Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—Yo no soy noble feudal —prosiguió Montcusí—, y mi esfuerzo me ha aupado hasta el lugar que ocupo, así que desde hace muchos años soy ciudadano de pleno derecho de Barcelona, lo cual es casi como tener escudo de nobleza, cosa por otra parte única que no se da en ninguna otra ciudad del Mediterráneo. El conde me honra con su confianza, y su servicio ha sido siempre la última finalidad de mi vida. Como comprenderéis, un advenedizo no puede aspirar a acercarse ni siquiera a la sombra de Laia. Pretendo que mi pupila despose a alguien que le aporte alcurnia y respetabilidad y ése, lamentablemente, porque creed que me agradaría, no sois vos.
Martí sintió que el corazón se le partía en dos, pero, animado por el empuje que le caracterizaba, replicó:
—Lo comprendo, pero, si no os habéis de sentir ofendido y en aras de la amistad que me habéis mostrado, os diré que dedicaré mi vida a merecer el rango que habéis alcanzado vos y que, cuando sea ciudadano de pleno derecho, volveré, con todo respeto, a insistir.
—Intentadlo. Estáis en vuestro derecho. El camino es largo y proceloso, pero tiene mal pronóstico. Para ello hacen falta muy buenos padrinos y vos sois apenas un recién llegado, cierto que dotado de mucho tesón y no poca audacia, cosa que yo celebro. Pero una cosa son los negocios, que estaré siempre dispuesto a compartir con vos, y otra muy diferente son los parentescos. En fin, Martí, en nombre de nuestra buena amistad os recomendaría que dedicarais vuestros esfuerzos a mejorar nuestra economía. Ya veréis cómo estas pasiones juveniles se desvanecen con el tiempo.
—Os agradezco el consejo —contestó Martí, algo ofendido por la condescendencia de su interlocutor—, pero tened en cuenta que me tenéis por hombre tenaz. Yo no sé hacer distingos: quien es obstinado, lo es en cualquier ámbito. Por tanto os digo sin que veáis en ello descaro alguno que pretendo hacerme digno de la mano de vuestra hijastra.
La voz de Bernat Montcusí resonó en la estancia.
—Y yo os aseguro que al respecto de este asunto, y en tanto no consigáis la ciudadanía, me hallaréis siempre enfrentado a vos.
—¿Puedo entender que aceptáis mi obsequio?
—Será bienvenido —cedió el consejero con un suspiro—. Y ahora... Gracias por el detalle de adelantarme mis beneficios. Os deseo de todo corazón que tengáis un buen viaje.
Martí, consciente de que Montcusí no deseaba seguir hablando del tema, se levantó de su asiento.
—Quedad con Dios, consejero.
Tomó el muchacho su capa y su bolsón y salió del despacho de aquel hombre al que necesitaba pero cuya personalidad le resultaba cada día más desagradable.
Robert de Surignan y el abad Sant Genís departían con su señor Ponce III, conde de Tolosa. Éste yacía recostado en un sencillo lecho, acosado por un ataque de gota fulminante, con una montaña de almohadones bajo su pie derecho. La gran chimenea era alimentada por grandes leños que con esfuerzo notable iba colocando su bufón, Batiston Patas Cortas, en tanto que, siguiendo una inveterada costumbre, escuchaba el diálogo que su amo mantenía con el monje y su consejero.
—La conclusión es evidente. La pareja de infames se puso de acuerdo cuando él estuvo aquí acogido a mi hospitalidad, y todo lo del bosque de Cerignac fue una burda pantomima para que mis hombres no defendieran a la condesa.
—Parece evidente, ya que de no ser así y si de unos vulgares maleantes se hubiera tratado, de una u otra forma la demanda de rescate se hubiera llevado a cabo a los pocos días —respondió Robert de Surignan.
El abad Sant Genís intervino.
—Ya os di noticia este verano pasado, al advertir ciertas conductas sospechosas de la condesa. Recordad que me respondisteis que eran manías de vieja y que veía fantasmas por todos lados. Menos mal que guiado de mi intuición informé al Santo Padre del asunto para que la Iglesia tomara las medidas que creyera oportunas. El adulterio no es cosa baladí y si de príncipes se trata, y además cristianos, la cosa tiene graves connotaciones.
—Os agradecí en su día la acción y reconozco que jamás hubiera creído a mi esposa capaz de tamaña felonía. Me estoy haciendo viejo y confiado por demás, pero juro por Dios que el ataque a mi honra va a costarle caro a la pareja. El honor de Tolosa está por medio y en entredicho.
—Señor, sorprendieron vuestra buena fe obrando cual villanos; de haber asistido a la cena aquella noche, tal vez os hubierais dado cuenta de que algo se cocía en el ambiente —intervino Surignan.
—Ahora es tarde para lamentaciones. Es mejor actuar para intentar salir de este mal paso con el menor daño posible. Si no obramos con presteza, seré el hazmerreír de toda la Septimania. Abad, traed un amanuense; voy a dictar una carta para el Pontífice y que un mensajero parta para Sant'Angelo cuanto antes.
Los dos hombres abandonaron la estancia; quedó el conde en compañía de su bufón, con el que tenía gran confianza y cuyas ironías le entretenían sobremanera.
—Y tú, Batiston, ¿no observaste nada raro aquella noche? ¿Nada te dijo el bufón de la condesa al respecto?
—Delfín podía ser mi amigo, pero era el perro fiel de su dueña: jamás la hubiera traicionado; sin embargo, si me lo permitís, señor, y ahora que nadie me oye, quisiera deciros algo que tal vez os sirva de consuelo.
—Te escucho, Patas Cortas.
—Señor, en donde yo nací había un dicho.
—Déjate de circunloquios y suéltalo.
—Pues ahí va: «La ventaja del cornudo es que la mujer se la queda el otro». Creo, señor, que el lastre que habéis soltado lo ha recogido el conde de Barcelona.
—Tal vez tengas razón, Batiston, pero si se te ocurre comentar el refrán con alguien de palacio, te partiré este bastón en la cabeza.
Y al decir esto Ponce de Tolosa esgrimió en el aire la estaca que le ayudaba a poner el pie en el suelo cuando le acometía el ataque de gota.
La carta que a los pocos días recibió el camarlengo papal monseñor Bilardi decía así:
Dado en Tolosa a 2 de febrero de 1053
De Ponce III de Tolosa para Su Santidad Víctor II
Santidad:
Acudo a vos en demanda de justicia como siervo fiel de la Iglesia, cuyo honor ha sido mancillado.
Hace un tiempo alojé en mi castillo al conde de Barcelona Ramón Berenguer I cumpliendo con mi obligación de buen cristiano y anfitrión de iguales. Sé que estáis al corriente del asunto por el abad Sant Genís y no pretendo robar vuestro precioso tiempo reiterándoos el argumento, debo añadir sin embargo que la pareja que forman el conde y mi adúltera esposa vive en Barcelona en clamoroso concubinato; por ello me atrevo a pedir vuestra intervención al respecto de la anulación de mi matrimonio con Almodis de la Marca, a la que desde este momento repudio ante la nobleza entera de la cristiandad, para escarnio de su nombre y reparación del mío.
Os ruego encarecidamente tengáis a bien atender mi justa demanda y obréis en consecuencia.
Poned en la balanza la influencia de Tolosa y las buenas relaciones que mi condado ha observado desde siempre con la Santa Sede. He sopesado muchas vías de actuación durante estos meses, pero hay circunstancias que la prudencia y el buen gobierno de un territorio aconsejan soslayar para no aumentar un escándalo cuyas salpicaduras pueden repercutir en otros reinos cristianos. Pero no estoy dispuesto a consentir que lo sean a costa de mi honra; de manera que Tolosa puede considerarse ofendida y las consecuencias, si no lo remediáis, serían imprevisibles.
Vuestro humilde siervo, que acude a vuestra paternidad en la esperanza de que atendáis su justa y angustiada reclamación.
Ponce III, conde de Tolosa
Bilardi, tras leer la misiva, quedó pensativo. De no obrar con mesura aquella disparatada acción podía reportar graves complicaciones a la Iglesia. Su fino olfato y su probada experiencia le decían que las divergencias entre uno y otro lado de los Pirineos acostumbraban a acabar en guerras, y más de una había comenzado por un banal incidente de refajos y sayas.
Martí Barbany no se hacía a la idea de que parte del cuerpo de su casa fueran esclavos. Aunque la fortuna le hubiera sido propicia y sus negocios fueran viento en popa, trataba a sus servidores como asalariados y colaboradores. Nuevas gentes habían entrado a su servicio, a las órdenes de Caterina: Mariona, una payesa venida del Berguedà, era la jefa de los calderos, y Andreu Codina, recomendado también por Eudald Llobet, hacía las veces de mayordomo y hombre de confianza, contratando libremente a mozos de cuadra, cocheros, palafreneros, postillones, cultivadores de viñas y a cuanto personal requiriera. Martí no acababa de creer la buena fortuna que le había sonreído desde que pisó Barcelona. Su vida estaba plenamente dedicada a cuidar de sus múltiples negocios, visitar al padre Llobet, entrevistarse con Baruj Benvenist y últimamente llegarse cada atardecer a la playa frente a las atarazanas para hablar con Jofre y atender las necesidades que fueran surgiendo en la construcción de su nave. Su mente, sin embargo, no paraba de dar vueltas a cómo aprovechar la aquiescencia de Bernat Montcusí para ofrecer a Laia las cualidades artísticas de su esclava cantora, Aixa.
Una tarde, estando bajo los soportales de la terraza porticada en la que tenía por costumbre retirarse al terminar de cenar, ordenó a Caterina que trajera a la esclava a su presencia. Aixa compareció ante él con su
oud
, creyendo que a su amo le apetecía escuchar sus bellas melodías.
Aixa, por primera vez en su triste vida, era feliz. Siendo muy joven la habían raptado a las afueras de un mercado al que había acudido con su familia y vendido a un tratante de esclavos que, tras marcarla con su hierro, un pequeño trébol de cuatro hojas, bajo la axila derecha por no abaratar la mercancía, la vendió a su vez al eunuco que suministraba mujeres para el harén de un emir en donde había sido terriblemente desgraciada. Cuando éste se cansó de ella, fue de nuevo vendida a un comerciante catalán para ser subastada en el mercado de Barcelona; renegó de su suerte, mas luego bendijo su destino, ya que su nuevo amo a nadie trataba como esclavo; era bueno y gentil, de modo que, aunque esclava, se consideraba afortunada en su nuevo hogar y procuraba por todos los medios corresponder con su trabajo a que aquella armonía continuara.
—Amo, ¿me habéis mandado llamar?
—Sí, Aixa, deja tus instrumentos y siéntate.
A la muchacha le extrañó sobremanera que el amo la hiciera sentar en su presencia, cosa que jamás había ocurrido de no ser para pulsar su
oud
en su pequeño escabel. Obedeció al punto y aguardó respetuosa la palabra de aquel joven amo que desde siempre la había tratado con singular delicadeza.
—Verás, Aixa, debo pedirte un favor.
—¿Un favor, amo? Yo únicamente estoy aquí para obedeceros en todo cuanto mandéis.
—Verás, voy a liberarte: serás una mujer libre, de manera que lo que te voy a pedir deberás acatarlo o no libremente.
Aixa no acababa de comprender lo que su amo le decía.
—No os comprendo, amo. ¿Por qué vais a renunciar al elevado precio que pagasteis por mí?
—Voy a contarte mi secreto —dijo Martí, que ansiaba confiar sus cuitas amorosas a un oyente atento—. Te conozco y sé que eres buena y leal. Cuando pujé por ti, lo hice para tener ocasión de conocer a cierta persona que desde aquel día ha presidido mis sueños. No sé si te has dado cuenta, pero muchas noches, cuando endulzabas mis veladas con tus bellos romances, mi pensamiento estaba muy lejos, al punto de que de vez en cuando me decías: «¿Queréis que continúe, amo?».
—Sí que lo recuerdo —admitió Aixa con una sonrisa—, y mi corazón de mujer me avisaba de que mis baladas iban dedicadas a otra persona.
—Tu corazón de mujer no te engañaba.
—Conozco este sentimiento, amo. Siendo yo una niña, amé desesperadamente a un joven de Mesopotamia. Soy árabe, la vida me separó de él, pero todas las noches de mi existencia lo he recordado.
—Pues si lo deseas y me ayudas en mi empeño, serás libre de acudir junto a él.
—No, amo. —La esclava emitió un suspiro de resignación—. Hace ya demasiadas lunas que esto ocurrió. Ahora él será un acomodado padre de familia y no tiene sentido pretender que todo vuelva a ser como antes. Prefiero seguir viviendo mi sueño que despertarme en una amarga realidad. Si regresara, al no ser virgen, deshonraría a los míos, que no me perdonarían la afrenta y hasta podría ser apedreada. A vuestro lado he recobrado la paz y jamás podré olvidarlo.
—Está bien, Aixa, sabes que de no ser por las conveniencias sociales que me obligan a tener esclavos, mañana mismo os concedería a todos la libertad.
—Entonces, amo, ¿por qué me la ofrecéis a mí?
—Porque es mi deseo que libremente me hagas el favor que voy a pedirte.
—Para mí siempre seréis mi amo y siempre estaré en deuda con vos.
Martí se tomó un respiro.
—El día que te compré no sabía de tus cualidades más que de oídas, y lo hice para tener la ocasión de conocer a la mujer que también licitaba por ti. Desde aquel día, cada vez que me dedicabas tus bellas melodías, mi pensamiento, cual golondrina, volaba a su lado transportado por tu voz.
—Me honráis sobremanera, amo. Nada puede alegrar más a un artista que servir de espejo a sentimientos tan hermosos. Pero dispensad si no comprendo cuál es la misión que me deparáis.
—Dentro de unos meses partiré hacia lejanas tierras, Aixa, y por mucho tiempo. Me sentiría muy mal si encerrara tu canto de alondra en una jaula de manera que durante muchos meses nadie escuchara tus trinos. Me gustaría que en mi ausencia alegraras las veladas de la dama de mi corazón y le hablaras de mí, a fin de ayudarme a conquistar su amor. Pero quiero que lo hagas libremente, sin que te obligue el hecho de ser mi esclava.
—Amo, vuestra magnanimidad me abruma. Haré de buen grado lo que me pidáis, pero no me hagáis libre: no sabría qué hacer con mi libertad.
—Mi corazón ya te la ha concedido. Será un secreto entre tú y yo, pero has de saber que acudiré a un notario para que dé fe de tu manumisión. En mi ausencia, Caterina guardará el documento: ignoro lo que la vida te deparará, pero quiero que sepas que no perteneces a nadie y que podrás contar con mi eterna gratitud si consigues que en el ánimo de mi amada nazca un sentimiento de correspondencia hacia mí, y que mi recuerdo vaya creciendo en su alma.