Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
A Martí no dejó de extrañarle la favorable predisposición que intuyó en un hombre tan importante.
—Me hacéis un inmenso honor al permitir que invada vuestra intimidad cual si de un recién llegado y lejano pariente se tratara.
—Sabéis que los amigos del padre Eudald lo son míos, más aún tratándose de alguien que tan favorable opinión merece. Pero tomad asiento, que las normas de la buena crianza no me permiten hacerlo a mí antes que vos y estas viejas piernas se quejan de continuo, maltratadas por la maldita humedad de esta ciudad.
Sin apenas darse cuenta, Martí se encontró situado de igual a igual frente a su poderoso anfitrión.
Tras un prólogo convencional fruto de las elementales normas de cortesía, el consejero entró en materia.
—Bien, querido Martí, he hablado con las personas a las que atañe de alguna manera vuestro proyecto y si salvamos unos inconvenientes que sin duda entenderéis, el consejo es proclive a otorgaros un permiso condicional para comerciar durante un año y que pondrá a prueba vuestras capacidades.
El corazón de Martí comenzó a latir aceleradamente.
—Pero mejor que pasemos al refrigerio. El vino tomado con mesura no hace daño y ayuda a unir voluntades.
Martí creyó entrever una segunda intención en estas últimas palabras.
El consejero se alzó de su sitial y se dirigió a una mesa preparada para dos comensales y dispuesta en el centro de la glorieta. Martí lo siguió al punto sin saber el papel que debía desempeñar durante el ágape, y decidió seguir las pautas que marcara su anfitrión y no adelantar opinión alguna hasta que éste descubriera sus ocultas intenciones. Dos fámulos aparecieron al instante y se colocaron a la espalda de ambos, disponiéndose a acercar los asientos a los comensales. Martí esperó a que su anfitrión lo hiciera y se sentó a continuación. El día era caluroso y el emparrado brindaba un delicioso y perfumado oasis de sombra. La mesa presentaba un aspecto magnífico: los platos eran de fina porcelana y las copas, de vidrio veneciano trabajado en color verde.
La conversación se hizo fácil y al cabo de un poco, a Martí le pareció que el consejero le era mucho más cercano. Sin embargo, su instinto le advertía que aquella muestra de confianza era una argucia del astuto viejo para crear el clima que le conviniera.
El tiempo transcurrió sin sentir y la charla anduvo por mil vericuetos distintos.
A llegar al postre Martí supo que el momento clave de la entrevista había llegado: el consejero e inspector de mercados y de ferias se disponía a aclarar las cosas. Tras despachar a los sirvientes, habló en tono claro y conciso.
—Joven, el otro día en mi despacho me di cuenta de que podéis ser la persona que andaba buscando.
Martí asimilaba y escuchaba, intentando captar todo cuanto dijera para poder ordenarlo después.
—El servicio del conde es muy honroso pero poco productivo, pues me ata las manos de forma tal que numerosas ocasiones que, bien aprovechadas, podrían rendir pingües beneficios, pasan por mi lado y nada me aportan. Sin embargo, si encontrara a la persona indicada y ésta me sirviera lealmente, podría hacerla rica sin menoscabo de mi honra ni mi influencia.
Martí guardaba silencio, pues no quería precipitarse ni en asentir ni en negar.
El otro prosiguió:
—No creáis que es fácil: cualquier miembro de una de las destacadas familias de la corte no me sirve. Esta gente ignora que el fruto del trabajo ennoblece al hombre y toman como desdoro el dedicarse al comercio. Además, mi cargo es codiciado por muchos y, caso de que pudieran, me tenderían una celada para que mi persona cayera en desgracia delante del conde.
Martí optó por aparentar cierta inocencia y preguntó:
—Y ¿qué puedo hacer yo, pobre recién llegado a la corte, para ayudaros en tan estimulante empeño?
—Eso precisamente es lo que más me interesa. Veréis, sois un joven al que aún no conoce nadie; tenéis ambición y la opinión del padre Llobet os avala. No sois ciudadano de Barcelona y cualquier cosa que hagáis que pueda despertar envidia quedará compensada por mi influencia. Creo, por tanto, que el trato os conviene más a vos que a mí.
—Pero, con todo respeto, señor, ¿en qué consistirá dicho trato?
—Es muy fácil: he entendido, tras la charla del primer día, que sois un joven emprendedor y con inquietudes, y que a lo largo del tiempo intentaréis desarrollar cuantas iniciativas creáis oportunas. Pues bien, todas aquellas que requieran de un permiso especial que de mí dependa, ya sea el permiso en sí o la posibilidad de lograrlo de instancias más altas, estarán gravadas por una gabela que irá variando en función de la rentabilidad del negocio.
El pensamiento de Martí trabajaba como un torrente: si se negaba, se indispondría con uno de los más influyentes personajes de la corte; en cambio, si transigía tendría una vía mucho más abierta en cuantos negocios quisiera emprender. Nada le impedía ser socio de nadie, no le quedaba otra salida y se decidió rápidamente.
—No sólo acepto vuestra generosa oferta, sino que os agradezco infinitamente la oportunidad que me brindáis.
—No necesito deciros que nuestro pacto es reservado y que únicamente vos y yo conoceremos el alcance del mismo.
—Lo entiendo perfectamente. No os preocupéis, sé guardar un secreto.
Por vez primera la cara del viejo adquirió un rictus amenazador.
—Si os equivocarais, no soy yo precisamente el que debería preocuparse.
Pero su expresión se distendió enseguida. Se puso en pie y, alzando su copa, invitó a Martí a brindar.
—Por nuestros grandes proyectos y mejores negocios.
Martí imitó a su anfitrión, y las copas se rozaron levemente en un suave brindis.
Tras indicarle que al día siguiente acudiera a su despacho, la charla transcurrió sin más altibajos. Un rato después, el consejero Montcusí se dispuso a acompañarlo a la salida. Habían ya atravesado la zona de los parterres y cuando iban a entrar en el pasadizo de ladrillos a Martí se le paró el pulso: acompañada de una adusta ama y airosa como un cedro del Líbano, avanzaba hacia ellos la muchacha de los ojos grises que apenas había entrevisto en la subasta. Al llegar a su altura el viejo irremediablemente tuvo que presentar a la doncella.
—Mirad, Martí, os presento a mi hija, Laia. Hija, éste es mi nuevo amigo Martí Barbany.
El joven hizo una torpe reverencia y musitó:
—Quedo rendido a vuestros pies, señora.
Las mujeres continuaron su camino y Martí las siguió con la mirada, condición que le impidió observar la que el consejero le dirigió a él con ojos aviesos y taimados.
Bernat Montcusí pasó la tarde encerrado en su despacho. La noche había caído, los criados habían iluminado la estancia con cirios y velones. Su mayordomo le sirvió a petición suya un ligero refrigerio y la servidumbre se retiró a sus aposentos. Ni un solo ruido se oía en el palacete. Bernat Montcusí tomó un candelabro que iluminaba su escritorio y se dirigió a una pieza del segundo piso que permanecía siempre cerrada a cal y canto. Extrajo del bolsillo de su bata una pequeña llave y tras abrir la puerta se introdujo en la estancia. Dejó sobre una mesilla el candelabro y se echó sobre el entarimado. Sus manos tentaron una falsa pieza, que se deslizó sobre una guía bajo la presión de sus dedos. El pequeño agujero que cubría la tablilla quedó al descubierto y el hombre clavó su ojo derecho en él. En aquel momento, Laia se desprendía de sus sayas; luego hizo lo mismo con sus calzas de algodón. La muchacha se quedó un momento ante él en su púber desnudez.
Bernat Montcusí, consejero del conde, llevó la mano izquierda a su entrepierna y comenzó a masturbarse.
Tolosa, septiembre de 1052
La partida salió del bosque de Cerignac al cabo de un tiempo. Gilbert d'Estruc mandó detenerse a la tropa y se dispuso a atender a Almodis en cuantos deseos expresara al respecto de un merecido descanso o un alto en el camino para ocuparse de las urgencias del incómodo viaje para gentes poco acostumbradas a largas cabalgadas. Los semblantes de Lionor, la dama de compañía, y del enano eran un poema: el polvo surcaba sus rostros dejando en ellos regueros de apelmazado sudor.
—Señora, llevamos una gran ventaja aun en el supuesto de que alguien nos hubiera seguido. Si queréis, podemos descansar un rato para que podáis recuperar fuerzas.
—Yo no necesito descanso, aunque mi dama y Delfín tal vez sí. En cuanto se hayan repuesto seguiremos camino. Lo que me urge es llegar pronto a mi destino.
Doña Lionor se acercó a su señora y le habló al oído.
—Señora, me urge hacer un aparte. Mi organismo requiere una parada, la naturaleza tiene sus necesidades... Y creo que a Delfín le ocurre lo mismo.
—Está bien, Gilbert —cedió la condesa de mala gana—, haremos un alto y continuaremos. En tanto mi dama se aparta un poco, os ruego, si es que ya podéis, que me notifiquéis la parte del plan que nos queda por cumplir.
—Ahora ya puedo, señora. El peligro mayor ya ha pasado y es momento de que sepáis todo cuanto ha decidido mi señor. Veréis, dentro de unas pocas leguas llegaremos a una masía fortificada en la que nos aguardan un grupo de caballeros catalanes fieles a nuestro señor conde Ramón Berenguer, que nos escoltarán durante el resto del viaje. Allí descansaréis y os prepararéis para la segunda etapa del itinerario. Mi señor ha considerado el riesgo que representaría atravesar los Pirineos por uno de los desfiladeros de la montaña, ya que son lugares proclives a emboscadas, y ha decidido que lleguéis a Barcelona por mar. Una nave fletada por judíos tortosinos nos aguarda en una de las radas que hay junto a Narbona. Allí embarcaréis oculta en un gran baúl, y en otro lo hará Delfín, cuya figura llama notablemente la atención. Vuestra dama, vestida con hábito de monja, lo hará junto a vos para atender cualquier cosa que se os ofreciera en vuestro escondrijo. No conviene que alguien os reconozca y lleguen noticias a Tolosa antes de lo conveniente. Una vez a bordo gozaréis, dentro de los límites que marca una nave, de cuantas comodidades os han sido hurtadas hasta este momento. Entonces, si el cielo nos es propicio, no tardaréis más de cuatro o cinco días en llegar a Barcelona, donde mi señor os aguarda, consumido por la espera.
—Entonces, buen caballero, no seré yo quien le haga esperar. Soy poco dada a melindres y subterfugios propios de damiselas para hacer valer su condición femenina. Os ruego que me exijáis el mismo esfuerzo que demandéis a vuestros hombres.
—Señora —dijo el caballero D'Estruc con creciente respeto—, creo que en toda mi vida no he conocido dama más esforzada que vos ni más dispuesta a arrostrar peligros propios de soldados.
Doña Lionor y Delfín ya regresaban, cada uno por un lado, de lo más hondo de la floresta, y el grupo se dispuso a proseguir. En esta ocasión habían preparado las cabalgaduras para que Almodis y doña Lionor pudieran montar en sillas laterales, que proporcionaban una comodidad de la que hasta aquel momento habían carecido. La primera lo hizo en Hermosa y la segunda en una mansa yegua, en tanto que Delfín montaba en un caballejo proporcionado a su altura.
Una galera permanecía anclada frente a la rada. La luz de tope brillaba en la punta del palo mayor por encima de la cofa del vigía, y la del fanal de popa titilaba en las tranquilas aguas de la pequeña ensenada. La galera había enviado a la playa dos chalupas dispuestas a hacer cuantos viajes fuera menester entre la nave y la orilla a fin de transportar a bordo todo lo que fuera necesario. A ésta se acercaba un grupo de gentes a pie y a caballo, portando los primeros sendos baúles: uno de considerable tamaño y el otro más reducido. Ni un pescador de los que cosían redes o se afanaban en tareas propias de las gentes de mar, y que estaban a punto de salir en barcas provistas de fanales de mecha para ir a la pesca de cefalópodos, se extrañó de la original comitiva. Nadie curioseaba en la mercancía que se trasegaba desde la costa a las embarcaciones que anclaran en aquellas latitudes, pues siendo aquella ribera costa de contrabandistas no era conveniente meter las narices en negocios que no concernieran directamente a cada uno. No era bueno indagar en demasía, ni importunar embarques que las más de las veces correspondían a gentes poderosas. La comitiva llegó hasta la orilla. Las órdenes las daba un caballero de buen porte cuya voz revelaba autoridad.
—En primer lugar, llevad a bordo el baúl grande, y vos, madre —dijo, refiriéndose a la religiosa que de pie y a un lado aguardaba—, ocupaos de que sea transferido con todo cuidado y alojado en el lugar más seguro de la galera.
Los hombres de pie, ayudados por los remeros y servidores de la chalupa, se afanaron en obedecer y colocaron, no sin gran esfuerzo, el inmenso arcón en la proa de la nave. Los viajes fueron produciéndose sin interrupción y, una vez cargado todo el equipaje, subieron a bordo los seis caballeros de más rango. Los demás tomaron por la brida el resto de las cabalgaduras y desaparecieron de la playa a toda prisa, tal como habían llegado. Gilbert d'Estruc, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Perelló Alemany, Guillem de Muntanyola y Guillem d'Oló acompañaron a la que sería su señora dispuestos, si las circunstancias lo requerían, a dar la vida por ella.
Barcelona, septiembre de 1052
Martí andaba hecho un mar de incertidumbres y perplejidades. Una y otra vez su cabeza devanaba la conversación que había mantenido con Bernat Montcusí, consejero áulico del conde. Aclarar sus dudas requería una elevada dosis de prudencia, pues cualquier desliz que llegara a oídos de tan conspicuo personaje entrañaba un innegable peligro, por lo tanto debía de ser astuto y comedido. Pensó en primer lugar pedir consejo a Eudald Llobet, pero al punto desistió ya que, al ser éste una persona allegada al consejero, cualquier desacuerdo podría acarrear incómodas consecuencias para ambos. Después de mucho meditar, decidió recurrir a Baruj Benvenist, que desde el primer momento le había tratado con mesura y cordialidad. Después de indicar a Caterina, que ya ejercía en su casa las funciones de ama de llaves con celo y pulcritud, que llegaría tarde a cenar, encaminó sus pasos hacia la iglesia de Sant Jaume para desde allí dirigirse hacia el portal de Castellnou y llegarse hasta la morada de Benvenist. Al arribar volvió a admirar la solidez del edificio y la disimulada riqueza de los materiales empleados para levantar aquella casa. Recordando la primera visita que había realizado en compañía de Eudald Llobet, buscó la disimulada cadenilla que accionaba la campana y tiró de ella. Casi al punto el rumor de unos breves pasos fue aumentando y cuando aguardaba que, como la anterior vez, se abriera la mirilla, lo que se abrió fue la puerta y en ella apareció el pícaro y pecoso rostro de una niña que no habría alcanzado todavía la pubertad y que se quedó ante su presencia más sorprendida que él mismo.