hacia los vastos y bárbaros condados del norte: su lengua era la de oc. Sus padres, Roger I el Viejo y Adelaida de Gavaldà le habían inculcado el orgullo de pertenecer a la casa de Carcasona al igual que a sus hermanos Benito y Pedro.
Tras una espera no muy prolongada, aunque al eclesiástico se le hizo eterna, la contera de la pica del ujier resonó en el entarimado anunciando la presencia del obispo ante la egregia señora. Se abrieron las dos hojas de la puerta de entrada y el prelado avanzó hacia el trono donde aguardaba la dama cuya fama conseguía que ante su sola presencia se cohibieran propios y se atemorizaran embajadores. Vestía ésta un brial morado ribeteado con dorada pasamanería, de ajustadas mangas, y adornaba sus recogidos cabellos con dos prendedores de oro. El obispo, descubierto tal como indicaba el protocolo y tras una reverencia, se acercó y esperó a que Ermesenda le dirigiera la palabra.
—Y bien, mi buen obispo, ¿qué empresa tan importante os trae por estas tierras y os obliga a abandonar vuestra querida y tranquila diócesis de Vic para llegaros hasta mi persona?
—Señora, es la obligación del cuidado de vuestros asuntos lo que me trae hasta aquí desafiando las incomodidades del camino. Antes he estado en Barcelona llevado por el mismo afán y a fe que cada día me incomoda más esa ciudad: son ya más de quinientos sus fuegos, que no cesan de acudir al reclamo de su fama y de la oportunidad que creen de hacer negocio, feriar y cultivar lo más cerca posible del mercado y en las cercanías del poder. A fe mía que no comprendo a aquellos que pudiendo vivir una vida de sosiego y de paz en el campo se empeñan en gozar de las incomodidades de la gran urbe, cuyo solo olor ofende mi olfato y cuyo vocerío perturba el descanso del alma más templada.
La señora lo observó con cuidado, y viendo el desaliño de su atuendo, comentó:
—En verdad que vuestro asunto debe de ser de suma importancia, ya que creo que no es vuestro natural presentaros ante mí de esta guisa.
Los ojos de Guillem de Balsareny parpadearon levemente, circunstancia que no pasó inadvertida a la condesa.
—Perdonadme, señora, pero es tal mi preocupación que no he atinado a ponerme en camino con suficiente equipaje.
—Entiendo. ¿Y bien? Os escucho.
Sabiendo que los poderosos tienen la mala costumbre de arremeter contra el mensajero que trae malas noticias, el obispo obró con cuidado.
—¡Señora, la misión que me trae hasta vos es penosa y no me atrevo...!
—¡Guillem! Nada se arregla con circunloquios. Explicadme qué es lo que turba hasta tal punto vuestro ánimo que os lleva a adoptar postura tan floja, impropia de vuestro natural digno y prudente.
El prelado recuperó el pulso y a una indicación de la condesa ocupó el sitial que había al lado del trono.
—Veréis, señora, el caso es que hasta mí han llegado tristes noticias que afectan a la seguridad de vuestros dominios y que debéis conocer de primera mano, no por mi capricho sino por indicación del Santo Padre, que es quien me ha encomendado esta misión.
—Me alarmáis, señor obispo. Id al grano, os lo ruego. Cuanto antes me deis cuenta de vuestra encomienda, más tiempo tendré para paliar la desgracia.
Las manos del obispo estrujaban sin piedad su capelo de viaje.
—El caso es, señora, que vuestro nieto, el conde de Barcelona, está a punto de cometer un desafuero de incalculables consecuencias.
Ermesenda le escuchaba sin pestañear.
—Proseguid, padre. Os confieso que me tenéis en vilo, aunque nada ya me puede extrañar de ese insensato.
—Señora, el año pasado vuestro nieto partió hacia tierra de infieles con dos misiones. La primera atañía a los intereses de Barcelona en cuanto a proteger su comercio con las tierras dominadas por turcos e islamitas, y la segunda consistía en dar cumplida información a Su Santidad de cuantas noticias pudieran atañer a la Iglesia, considerando que dada su vecindad, su experiencia en las costumbres e intenciones de estas gentes es indiscutible. Podemos decir que el Papa piensa que sobre este tema vuestro nieto es una autoridad por sus conocimientos y frecuentes tratos con el islam.
Ermesenda se quedó unos instantes pensativa. Luego preguntó:
—Y bien, ¿qué es aquello que tan graves consecuencias puede tener para el porvenir de mis dominios?
—Vuestro nieto se casó como sabéis el pasado invierno con Blanca de Ampurias, enlace que supuso una serie de ventajas para los condados de Barcelona y de Ampurias, y de resultas para el de Gerona, al favorecer una paz ventajosa para todos, dado el intemperante carácter del padre de la desposada, el conde Hugo de Ampurias, y su perniciosa inclinación a provocar conflictos.
El rostro de Ermesenda se tornó impenetrable.
—Imagino que no habréis hecho tan largo camino para comentarme obviedad tan notoria. Bien sabéis que quien promovió este enlace fui yo misma y que, además de mis trabajos, me costó buenos dineros, pues tuve que ceder al conde los terrenos de Ullastret que me pertenecían por herencia de mi esposo y por los que mantuve pleitos con el conde Hugo durante años.
El obispo palideció.
—Por ello, señora, es por lo que lo acontecido tiene gravísimas connotaciones.
—Me estáis importunando, señor obispo, id al fondo de la cuestión y acabemos de una vez.
—Como sabéis no vengo de mi diócesis de Vic, sino de Barcelona, pues por indicación del Santo Padre he intentado arreglar el asunto con vuestro nieto sin tener que recurrir a vos, pero mi intento ha sido baldío.
La voz de la condesa resonó en la estancia.
—¡Basta ya, señor! Estáis acabando con mi sosiego: decidme de una vez qué es lo que ocurre.
El obispo Guillem tragó saliva y se dispuso a afrontar las consecuencias de su misión.