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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (24 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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—¡Mirad, insensatos, lo que les ocurre a los que osan atacar a la condesa de Barcelona!

Como por ensalmo la lucha se fue deteniendo y al poco se hizo un torvo silencio que abarcó la nave en su totalidad; luego, los gritos victoriosos de los unos contrastaron con los aterrados lamentos de los otros que, viendo a su jefe abatido, se lanzaban al mar. Los que no murieron fueron hechos prisioneros y encerrados en la bodega del barco. Los heridos propios fueron atendidos dentro de las capacidades del momento. Poco a poco se recuperó el orden, se repararon los aparejos y se sustituyeron las rasgadas velas. Para que la castigada nave volviera a ser navegable se necesitó una jornada entera. Apenas se abrió el segundo día, el capitán ordenó poner rumbo a Barcelona. Al atardecer, y cuando ya se divisaban las murallas de la ciudad, un asombrado Gilbert d'Estruc, acodado en la amura de estribor, comentaba con Guillem d'Oló, uno de sus esforzados compañeros que, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo, había salido con bien de la batalla:

—A fe mía que no he conocido mujer igual. Más valdrá en el futuro tenerla como amiga.

—Se me da que es una mujer desconfiada que difícilmente otorga su amistad a recién conocidos. Creo que su único amigo es el enano que la acompaña.

—Ni tan siquiera; durante el ataque se ha escondido dentro de un barril que había servido para almacenar arenques, y después de pasado el peligro, ha pretendido entrar en la cámara de la condesa. Almodis lo ha expulsado de su presencia con cajas destempladas. «¡Aparta de mi lado, boñiga!», le ha dicho. «¡Vete a vivir a la letrina, maldito, que es el sitio apropiado para alguien como tú!»

27
El negocio está en el mar

Barcelona, otoño de 1052

Dos ideas fijas asaltaban la mente de Martí e impedían su descanso nocturno. La primera afectaba a sus sentimientos, mientras que la segunda tenía que ver con el porvenir. Pese a tratarse de inquietudes de índole bien distinta, intuía que si daba en el clavo en la segunda su acierto influiría en la primera. Desde la ventana de su dormitorio divisaba el mar, y en las noches de luna se deleitaba oteando el horizonte. La imagen de Laia, la hija de Bernat Montcusí, presidía sus disparatados sueños; la mirada de sus ojos grises parecía querer decirle algo. Martí no era un iluso y comprendía que si pretendía acercarse a ella debía conseguir ser ciudadano de Barcelona y ganarse la consideración de su padre, lo que pasaba por rendir al importante personaje buenos beneficios. Sus asuntos marchaban viento en popa: las viñas de Magòria y sobre todo el arrendamiento de aguas de sus molinos le dejaban cada mes unas saneadas rentas; el desembolso de los setecientos mancusos, cantidad resultante de la compra más la adecuación del sistema de riego, estaba ya amortizado. En cuanto a su establecimiento, ya estaba en marcha y creía que después del invierno rodaría a pleno rendimiento, máxime teniendo en cuenta que se había dedicado a comprar dos inmuebles vecinos a su futuro negocio y que cuando éste abriera sus puertas duplicarían o triplicarían su valor. Pero, desde la conversación con Baruj, algo en su interior le decía que su gran futuro estaba en el mar. La semana anterior había acudido a la casa del cambista y había capitalizado sus tesoros. El conjunto de la herencia de su padre después de los gastos habidos le daba, según Baruj, para adquirir la mitad de una galera y quedarse con un remanente por si alguno de sus negocios necesitaba apuntalarse. La empresa era harto dificultosa, pues no únicamente consistía el asunto en la compra y el acierto de encontrar un socio honrado que le permitiera poner en práctica su proyecto, sino que además era evidente que el barco tendría que ser gobernado por alguien de confianza y buen marino, esforzado y capaz de cumplir los compromisos en el tiempo aproximado, contando con las dificultades y las inclemencias del tiempo. Su tarea consistiría en partir cada temporada con gran antelación para contratar las cargas y las consiguientes compras y ventas a fin de que la nave estuviera siempre en servicio, amén de que cualquier mercancía que llegara más tarde que los competidores perdería parte de su valor. El negocio de armador era muy complejo, pero su ambición, juventud y la ilusión de cumplir un sueño eran un bagaje importante. De las dos ideas que presidían sus insomnios una la puso en marcha la Providencia; la otra, el impulso de su corazón.

Una circunstancia casual le aclaró uno de los pasos y pensó que su padre, desde donde estuviere, guiaba la rueda de su destino. El caso fue que una tarde se dirigió hacia la playa situada a los pies de la montaña de Montjuïc, donde los
mestres d'aixa,
carpinteros de ribera y calafateadores desarrollaban sus tareas construyendo o reparando las naves que luego surcarían los mares. El trabajo que se desarrollaba junto a un panzudo barco llamó su atención, hasta el punto de que su curiosidad le obligó a aproximarse para admirar de cerca aquella faena que tanto le interesaba. La quilla del casco, cuyas cuadernas estaban ya medio cubiertas por tablones de roble, yacía asentada en el carril que cubría el fondo de un agujero alargado cavado en la arena en forma de alberca, que abarcaba desde la roda hasta el codaste y cuyos muros estaban forrados por maderos, a fin de que no se vinieran abajo las paredes de la fosa y así permitir que los operarios realizaran sus faenas apoyando sus escaleras en los laterales de la nave a la altura del resto de la playa. Todo aquel trajín le recordó el incesante ir y venir de las hormigas: allí cada uno iba a su avío sin entorpecer el trabajo de los demás. La silueta de un hombre le resultó vagamente familiar; resaltaba entre un grupo de cordeleros que se dedicaban a retorcer finas hebras para formar gruesos cabos y el caldero de alquitrán puesto en la forja, donde dos hombres con sendas pértigas removían el espeso líquido a fin de que no se solidificara. Martí se acercó al grupo y observó atentamente al individuo.

La imagen de un muchachito desnudo que se chapuzaba en el agua desde las rocas en una de las calas cercanas al golfo de Rosas asaltó sus recuerdos. El hombre llevaba un pañuelo anudado a la cabeza, una barba castaña cubría su mentón y un aro de oro adornaba su oreja derecha; a pesar del tremendo cambio experimentado, Martí reconoció el perfil de su amigo Jofre, que en su niñez tantas y tantas tardes junto a Felet le había acompañado en sus juegos.

Entre dubitativo e ilusionado, Martí se acercó y lo llamó:

—¿Jofre?

El individuo se volvió, y entornando los ojos escudriñó al prójimo que había pronunciado su nombre. Poco a poco una ancha sonrisa fue ocupando su rostro y respondió en el mismo tono.

—¿Martí?

No hubo más diálogo: se precipitaron uno hacia el otro y se fundieron en un fuerte abrazo. Al cabo de un instante se separaron, mirándose intensamente a la cara como si no pudieran creerse tan feliz reencuentro.

Al cabo de un rato se hallaban sentados ante sendas jarras de vino en un figón de la playa apodado El Viejo Tritón. Las palabras se atropellaban entre una catarata de recuerdos y preguntas, y cuando sonaba el rezo de las diez en las campanas de las iglesias cercanas, ante la cantidad de nuevas que uno y otro se iban relatando, decidieron seguir su intercambio de noticias. Martí propuso a Jofre que dejara la pensión en la que se alojaba y se instalara en su casa durante el tiempo que estuviera en Barcelona encargado de la construcción de la nave que Martí había visto en la playa y que pertenecía en parte a su recién reencontrado amigo. Luego, instalado ya Jofre en su casa, al caer la noche y bajo los soportales de la terraza, continuaron poniendo al día sus vidas.

El que en aquellos momentos se explicaba era Jofre.

—Pues verás, yo no tuve tanta suerte como tú y nadie me dejó una herencia. Mi pasión, como bien sabes, siempre fue el mar: lo amaba intensamente como se ama a una hembra voluble y caprichosa que te encela al mismo tiempo que te resulta insoportable. Sabes que nunca serás capaz de vivir alejado del sonido de sus olas. Éste ha sido mi sino. Un buen día me despedí de mis gentes y me fui a Rosas, vagabundeé por su puerto durante más de tres meses y malviví cargando y descargando barcos que llegaban de otras latitudes. Ahí acabé de forjar mi vocación: las historias que se oían en las tabernas del puerto, enturbiadas por las libaciones a las que tan dadas son las gentes de mar, encandilaron mi imaginación. Un buen día llegó una nave genovesa cargada hasta los topes; descargar aquella ballena del mar fue un trabajo de varios días. Fuere porque le caí en gracia a su capitán, o porque en mi compañía podía ponerse de vino hasta las trancas, ya que yo, desde la primera noche, cuando se quedaba dormido sobre la mesa del figón, lo acompañaba hasta el barco en una pequeña chalupa que me prestaba un amigo, el caso fue que al cabo de los días me ofreció embarcar en calidad de asistente de mastelero. Ni que decir tengo que el cielo se abrió aquel día sobre mí y empecé mi cortejo con la mar.

Martí escuchaba atentamente las peripecias de su amigo. Éste prosiguió su relato:

—No te voy a aburrir con mi vida a lo largo de estos años e iré a lo que te concierne, según me has contado. Serví en varias naves y recorrí todos los puertos del Mediterráneo, desde las Columnas de Hércules hasta Constantinopla; he pasado peripecias sin fin e incontables peligros. Un día decidí que en la mar es mucho más rentable perseguir que ser perseguido y de liebre pasé a podenco. En una de las últimas travesías recalé en Mahón y allí conocí a Joan Zaforteza, que hacía el corso entre Menorca y Sicilia. La suerte me fue propicia y por una vez la Providencia estuvo de mi parte. Un año después en un encuentro con un navío pisano, mi capitán fue abatido. Lanzamos su cuerpo al agua como es norma según las leyes del mar y la marinería me escogió para mandar la nave hasta el regreso a la isla, como es ley entre los piratas. En este tiempo apresamos dos naves que se dirigían una a Blanes y la otra a Ceuta. Caprichos de la fortuna, el capitán de un barco pirata tiene derecho a quedarse con una parte por cada dos de la tripulación. Volvimos a la mar al cabo de tres meses y el mando ya era mío por derecho. En este peligroso oficio me he mantenido durante algunos años y, tras la última singladura y con suficiente dinero ahorrado para intentar la aventura de ser patrón de mi propio barco, decidí realizar el sueño de mi vida y, como ya te he relatado, me metí en la construcción del barco que has visto en sociedad con la viuda del que fue mi jefe, Joan Zaforteza, en agradecimiento a lo que por mí hizo su marido. El caso es que en su actual situación, la mujer, con cuatro bocas que alimentar, la suya y las de los tres hijos pequeños de su hijo mayor, que se ahogó hace cinco meses en el fragor de una tempestad, no puede aportar más capital, y este mal paso me ha puesto en un brete y al borde de la ruina, ya que si no consigo ponerla a flote antes de la temporada de fletes, la nave que has visto frente a las atarazanas ya no navegará conmigo, pues tendré que vender mi parte y dedicarme a otros menesteres.

Ahora sí supo Martí que su padre desde el más allá le indicaba el camino.

—Dime, ¿cuál es el motivo de la original forma del casco de tu barco?

—Siempre ha estado en mi recuerdo la mercancía que llegué a descargar de la embarcación cuyo capitán me dio mi primer empleo en Rosas, y a lo largo y ancho de los mares me he topado con estas naves infinidad de veces. No hay navío que pueda alojar en su vientre más mercancía que éste, y decidí copiar sus características.

—¿Dices que la viuda quiere vender su parte?

—Irremediablemente, los dineros que dejó su marido ya no fluyen como antes, pues sus gastos han aumentado y los míos ya se han acabado, de manera que cuando la nave esté dispuesta y aparejada surcará los mares con otro propietario.

—Si te parece, Jofre, ése puedo ser yo mismo: si la viuda vende su parte, considérame tu nuevo socio.

Así de sencillo fue todo. Al día siguiente, en presencia de un notario amigo de Baruj, se cerró el trato. Ambos amigos se constituyeron en propietarios de una nave que todavía no había recibido el bautismo del mar. Martí se hizo con dos terceras partes y Jofre con la otra. Sin embargo, este último cumplió su sueño de pisar la cubierta de la nave como dueño y capitán.

28
La llegada a la corte

Barcelona, otoño de 1052

La nave había ya rebasado lluro y enfilaba el último tramo de su viaje. El bajel navegaba lentamente debido a la sobrecarga y que llevaba amarrada a su popa una de las dos chalupas arrebatada a los asaltantes. En la otra habían huido los que habían podido escapar del descalabro. La marinería trabajaba a destajo para habilitar todo el aparejo posible dentro de la precariedad de la nave, y ésta avanzaba impulsada por los remos de los galeotes y por todo el trapo que pudieran aguantar los mástiles. La condesa Almodis iba instalada a proa, inmóvil, sus cabellos rojos al viento, y oteando el horizonte, como si fuera el mascarón de la nave.

Ramón Berenguer, conde de Barcelona, medía con sus pasos la playa frente a la puerta de Regomir, intentando distraer la espera, consciente, por las señales de fuego y humo, de que
La Valerosa
se acercaba al final de su viaje. Un caballero arribó galopando por la playa a lomos de un veloz corcel cuyos hollares estaban blancos de espuma. Llegado a su altura y sin aguardar que el noble animal detuviera totalmente su paso, saltó junto al conde y le entregó un escrito que portaba en un tubo de cuero que llevaba en bandolera.

—Mi señor, éste ha sido el último parte.

Ramón Berenguer detuvo su paso al igual que lo hicieron los hombres de su escolta, desplegó nervioso el escrito y comenzó a leer para sí:

Avistada
La Valerosa
a la altura de Arenys, andadura aproximada cinco nudos. La nave viene herida y parece tener alguna dificultad, pero navega por medios propios. A la actual estopada y si el viento no rola, puede estar en Barcelona al atardecer, sobre la hora de vísperas.

La mirada de Ramón repasó de nuevo el escrito y dirigiéndose al veguer, Olderich de Pellicer, exclamó:

—Si todo continúa igual y el viento no calma, llegarán al final del día. Iniciad el plan previsto. Cuando la nave tire el hierro, quiero estar a su lado.

—Recordad, señor, que el obispo Odó de Montcada y el notario mayor Guillem de Valderribes, que han anunciado su presencia, aún no han llegado a la playa.

—Como comprenderéis, Olderich, después de las tribulaciones y duelos que me ha ocasionado este lance, no voy a demorar el encuentro con mi dama porque el obispo, y sospecho que no por casualidad, haya retrasado su presencia. Sé que no debo inmiscuirme en sus cosas y que Roma es la que manda sobre él, pero tampoco él tiene derecho alguno a entrometerse en mis asuntos ni a juzgar mis actos.

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